EL PAíS › ESTA SEMANA SE DISTRIBUYE BUSCADA, DE LAURA GIUSSANI, LA BIOGRAFíA DE LILI MASSAFERRO QUE ES TAMBIéN UN RETRATO DE LA RADICALIZACIóN DE UNA GENERACIóN.

De musa a montonera

Por Laura Giussani

Primero escucharon las frenadas. Seis coches rodearon la quinta Dixie de Tortuguitas donde Lili vivía junto a Paco Urondo, su hija Claudia –que estaba embarazada– y su compañero Sebastián “Jote” