EL PAíS › EL PLAN ENERGETICO, UNA RESPUESTA POLITICA A UNA CRISIS NO PREVISTA

Volvé, Estado, te perdonamos

Los anuncios en el Salón Blanco resitúan una discusión ideológica no ya sobre privatizaciones, sino sobre un modelo de país y de Estado. De qué se trata. La centroizquierda adeuda un debate. Enarsa, un fin noble, cuya asignación de medios es un misterio. Un Plan de Negocios en camino. Lo que anhela Kirchner de la nueva empresa. Y una fábula de regalo.

 Por Mario Wainfeld

OPINION

El Plan energético presentado en sociedad el martes pasado, como antes el de Seguridad, fue una respuesta del Gobierno a una crisis que no supo prever. En ambos casos, se procuró una respuesta vasta, diríase enciclopédica, para demostrar que se tomaba el toro por las astas y que la problemática en cuestión es compleja, susceptible (o mejor requirente) de abordajes variados.
Las similitudes son patentes, pero entre las dos enciclopedias K media una diferencia de esencia: la seguridad se abordó, básicamente, con la letra (en parte con el espíritu) de la derecha nativa que primerea en ese tópico. La propuesta energética tiene un tinte ideológico más afín al discurso que viene enunciando el Presidente desde que ganó las elecciones. “Kirchner –dice un incondicional del Presidente que atiende en Balcarce 50– es un obsesivo que se interesa en todos los temas. Pero en lo que hace a energía y petróleo tiene un saber acumulado de años y una visión estratégica muy precisa.” Aún sin compartir el entusiasmo de los allegados al Presidente, cabe reconocer que las señales y los anuncios emitidos el martes desde el Salón Blanco implican un cambio de tendencia. La suba de las retenciones, la creación de Enarsa y el reclamo explícito respecto del precio de gas en garrafa recolocan al Estado en un rol que nunca debió abandonar. Poner coto a la lógica del capitalismo agresivo, imprevisor, prebendario, insolente y engrupido que el menemismo nos legó.
Al cumplir un año de gestión, tras haber recuperado dosis inesperadas de poder político, el Presidente intenta restaurar el rol del Estado, algo ineludible si (como él dice cada vez que habla en público o en privado) su objetivo es desandar más de una década de desvaríos político-ideológicos. En la posguerra del ’45, tiempos en que “estaban de moda” los Estados benefactores de la mano del peronismo, la Argentina erigió, sin duda, el más vasto e inclusivo Estado benefactor de América latina. En los ’90, tiempos en que “estaban de moda” los ajustes neoliberales, la Argentina gobernada por otro peronista, cometió una de las reconversiones más brutales de que se tenga memoria. Los tiempos vuelven a cambiar, soplan ahora aires propicios a la integración regional, al neokeynesianismo templado, condimentado por la devoción a los equilibrios fiscales. Sin proponer moraleja alguna, dada la vastedad del tema, cumple al cronista señalar que es otro peronista quien gobierna este peculiar terruño.
La lógica de los ‘90
El salvajismo de la entrega del patrimonio público de la era Menem no fue “silvestre”, mera derivación de las astucias de cuatro pillos. Estaba orientado a la concentración de las riquezas, de los saberes, de los prestigios. Del poder, vamos, que de eso se trata. Las privatizaciones engarzaban en un esquema más general. “Las condiciones de monopolio no han resultado de factores insalvables (...) sino más bien se constituyeron en uno de los atractivos centrales del negocio de las privatizaciones”, explican dos especialistas en la materia (Mabel Thwaites Rey y Alejandra López. Fuera de control. Editorial Temas) y dan en la tecla. La concentración de los poderes económicos y la dilución de los poderes y solidaridades populares fueron objetivo del nuevo modelo.
