Domingo, 7 de diciembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson *
Si la política cultural en sentido estricto alude a una serie de actividades, típicamente seminarios o recitales, que organiza tal secretaría o ministerio, en un sentido amplio es mucho más que eso: es la forma en que un gobierno construye un piso común (la cultura es el suelo barroso en el que chapoteamos), que a su vez revela la idea que ese gobierno se hace de la sociedad sobre la que ejerce su poder temporal. Como sostiene Alejandro Grimson (Revista Voces en Fénix Nº 29), los políticos suelen ser bastante conscientes de las restricciones económicas y políticas –límites presupuestarios y relaciones de fuerza– que enfrentan, pero tienden a ignorar hasta qué punto la imaginación de la sociedad, y su propia imaginación, constituyen una frontera cultural para la acción pública.
Considerada desde este punto de vista, la política cultural del kirchnerismo, el ciclo político que, sobre todo desde la llegada al poder de Cristina, mejor ha entendido la importancia de la construcción simbólica, tiene dos polos. El primero es 6,7,8. Sin entrar en detalles acerca de un programa que ha sido analizado y vuelto a analizar hasta el cansancio, y que incluso goza del raro privilegio de contar con libro propio, digamos apenas que tuvo la audacia de reinstalar el debate político intenso en el prime time de la televisión abierta, algo que también hacen –en una macedonia variada que incluye otros temas y que quizá por eso les quita ese tono grave, ceñudo, que a veces afecta a 6,7,8– otros programas de la productora de Diego Gvirtz, como Duro de domar, que tiene un panel chispeante y un conductor virtuoso, y TVR, que sigue brillante a pesar de los años.
Aunque evidentemente identificado con el Gobierno, 6,7,8 no es un simple comunicado de prensa. No sólo porque los panelistas exhiben matices y hasta contradicciones entre sí, ni tampoco por su costumbre de impugnar al aire el contenido de los informes que elabora la misma producción, sino por el hecho de que, contra lo que suele creerse, la televisión no puede ser nunca una gacetilla oficial: entre la necesidad política y los imperativos del medio hay un espacio denso de tensiones que hacen necesario establecer una serie de negociaciones y acuerdos. Funcionarios que no miden, otros que hablan en tono monocorde, temas que resultan difíciles de televisar... 6,7,8 no es un comunicado oficial, sino un programa que se ajusta, y renueva bastante innovadoramente, las exigencias del medio televisivo, como prueba el recurso de repasar al aire los artículos de la prensa gráfica, algo que hasta el momento se consideraba contrario a las reglas del género, y más recientemente la incorporación, en el graph de los tweets de los televidentes, que no excluye a aquellos que critican el programa.
6,7,8 funciona mejor a la defensiva, como sucede también con el kirchnerismo, cuyas etapas más interesantes coinciden con sus momentos de mayor debilidad: la primera es la que va de la llegada al poder de Néstor Kirchner en 2003 a la victoria de Cristina en las elecciones legislativas de 2005, durante la cual se inició la política de derechos humanos, se juzgó a la Corte menemista y se renegoció la deuda; la segunda comienza con el voto no positivo de Julio Cobos en julio de 2008 y concluye con la reelección de Cristina en 2011, e incluye la estatización de las AFJP, el lanzamiento de la Asignación Universal y la sanción de la ley de matrimonio igualitario. Al igual que Carta Abierta, el otro gran organizador simbólico del kirchnerismo tardío, 6,7,8 nace en este contexto de disputa, menos para defender al Gobierno que para desmontar –deconstruir, dirían en el set– los cuestionamientos opositores, en especial aquellos que provienen de la oposición mediática. Técnicamente, un simple programa de informe, panel e invitado, 6,7,8 opera sobre lo que Artemio López llama “audiencias redundantes”, y por eso resultó más efectivo como vehículo aglutinante de la “minoría intensa” posconflicto del campo que como reflejo del 54 por ciento obtenido en las elecciones del 2011. Más que periodismo militante, periodismo para militantes.
El otro extremo de la política cultural kirchnerista es Tecnópolis. Alejada de los ambientes microclimatizados de la política (incluso literalmente, tal como confirma su ubicación conurbanera), Tecnópolis es una iniciativa estatal completamente diferente de 6,7,8: como señala Martín Rodríguez, es el Estado proponiendo algo que luego la sociedad llena, lo que inevitablemente entraña un riesgo: como mínimo, el peligro del desinterés y la inasistencia; en la hipótesis más dramática, la posibilidad de que se generen los incidentes a los que está expuesto cualquier evento masivo.
Pero los riesgos de los macroeventos a lo Tecnópolis, ciertamente ajenos a los proyectos orientados al kirchnerismo sunnita, también aluden al modo en que cada ciudadano se apropia de la experiencia: en un informe transmitido por un noticiero cuando se inauguró la muestra se coló la opinión de una persona que felicitaba por la idea... al Gobierno de la Ciudad. Impulsada desde el Estado, que literalmente “invita” a los ciudadanos a visitarla, Tecnópolis es una iniciativa de carácter abierto que concede márgenes de libertad a quienes disfrutan de ella: nadie está obligado a memorizar la última Carta Abierta para pasar los arcos que llaman a “conocer el futuro”. Tecnópolis es amplia, masiva –por su última edición pasaron casi tres millones de personas– y, en el extremo, poco exigente.
