Miércoles, 18 de noviembre de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Luis Alberto Quevedo * e Ignacio Ramírez **
El debate del domingo estableció un punto de no retorno. De aquí en adelante difícilmente un candidato a presidente se niegue a debatir en vísperas de una elección. La ecuación entre incentivos y costos para asistir se ha invertido en favor de participar, independiente del lugar en las encuestas. En este sentido, el debate se configura en nuestra cultura política como una escena central (aunque no la única) de una carrera presidencial, una escena que aparece vinculada –a través de un hilo histórico invisible– con los antiguos duelos, donde el honor y los desacuerdos se dirimían a los sablazos (no casualmente el verbo esgrimir se desliza habitualmente al campo de la persuasión). Una escena que en el siglo XXI aparece sublimada, como un gesto “civilizatorio” (para usar términos de Norbert Elias), en la arena de las disputas políticas.
Ahora bien, existen debates sobre los debates, es decir divergencias en relación con su impacto sobre la calidad democrática. Expuestos esquemáticamente, se advierten dos discursos de simétrica exageración: por un lado quienes los celebran como un salto cualitativo de la democracia, como un mecanismo cuya implementación inauguraría una democracia deliberativa donde la argumentación racional asfalta el camino hacia el poder. Este tipo de discurso defiende hasta la fetichización el rol de los debates televisivos y considera que su ausencia constituye un signo de baja salud democrática. Una perspectiva más “apocalíptica” percibe que los debates televisivos, como el del domingo pasado, constituyen un acto de colonianismo de los lenguajes televisivos sobre las pasiones políticas, en el límite, una degradación de la política: un ámbito en el que la retórica publicitaria vence sobre los contenidos programáticos. Para los primeros, el debate mejora la representación política en el sentido republicano del término, mientras que desde la perspectiva crítica, los debates televisivos acentúan el carácter de representación de la política en el sentido teatral del término.
Entonces, ¿qué preferimos? ¿Deliberación a cielo abierto o reino de la discursividad manufacturada? ¿Reconstruir el ágora donde impera la argumentación o entregarnos definitivamente al artificio de las cámaras? Ni lo uno ni lo otro e, inevitablemente, un poco de ambas cosas. Los debates nunca están exentos de artificio pero muestran la mejor cara de los candidatos: en un debate concurren y negocian la espectacularización de la política y la politización del espectáculo.
Es insoslayable que los debates televisivos son el escenario en el que la personalización de la política alcanza su realización más plena. Las abstracciones ideológicas, las historias políticas, los programas de gobierno y los partidos o grupos de interés se condensan allí y personifican en, en el caso del domingo pasado, dos personas. De cualquier manera, este enfoque suele ser exagerado y transformado en un romántico decadentismo, según el cual una ingeniosa ocurrencia, una frase bien armada, puede decidir el destino de un proceso sociopolítico. Ni tanto ni tan poco. Nadie gana un debate por una frase genial o una acusación definitiva. En realidad, los debates no se ganan, pero se pueden perder: un error no forzado, la duda en una respuesta o un concepto fuera de lugar pueden ser agigantados por la lupa de las cámaras y le hacen pagar costos a un candidato. Pero también es cierto que el ciudadano –que está formateado por los grandes eventos que consume en los medios– disfruta de las confrontaciones, le interesa un debate siempre y cuando se debata de verdad. Los niveles de rating alcanzados el domingo, impulsados desde coberturas televisivas que inyectaban folklore y ansiedad más propios de un partido de fútbol, son elementos que nos habilita una mirada menos apocalíptica.
De cualquier manera, conviene no perder de vista una obviedad a la hora de analizar la calidad e impacto de un debate: el formato condiciona su desarrollo, las reglas no son inocentes y tampoco su implementación. Desde el diseño escénico hasta los tiempos prefijados y los micrófonos que funcionan o se apagan desde un control central, justamente, para garantizar que no haya debate, hacen posible que la balanza se incline hacia un lado. No el voto, sino la calidad del debate. No el resultado final, pero si la manera en que los candidatos están dispuestos a exponerse o protegerse. El dispositivo puede ahogar la discusión franca y abierta o la puede potenciar.
En este sentido, y reconociendo la validez de su esfuerzo, surge la necesidad de examinar el dispositivo que planificó la ONG Argentina Debate. No fue una idea sin negociaciones, eso lo sabemos. Posiblemente, uno de los aprendizajes sea, justamente, que este dispositivo de debate deja escaso lugar para... el debate. Los candidatos enunciaban propuestas y hacían preguntas casi con la lógica de quien envía un mail, pero no hubo intercambio de ideas, repreguntas, interrupciones y... debate en tiempo real que justificara justamente la copresencia del otro, allí, en un espacio compartido. El debate fue, en este sentido, el despliegue de dos exposiciones paralelas con aisladas intersecciones, lo cual castró la generación de un acontecimiento, la irrupción de algo inesperado que quebrara las costuras de los guiones.
La televisión –como otros medios de comunicación– concentra en su pantalla muchos lenguajes: el gestual y corporal, la retórica política, la capacidad de comunicación televisiva de los candidatos, el lugar de quienes preguntan, las reacciones del público, el dispositivo de posicionamiento (incluyendo la iluminación que en este caso fue dañina para ambos candidatos) y finalmente el uso de las cámaras. Son muchas decisiones y muchos los lenguajes que se ponen en juego. ¿Se imponen allí a la retórica estrictamente política? Claramente no. Pero todos los otros lenguajes, cuando aparecen como evidentes construcciones de asesores, no solo pierden su eficacia sino que aburren y desencantan a los ciudadanos. Cada debate entraña una promesa de contingencia que el formato que lo estructura no debiera anular, para no ahogar un rasgo constitutivo de las habilidades que se ponen en juego: el repentismo, la repregunta incisiva, la picardía política que deja al desnudo un posible simulacro. El interés del televidente se alimenta de una expectativa latente: está esperando un momento excepcional, un momento de autenticidad (donde el humor se vuelve un arma mortal cuando es bien usado): en algún sentido, un debate vale por ese momento en que se rompe todo lo que estaba planificado... y esto casi no existió en el debate del domingo pasado.
Para que la representación actoral no devore del todo a la representación de ideas, deberemos imaginar dispositivos de debate que supongan tiempos algo más largos para los candidatos y más breves para los periodistas. Minutos libres de discusión, como en la vida, en la calle, en la política cotidiana. La distribución de tiempos, excesivamente pautada, resultó inadecuada para la exposición de ideas y propuestas. Pero sobre todas las cosas, el dispositivo resultó insuficiente para poner en debate tales propuestas: casi no vimos propuestas y casi no hubo política, esto es: interacciones en torno de un desacuerdo. Sabemos que el medio es el mensaje, es decir que no cabe distinguir entre contenido y forma, pero las promesas incumplidas del espectáculo (que algo ocurra allí, donde hay dos hombres caminando por una cuerda que se tensa y se afloja) seguirá incumplida en la medida en que los formatos, los moderadores y todo lo que envuelve la escena en un momento se vuelvan invisibles y permitan la irrupción de la política.
* Sociólogo, director de Flacso Argentina.
** Sociólogo, director de Ibarómetro.
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