Lo que se desguazó no fue, apenas, la trama de las prestaciones de servicios públicos, sino el Estado para agredir en su viga de estructura a una sociedad relativamente integrada, con alto nivel de empleo y fuertes tendencias a la búsqueda de igualdad. El Estado benefactor, o el Estado social si se prefiere no es sólo, ni principalmente, el gerente de ciertos servicios públicos. La función indelegable de un Estado es procurar los atributos básicos de la ciudadanía a todos los pobladores de su territorio y arbitrar no apenas entre ricos y pobres sino también entre regiones y generaciones. Un Estado Nación es un sistema de solidaridad implantado en un territorio determinado, entendiendo por solidaridad (como explica inmejorablemente el sociólogo francés Pierre Rosenvallon) “una forma de compensación de las diferencias, que se caracteriza, por lo tanto, por una acción positiva de reparto”.
Reparto que exige un Estado presente y activo, atento al equilibrio intertemporal, celoso de la custodia de los derechos de quienes no pesan en el juego del mercado por ser viejos o por ser chicos.
Domingo Faustino Sarmiento dijo, al menos, una zoncera infernal, aquella que pregona que “la República Argentina es una e indivisible”. La Argentina, por contra, es desde sus albores un país vastísimo y muy desparejo incluso en la riqueza relativa de sus distintas regiones. En un libro desafiante por muchos motivos (“Entre la equidad y el crecimiento”, Editorial Siglo XXI), Lucas Llach y Pablo Gerchunoff subrayan dos datos estructurales de la Argentina: la búsqueda de la equidad con más énfasis que en otras sociedades y la desigualdad económica entre distintas regiones. La “noble igualdad” predicada por el Himno patrio es una noble utopía, los módicos acercamientos que logró la Argentina en años mejores no fueron producto de manos invisibles sino de intervenciones políticas decididas.
La corporación política, mayoritariamente, eligió desbaratar en una década adquisiciones de casi todo un siglo. No ya más la igualdad, ni el planeamiento ni la solidaridad. Una sociedad fragmentada, individualista fue la matriz elegida. El darwinismo social fue su sesgo esencial. Menem, un psicópata astuto y oportunista, captó que la hiperinflación disciplinaba e intuyó que el desempleo lo haría aún más.
La integración territorial (precaria, muy dependiente del puerto, pero siempre buscada) se dejó de lado con una suerte de perversa alegría. Un sarcasmo de la historia recuerda que una empresa de telefonía privada se jactaba de haber llevado comunicación a un pueblito de la Patagonia, Clemente Onelli. Los creativos publicitarios, como suele ocurrir en su métier, entendían el eje del problema y lo disfrazaban. En verdad, la entrega del patrimonio colectivo produjo muchos más pueblos fantasmas que gauchos hablando con sus respectivas viejas. El desmadre de YPF prohijó las primeras manifestaciones piqueteras en algunos de esos pueblos, ubicados en los confines más australes y más boreales del territorio nacional. Nada es casual.
Nada fue imprevisto, ni los monopolios, ni la desigualdad, ni el desbaratamiento de las economías regionales. Si bien se mira, hasta la ostentación de la riqueza, un irritante pecado venial en el que incurrió María Julia, también tenía un sentido. Era agredir el modo de pensar (igualitario, a menudo agresivamente igualitario) propio de la cultura política argentina.
Ese nefasto proyecto de país contó con aprobación académica, cultural y el acompañamiento suicida de mayorías electorales. Como pudieron (a medias), cuando pudieron (tarde los más) muchos argentinos pugnan desde hace algo así como cuatro años por salirse de ese círculo infernal. Mejor tarde que nunca, es auspicioso que se comience a caminar en otro rumbo, en el que la restauración del Estado es esencial.
Por izquierda, nada
Intervenir pujando por una baja en el precio de los garrafas es asumir una tarea que jamás se debió abandonar. Proponer 600 puestos de expendio es quedarse muy, muy corto. Como también podría alegarse acerca de las retenciones, la tendencia por la que optó el Gobierno es correcta, mas el quantum que traduce a hechos sus decisiones, tal vez no esté a la altura de sus designios.
