Sábado, 16 de mayo de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Julio Maier *
La ley, buena o mala, es una prerrogativa del Poder Legislativo, su función principal y su modo de existir, según se comprende casi onomatopéyicamente, unido a su carácter de representación popular y, entre nosotros, de las provincias federadas argentinas. Es comprensible y acaso saludable que entes colectivos, incluidos aquellos integrados por funcionarios del Poder Judicial, critiquen los proyectos, las leyes sancionadas y las promulgadas con los mejores argumentos, pero es intolerable que una asociación de funcionarios judiciales, por enorme o mayoritaria que ella sea, se dedique a pergeñar mecanismos para lograr decisiones judiciales que inhabiliten una ley, la tornen inaplicable o retrasen su puesta en vigencia práctica. Esto es aquello que, según he leído y escuchado, ocupa actualmente a algunos de los dirigentes de la Asociación de Magistrados y Funcionarios del Poder Judicial de la Nación, que prometen andanadas de amparos en contra del nuevo Código Procesal Penal de la Nación o de sus leyes complementarias.
Nuestra práctica judicial tiene muy a flor de piel la llamada “declaración de inconstitucionalidad”. Ya he dicho varias veces que tal “declaración” debería ser inexistente en nuestro Derecho pues, incluso siguiendo a pie juntillas el llamado sistema difuso de control de constitucionalidad –esto es, conforme a una explicación sencilla, para el ciudadano de a pie, desprovista de todo arte literario jurídico, aquella que confiere poder a todos y cada uno de los jueces de este país, provinciales y federales, para declarar esa “inconstitucionalidad”, un verdadero despropósito sistemático–, la tan fastuosamente llamada “declaración” no es otra cosa que la exposición de motivos que un juez hace pública para fundar la norma que aplica y que no aplica para decidir un caso concreto. Este increíble exceso y la facilidad con la que los jueces argentinos tratan un problema excepcional, la inaplicabilidad al caso concreto de una norma legislativa por oponerse a la Constitución Nacional, ha terminado por transfigurar nuestro sistema jurídico y judicial al quebrar los límites naturales del Poder Judicial, único Poder estatal que no proviene de la elección popular –al menos hasta ahora–. En verdad, el calificativo de “inconstitucional” para una norma significa –otra vez en términos vulgares– no me gusta su contenido, aquello que expresa y para lo que sirve.
Creo que va siendo ya hora de que, sobre todo los juristas, principales responsables de este desaguisado, reaccionen contra esta realidad judicial y este sistema que confiere poder a decenas de miles de jueces y funcionarios judiciales de cualquier instancia y función para no aplicar reglas parlamentarias o legítimas en su promoción y sanción, e inhabilitarlas conforme a la organización vertical de nuestra judicatura. Si prescindo de la reforma de la Constitución Nacional, mecanismo también excepcional, porque no conviene estar tocándola cada vez que se presenta un problema jurídico, no diviso otro medio para ello que la derogación de la ley 48 y el conferir sólo a nuestra Corte Suprema, con la actual u otra integración, el control de constitucionalidad. No teman, existen modos y formas en el Derecho comparado para atacar la cuestión.
* Profesor titular consulto Derecho Penal y Derecho Procesal Penal UBA.
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