Sábado, 27 de diciembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
Solemos, con la palabra “curro”, aludir a una simulación oscura y provechosa, que parte de un respeto ficticio hacia aquello que sólo se practicará en términos de ventajas sigilosas y no declaradas. Su remoto origen, en el arte siempre impreciso de las etimologías, quizás haya que buscarlo en los sucesivos y oscuros usos populares de una expresión que, sin que nada sea seguro, acaso provenga del “corral” donde se encierra a los animales. Los rebotes misteriosos a lo largo de miles de años que dan las palabras, con sus sonidos e inflexiones, las hacen cargar significaciones de apariencia opuesta, pero son las necesarias bifurcaciones de todo idioma, nunca conforme con su carcelaria literalidad. Así, “curro” tiene acepciones de trabajo, acicalamiento, pendencia, explotación sexual. Y en una acepción que los diccionaristas convienen en que es sólo argentina, deviene en uno de los difundidos sinónimos de estafa, menos pesado que el desfalco, y más incisivo que un “cuento del tío”. De alguna manera curro es el reverso picaresco del trabajo.
¿Cómo definimos a un jefe de Gobierno de la ciudad capital de nuestro país? Como alguien que debe saber perfectamente las implicancias del uso de esta imantada y resbalosa palabra. Lo sabe, y saberlo implica que luego de usarla, deberá recurrir el posterior gambito de su desmentida. “Los derechos humanos son un curro”, ha dicho. Y los que de inmediato cuestionaron este asombroso “dictum” se encontraron con un movimiento complementario, la “desmentida”, que tiene el necesario componente de dejar flotar en la incertidumbre lo dicho (así opera más eficazmente) y proponerlo a la indulgencia con que tratamos los “lapsus” de la lengua. Pero, así, como lapsus, es que vale. Casi toda la conversación política que escuchamos entre no-sotros obedece a la lógica del lapsus, el disculpable resbalón del lenguaje que hace que lo dicho quede fresco e inactual a la vez. Hablar por medio de lapsus es hablar como el apostador del casino, arriesga fichas, calcula cuántas, las retira, las pierde, las vuelve a recuperar, hasta el balance final, la casa de empeños o la fina artesanía de la ficha que encaja, que produce efectos, que se introduce en el casillero ideológico adecuado. “Que avisa, que hace daño”, como dicen los relatores de fútbol ante la inminencia del gol.
En este caso, se trata de un grave embate contra los derechos humanos, que como disposición conceptual poseen, desde luego, cierta abstracción. Son una moderna figura del derecho, que alude a declaraciones como la del 1789 francés, o a la de las Naciones Unidas casi dos siglos después –no siendo las únicas–, que fundan un humanismo universalista. Ellas abren sin duda la discusión con las versiones culturalistas que pasan esos derechos por filtros de singularidades históricas atendibles, pero que en nuestro país no són solo un bello concepto abstracto de ribetes kantianos, sino que componen una de las claves descifradoras de nuestro inmediato pasado, con nombre y apellido.
Nada se dice casualmente, pero es cierto que el lenguaje político parece siempre un brote casual, y no pocas veces lo es, pero cuando se aloja en la particular selectividad de los medios de comunicación tiende a abonar las sumatorias prefijadas de las frases hechas, esos golpes performáticos que puede durar un día o superar su estado efímero y tornarse consigna de época. “Los derechos humanos son un curro.” Sin embargo, disculpen, dice el jefe de Gobierno. “No todos los derechos humanos”, esos que devotamente respetamos con la religiosidad de un Francisco de Vitoria, sino los que se han propagado en la conciencia social del país en las últimas décadas y forman parte de actuales políticas de gobierno. Traducción: son un curro cuando los derechos humanos surgen de las formas que adquirieron en la más reciente actualidad argentina. Y como la palabra curro, aun dirigiéndose a un público dispuesto a practicar el retroceso histórico que esto implica, parece demasiado exigente, se la transforma luego en un verdadero concepto equivalente, ya con valor de legislación circunspecta: los derechos humanos, tal como hoy practicados, serían una forma de revanchismo. Y así ya encontramos aquí un programa completo de acción, cuyo pivote consiste en enviar al desarmadero general de las ideas a uno de los pasos decisivos que, de Alfonsín a Kirchner, ha dado la sociedad argentina. ¿Tenemos los recursos profundos para responder estas jugadas que tienden a desvencijar lo actuado por la democracia adjetiva, como si fuera un Rasti mal aparejado, apto para ser desencastrado ya mismo entre la chacota del “curro” y los apóstrofes de cuño integralista de un ex mayor del Ejército?