Esa asimetría entre lo prometido y lo instrumentado amerita una buena discusión ideológica, que sigue faltando. El Gobierno rumbea a centroizquierda y habilita “ser corrido” desde ese lado. Un debate que le vendría muy bien al ágora democrática y al Gobierno mismo, pero que no aparece. Debatir en serio impondría a la oposición de centroizquierda y a los aliados transversales profundizar sus planteos, laburar más. Amoldarse a un gobierno que no facilita un oposicionismo automático como sí generaron el menemismo o a la Alianza. Por ahora, en Argentina no se consigue.
Así las cosas, las medidas del oficialismo quedan sujetas a discusión “por derecha”. La derecha local, rústica, pero menos inadvertida que la centroizquierda cuando advierte un desafío ideológico, muestra los dientes en tamañas circunstancias. En estos días, el rebusque fue volver a agitar el espantajo revolucionario haciendo un mundo de la torpeza (¿la provocación?) de un grupo de piqueteros que, por decirlo con un eufemismo, nulo favor le hizo a la lucha contra la criminalización de la protesta social. Pero volvamos al núcleo.
¿Y la gestión?
Las decisiones del Gobierno no sólo tienen contradictores externos, que al fin y al cabo es lógico que existan, están dentro del inventario. También chocan con los límites que le impone la propia gestión oficial, que es mucho más morosa e imprecisa que los mensajes públicos de Kirchner. Parafraseando al General, las decisiones van en ascensor, las medidas por escalera.
A título de mera aproximación a un tópico complejo y multicausado valga señalar que el Presidente no es ajeno a esa morosidad. Con escasa tendencia a la delegación y excesiva inclinación a apurar los anuncios, el propio Kirchner forma parte de un problema cuya mención irrita humores en la Casa Rosada, pero que es un dato de la realidad.
Por salirse nada más que unas líneas del tema energético, vayan un par de ejemplos de estos días acerca de la morosa implementación de objetivos de gestión: a) tras meses de anuncios, se concretó la implementación de la tarjeta de pago del Plan Jefas y Jefes... pero sólo para una parte menor del universo sus beneficiarios. b) El ambicioso Plan de Seguridad también muestra sus baches, que deberían merecer un tratamiento más extenso. Baste decir, por ahora, que muchos proyectos de ley siguen pendientes de realización y que, según comentan algunos contertulios de Gustavo Beliz, en su implementación parece desdibujarse uno de los objetivos oficiales más ambiciosos: la Agencia Federal o FBI criollo.
En cuanto a Enarsa, es valorable que se intente paliar la indefensión pública tras la entrega de YPF y la renuncia a la renta petrolera. Y es de desear que la nueva empresa pueda recuperar la indelegable función de determinar precios testigo y regular la competencia, de otro modo oligopólica y extranjerizada. Pero queda pendiente saber si son suficientes los medios asignados a esos fines. La iniciativa primaria de la creación de Enarsa fue del mismo Presidente, cuenta uno de sus circunstantes, a partir de conversaciones con sus pares el chileno Ricardo Lagos y el boliviano Carlos Mesa. Esos diálogos lo persuadieron de la necesidad de contar con una Agencia estatal de energía.
A decisión tomada, falta lo esencial, que en este caso no es invisible a los ojos, pues de normas y de efectividades conducentes se trata. La ley respectiva no se conoce y aunque en la Rosada se diga lo contrario, todo induce a creer que al momento del anuncio no estaba siquiera redactada. Y su “Plan de negocios” se está urdiendo ahora mismo, a toda velocidad en oficinas del Gobierno, días después del anuncio. “El Plan de Negocios dará la medida del capital social” narra a Página/12 un ministro metido en la discusión, pero se guarda de barajar cifras concretas. Será una referencia imprescindible para sopesar la entidad de la acusación de Rodolfo Terragno en el sentido de que Enarsa es una inoficiosa PYME.