Lo que no quiere decir despolitizada. Si la construcción de hegemonía en una sociedad democrática implica inevitablemente la apelación al otro, al que se encuentra del lado de enfrente del clivaje, al que oscila, tartamudea o duda, Tecnópolis puede ser más efectiva que las operaciones cerradas para los círculos de los convencidos. Es una forma de construir mayorías que se emparienta con otras iniciativas similares de la última década, como el Fútbol para Todos y los festejos del Bicentenario, con sus réplicas posteriores en la conmemoración de feriados o acontecimientos importantes en la misma línea de creación de “grandes escenas nacionales”, populares y gratuitas.
Insisto: aunque aparentemente neutra, Tecnópolis está lejos de ser un proyecto vacío de ideología. Cuando el Estado invita, y la sociedad acepta, se crea una conexión político-cultural sutil pero efectiva. Y que además conecta al kirchnerismo con la tradición peronista de “democratización del ocio”, con la idea de que la obligación del Estado no consiste sólo en garantizar la salud, la alimentación y los derechos laborales de la población, sino que también debe procurar la felicidad del pueblo: la redistribución de la felicidad, objetivo primordial de cualquier gobierno progresista, aunque a veces se distorsione por el ánimo burocratizador que le crea un organismo de nombre imposible, como el célebre Viceministerio de la Suprema Felicidad inaugurado por Nicolás Maduro en la siempre pintoresca Venezuela.
Revisemos rápidamente la historia. En 1945, el gobierno peronista extendió a todos los trabajadores las vacaciones pagas y el aguinaldo y en 1949 los convirtió en derechos constitucionales, lo que llevó a la creación de un amplio sistema de turismo popular gestionado por los sindicatos. En 1950 se inauguró el complejo de Chapadmalal (en uno de esos gestos simbólicos a los que, de Perón a Kirchner, son tan afectos los presidentes peronistas, el complejo fue construido en 650 hectáreas expropiadas a la familia Martínez de Hoz). Por esos mismos años, mientras se multiplicaban los hoteles y colonias sindicales, el peronismo lanzaba el servicio de trenes rápido a Mar del Plata con una nueva categoría popular, la turista. Poco después inauguró ese proto Disneylandia que es la República de los Niños, en 1954 concretó el primer Festival de Cine de Mar del Plata, al que asistieron Errol Flynn y Gina Lollobrigida, y el casino decidió cambiar sus normas de admisión: el carnet personal que se exigía para el ingreso fue reemplazado por un mucho más democrático sistema de entradas, mientras las elegantes fichas de hueso eran sustituidas por otras de plástico.
Como señala Elisa Pastoriza (La conquista de las vacaciones, Edhasa), Mar del Plata asistió a un desplazamiento de sus visitantes de clase media y alta, que huían del hormiguero en el que se había convertido la Bristol ante la invasión de cientos de miles de nuevos turistas que llegaban cantando felices en el calzado emblema del pueblo peronista. Muchos de los antiguos veraneantes se desplazaron a Playa Grande y de ahí a Punta Mogotes, mientras que otros optaban por Villa Gesell o Pinamar, una línea de balnearios pensados en un estilo totalmente diferente, menos urbano, con dunas y vegetación. Pero Mar del Plata consiguió retener a un sector de su clientela habitual y se convirtió en una metáfora del acuerdo social peronista, que como todo populismo es en esencia un movimiento policlasista.
También lo es, claro, el kirchnerismo, siempre oscilando entre el conurbano y Palermo, entre la militancia dura y la mayoría volátil, entre la gestión y la gesta. Es esta tensión, esta intraquilidad que le es inherente la que lo hace interesante y desconcertante, y la que explica los dos polos de una política cultural tan intensa como consciente.
Por eso conviene llamar la atención sobre un fenómeno reciente. En un país en el que todo se debate hasta el infinito, no debe ser casual la exitosa irrupción de otro programa netamente político en el prime time de la televisión abierta. Me refiero a Intratables, que todas las noches abre sus puertas a invitados de las más diversas orientaciones políticas al costo de una horizontalidad equiparadora que pone en el mismo plano al que maneja un tema a fondo, lo ha estudiado y tiene argumentos con el que habla desde la ignorancia o un prejuicio disfrazado de sentido común. A puro ensayo y error, Intratables rescata a viejas glorias olvidadas de la televisión y las pone al lado de periodistas en ascenso, y bajo una conducción respetuosa pero firme arma un batifondo de opiniones, datos y chicanas que reescribe el viejo apotegma de Warhol, porque quince minutos es una eternidad en un programa cuya única condición es que todos hablen corto, fuerte y rápido. Intratables no exige más ley que la ley del formato.
¿Su éxito nos habla de la Argentina que viene? Pareciera que sí, que de algún modo sintoniza con el espíritu del poskirchnerismo, cuyos principales referentes (Scioli, Massa, Insaurralde) ya han pasado por el programa o pasarán antes de octubre. Pertenecientes a una misma generación política, que nació en los ’90 y creció durante la última década, se trata de dirigentes que modulan otra intensidad ideológica, igualmente peronista pero más suave, que expresan una demanda de normalidad y se muestran reactivos a los refundacionismos. Pero que no viven desconectados de la sociedad, que es la que los ha llevado hasta donde están hoy. Empatizan con ella, y por eso no cuesta mucho imaginarlos inaugurando Tecnópolis.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur.
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