El pensamiento del “curro” ha avanzado mucho en el país, en este momento de su historia, y de manera muy facilitada porque es palabra inscripta en nuestros hábitos y experiencias de hablantes. Cuando se convierte en una manera de hacer política, como sinónimo de lo que perciben como la ilegitimidad general de las biografías y de los discursos que señalan con evidente dramatismo el nervio de lo actual, entonces proviene de un grupo político (no es el único) que está encargado de las acciones genéricas de la retrogradación colectiva, a partir de ciertos artificios del lenguaje. Recordemos que así comenzaron. Cuando en cierto momento de la evolución del idioma coloquial en la ciudad de Buenos Aires, una porción de hablantes juveniles, en la fragua inesperada de las conversiones y reconversiones de la microscopía de los tratos diarios, comenzó a decir “va a estar bueno”, de inmediato hubo oídos para estos ingeniosos y casi imperceptibles forzamientos de la expresión. En las agencias de publicidad del hombre que pronunció la palabra curro, se comenzó a trabajar intensamente. Escuchar al pueblo, en los antiguos decires de la política, era una cosa. Para ellos, en cambio, es esta audibilidad del chascarrillo avispado en la puerta de una sandwichería.
¿De qué se trataba? De estar adentro del lenguaje colectivo que pasaba por su momento de transfusión a diversificadas formas de anhelo, apetencias, consumos culturales, industrias del esparcimiento. Sabían que investigaban un cimiento último de las cosas, que comenzó con la primera enseñanza impartida al futuro jefe de Gobierno porteño, sobre cómo dar largos saltos sobre adoquines –contra el habla abstracta que aludiría a kilómetros de macadam o de tuberías–, y concluye con el descenso al infiernillo del habla, para fincar allí al sujeto político, superar la propia idea –aun abstracta, de corrupción– y llegar a la piedra filosofal última. El curro de los derechos humanos. La máxima torsión para la que creen, en vísperas electorales, que el mundo social ya está preparado. Produciendo así el verdadero revisionismo histórico, no el que habla de batallas de siglos anteriores, sino el que sin revisar documento alguno ni remover viejos mitos de su lugar se coloca ante una brutal revisión y desmontaje del presente, como si hubiera sido una escenografía colocada de apuro por unos ocurrentes actores ambulantes.
¿Cómo lo hacen? Recurriendo a una vertiginosa contra-industria cultural. La que viene de los estratos marginales del habla, donde a veces bullen decisivos detritus que retratan con sombría singularidad un pensamiento que tiene más fuerza que el decir público de la política, y que se sitúa como yuyo sedicioso en los intersticios de las conversaciones solemnes. Pues bien, contra lo que puede pensarse, no hay que hacer lo mismo que ellos –aunque a veces pareciera que se lo intenta– pues para eso se dijo que se venía a recobrar una genuina productividad del ser político. La palabra curro tuvo tal fuerza que hasta la ha adoptado un digno fiscal, que debería redefinir su enojo, puesto que esta expresión agrieta también su participación en los juzgamientos a las juntas militares realizados en los años anteriores a éstos. Incluso, se notan los preparativos para poner la cuestión aun por detrás del propio prólogo de Ernesto Sabato al Nunca Más, que aun con situarse en una perspectiva que no ahondaba en las raíces últimas del conflicto, se basaba en una demonología que, sin duda, como parte de la literatura que él mismo escribía en aquellos tiempos, debemos ver hoy con nuevos atisbos que incluya que, incluso, ese texto también está en peligro. Comprendámoslo en nuestros intereses de reflexión y análisis. No nos privemos de declarar en público –también– los traspiés que evidentemente han ocurrido, en el dominio de los derechos humanos, en momento que los vimos también como un concepto abstracto, dándoles a las reparaciones un significado que, por ingresar muchas veces al campo del justo resarcimiento económico, corrían el riesgo de debilitar su sentido trascendente, no mensurable por las reglas comunes de ningún instituto público. Estas deben seguir actuando, como de verdad lo siguen haciendo. Pero, al mismo tiempo, no debemos descansar sobre ninguna leyenda a la que se la crea consumada por entero, pues a veces son las mismas leyendas –burlonas de la historia– las que dejan colar una palabra que las maldice para poner a prueba a los que cándidamente habitan en ellas.
* Director de la Biblioteca Nacional.
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