Sábado, 27 de diciembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Gabriel Pérez Barberá *
Alguna vez Zaffaroni sostuvo, con su habitual agudeza, que en verdad al sistema penal le resulta estructuralmente imposible perseguir al poderoso y que, si alguna vez lo hace, es solamente porque en ese momento el poderoso perdió en la interna del poder. Yo era muy joven cuando leí eso por primera vez, pero todavía hoy recuerdo el cóctel de sensaciones que me produjo: admiración por la lucidez en el diagnóstico, pero a la vez desazón, desilusión por la injusticia que implicaba.
Para mi fortuna, pasados algunos años mi experiencia personal –como abogado defensor y querellante, primero, y como juez, después– me demostró que esa hipótesis tan crudamente pesimista era susceptible de alguna matización. Porque pude constatar que es perfectamente posible que el sistema penal investigue e incluso condene a poderosos que no han perdido en la interna del poder, y que eso depende, en definitiva, de la actitud y del coraje de jueces y fiscales. En Córdoba, mi provincia, hubo y hay magistrados con esas virtudes, que así como no trepidan en investigar y condenar a varios años de prisión a personas socialmente desaventajadas, con el mismo rigor investigan y condenan a numerosos delincuentes “de cuello blanco”. En rigor, es en el entorno, en el “afuera” del sistema penal, donde está el núcleo del problema. Allí se urde el entramado de presiones, tentaciones e insinuaciones para inclinar la cancha judicial en una determinada dirección. El buen magistrado puede y debe soportar esas presiones, hacer caso omiso de ellas y resolver conforme a derecho. Así operan de hecho muchos, muchísimos jueces y fiscales de probidad incuestionable. Y esa praxis honesta, que es una innegable virtud de gran parte de nuestro sistema de justicia, obviamente adquiere el significado de un problema para el poderoso que no está dispuesto a dejarse rozar por el sistema penal.
Observamos entonces, en estos tiempos, un fenómeno que no sé si es nuevo, pero que a mí al menos se me presenta como sumamente peculiar: la utilización del derecho penal para evitar el derecho penal. No sólo a nivel federal, también en Córdoba (y seguramente ocurrirá lo mismo en otras provincias) asistimos con frecuencia cada vez mayor al patético espectáculo de que fiscales o jueces de honestidad irreprochable son denunciados penalmente cuando investigan o juzgan causas en las que están en juego grandes intereses, sobre todo económicos. Por lo general, las denuncias son tan antojadizas que produce estupor que, en ocasiones, encuentren incluso algún eco en los mismos tribunales. Eco corto, porque la arbitrariedad, más temprano que tarde, queda patentizada. Pero suficiente para, por lo menos, generar dificultades en ciertas investigaciones en curso. Asistimos, en fin, a un manoseo vulgar del derecho penal por parte de esos denunciantes y de unos pocos operadores jurídicos que deciden dar curso a tales presentaciones y avanzar con ellas, aunque sea durante algún tiempo. El caso más conocido es, sin dudas, el del fiscal Carlos Gonella, pero insisto: no es el único. Se trata ya de una práctica extendida, también aplicada lejos de Buenos Aires, con menos repercusión pública pero idénticos propósitos.
Tengo la impresión de que esto se traducirá en muchos problemas –y graves– en el mediano plazo, relacionados con la legitimidad del derecho penal frente a la sociedad. De todos esos problemas mencionaré aquí solamente dos. En primer lugar, la falta de seriedad en el manejo del derecho penal en determinadas causas puede generar la impresión de que la aplicación del derecho penal nunca puede ser seria. El descreimiento social en el derecho penal que deriva de esta impresión es, obviamente, funcional a quien, desde posiciones de poder, comete delitos graves y no quiere que se lo investigue por ello. Se entiende entonces que personas ligadas a esa clase de delincuencia incurran en esa práctica constante de la denuncia arbitraria contra magistrados honestos, y flaco favor se le hace a la Justicia si esa práctica es estimulada desde la Justicia misma. En segundo lugar, la proliferación de denuncias e investigaciones de esa calaña puede que lentamente produzca en la sociedad el efecto del cuento del lobo, y que así una denuncia seria contra un magistrado que sí corresponde que sea investigado penalmente o por su mal desempeño quede mezclada en el mismo lodo con todas las demás. Vemos entonces cómo esta práctica puede ser funcional también a la corrupción judicial genuina, que la hay, y que apenas está separada por una línea muy delgada de la delincuencia económica, casi tan delgada como la que, en ámbitos muy diferentes, separa a algunos policías de los delincuentes a los que estamos más habituados a ver como tales.
* Juez de la Cámara de Acusación de Córdoba. Profesor titular de Derecho Penal en la Universidad Nacional de Córdoba.
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