EL PAíS › OPINIóN

Lo visible y lo invisible

 Por Diego Tatián *

Por una superposición iluminadora y casual, cuando ocurrió la muerte del fiscal Nisman acababa yo de releer ¿Quién mató a Rosendo?, originalmente redactado como un conjunto de notas publicadas en 1968 en el semanario CGT, en las que Rodolfo Walsh se propone –y logra– develar el misterio de un triple asesinato que tuvo lugar dos años antes en la pizzería La Real de Avellaneda –finalmente impune debido a las complicidades de la trama policial, judicial, periodística, sindical y política de entonces–. Se trata, como se sabe, de una de las más importantes piezas de investigación militante, posicionada con la CGT rebelde contra el vandorismo, que había contribuido a la caída de Illia y se había incorporado de inmediato al régimen de Onganía, con el que negoció la persecución de miles de obreros combativos en los sindicatos argentinos.

Hoy el país se encuentra conmovido por una muerte política, en una situación muy diferente a la de Walsh, quien realizó su investigación en soledad durante una dictadura y desde una perspectiva revolucionaria. Las palabras finales del texto, sin embargo, resplandecen ahora como según Walter Benjamin lo hace la memoria en un momento de peligro: “Los ríos de tinta –concluía– que en mayo y junio de 1966 presentaron a los agresores como víctimas y a los atacados como asesinos, no han desandado su curso hoy que el ‘misterio’ está aclarado. La prensa del régimen no ha retirado una coma de lo que falsamente dijo. No esperaba yo otra cosa. Esta denuncia ha transcurrido en el mismo silencio que Operación Masacre... Ese silencio de arriba no importa demasiado. Tanto en aquella oportunidad como en ésta me dirigí a los lectores de más abajo, a los más desconocidos”.

Entre Walsh y nosotros han pasado muchas cosas –entre ellas su propio asesinato y el de una generación entera, junto con la devastación colectiva que su Carta de 1977 es la primera en comprender en su tremenda magnitud–. Como resultado de una larga marcha –casi nunca victoriosa– por la transformación cultural y social, la actual invención democrática latinoamericana –que asume, sin repetirla, la herencia revolucionaria y toma debida nota de su significado– ha probado ser la senda de cambios reales que vale la pena transitar; ha probado que la democracia puede ser sustantiva sin dejar de ser formal, sin relegar calidad institucional y sin menoscabar los derechos civiles de las personas, y ha probado ser capaz de enfrentar poderes y privilegios que obstruyen la producción de igualdades –cosas todas que no eran para nada obvias.

Por eso mismo es que se halla amenazada por una trama de intereses corporativos no muy diferentes de los que bajo una configuración diferente supo denunciar la pluma de Walsh, uno de cuyos legados es la confianza en “los más desconocidos”. Esa confianza walshiana, que debemos hacer nuestra, está más allá de cualquier esperanza puramente especulativa y de cualquier optimismo banal: no es un abandono al concurso de la historia ni del progreso, ni siquiera sólo de la memoria. Es una confianza activa que se compone con la “memoria activa” cultivada por el pueblo argentino desde hace ya muchas décadas.

Es el registro de una potencia popular concreta y múltiple en curso de producir efectos sociales, que algunas veces es vital y manifiesta –opina, gana elecciones, llena plazas, genera derechos...–, y otras veces está ahí como una fuerza invisible, retenida pero poderosa, que forman “los de más abajo”, los comunes, los raros, los incontables; cientos de miles de trabajadores –sindicalizados o no–, las organizaciones juveniles, los movimientos sociales... El kirchnerismo ha logrado conformar el único sujeto político relevante realmente existente en la Argentina actual –imposible de ser sustituido por un aparato mediático, cualquiera sea su poder de daño–, sin que ello sea necesariamente equivalente a una mayoría electoral –que siempre es eventual– como lo es hasta ahora.

Esa fuerza popular visible e invisible constituye un poder democrático evidente que ojalá permita al kirchnerismo profundizarse a sí mismo hacia la izquierda. No hay garantías preestablecidas de que así suceda. Ello dependerá de la evolución que adopten las fuerzas en conflicto; dependerá de que el kirchnerismo no renuncie a sí mismo ni se malverse por puro pragmatismo; dependerá además de la formación de una izquierda autonomista capaz de tensionar una radicalización del proceso político no sin antes explicitar un reconocimiento de las conquistas populares logradas en la última década y una disposición a su cuidado –pienso por ejemplo en las sumamente interesantes posiciones que sostienen frente al PT el Movimiento sin Tierra o el Movimiento de los Trabajadores sin Techo de Brasil, cuya compleja lucidez, salvo muy contadas excepciones, es aún inexistente en la izquierda argentina–. La prosecución de la fecunda experiencia política latinoamericana dependerá, en fin, de lo activos que seamos capaces de ser en la confianza democrática recibida como herencia de tantas generaciones malogradas.

* Profesor de la Universidad Nacional de Córdoba.

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