El Presidente, según le comentó a Carlos Reutemann en la sugestiva reunión que mantuvieron el miércoles, aspira a una empresa dinámica “que entre y salga” de diversos aspectos del negocio petrolero, amén de la exploración off shore, un tramo riesgoso y caro. A tal fin considera esencial la activa presencia existencial de integrantes del Directorio, provenientes del sector privado, según le comentó a Lole. “No tiene que ser un Ministerio” proponen voces oficiales, aludiendo a la sobrecarga burocrática que suele afectar a lo público. Exequiel Espinoza, el chubutense que presidirá la sociedad anónima, es considerado en la Rosada un hombre “del sector” con experiencia empresaria, ya que fue “número tres” de José “Pepe” Estenssoro. Un antecedente controversial, claro está. Amén de Aldo Ferrer, el Gobierno aspira a sumar otro economista de primer nivel, afín a las líneas maestras de la política económica oficial.
Pero, amén del factor humano, hará falta dinero, mucho dinero, invertido en un emprendimiento enfilado al mediano y largo plazo. Dos grandes relegados del modelo menemista que es bueno tener en cuenta, pero que requieren asignaciones de recursos no simples de defender de cara a una sociedad habituada al cortoplacismo. Uno de los triunfos persistentes del neoconservadorismo criollo, plasmado (como todo triunfo perdurable) en el lenguaje, fue aquella de llamar “gasto” a toda erogación estatal dejando el (más querible) vocablo “inversión” para la actividad privada, fuente de toda razón y justicia.
Otros guarismos
Si de números hablamos, convengamos en que el Gobierno no las tiene todas consigo a la hora de ponderar el costo de la crisis energética. Hasta ahora la estimación más cercana a lo oficial y a la precisión fue la vertida en el “Informe de Inflación”, del segundo trimestre de 2004 del Banco Central. Allí se sopesó que el impacto “debería estar por debajo del uno por ciento del PBI en el segundo semestre del año”. Un cálculo que enardeció en su momento a Julio De Vido, aunque hoy día no da trazas de ser exagerado, sino más bien cauto. En Economía siguen rehusando hacer cuentas, pero se sigue orando a la espera de los últimos índices de crecimiento de la industria y temiendo que alguna merma tenga desmedidos impactos psicológicos en los inversores.
La crisis desatada en Brasil, el aumento en el precio del petróleo y la anunciada suba de las tasas de interés en Estados Unidos son malas nuevas para el Gobierno, aunque nadie tenga la osadía de cuantificar su impacto.
Las profecías de la City, las del propio Informe de Inflación ya citado y la intuición de los allegados a Lavagna, usualmente divergentes, concordaban en imaginar que la situación de Brasil mejoraría, algo, en 2004. Un crisis en el país hermano y vecino es siempre un problema y cuesta creer que su efecto tienda a circunscribirse a los exportadores argentinos a Brasil, tal como profetiza algún ala optimista del oficialismo.
Al Gobierno más le valía que nada cambiara mientras entra en sus meses finales la negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los acreedores privados. Pero el tablero mundial amenaza con temblores que trascienden largamente al Mercosur, lo que hace aún más peliaguda la labor de los negociadores argentinos. Quieras que no, los representantes del Gobierno deberán hacerse cargo de las dudas que detonó la crisis energética. Respecto de la coparticipación, es patente que el oficialismo apuesta a meter la discusión en el freezer y convencer a los acreedores foráneos de que esa transgresión mejorará sus chances de cobrar. Queda la duda acerca de la porosidad de las contrapartes a ese planteo, que los llevaría a borrar un par de capítulos de sus Manuales de Estilo. Se verá.
Fábula involuntaria
La crónica semanal, que algo tributa al azar, a veces se empaca en proponer moralejas. María Julia Alsogaray, defendiéndose de modo taimado y arrogante en Comodoro Py, tratando de justificar sin comprobantes un crecimiento sideral de su patrimonio, vale como símbolo. Lo suyo no es un “caso” individual. Ella integró, por pergaminos propios, la elite a la que, con el peronismo a la cabeza, se confió el nuevo diseño del país. Un modelo cuyas secuelas pagamos todos los argentinos, en proporción inversa a nuestra respectiva riqueza material. A modo de fábula, genio y figura, una militante del “Estado del retorno” reaparece en escena. Justo cuando, en pos de rehacer lo que ellos destruyeron, la Argentina busca en defensa propia el retorno del Estado.

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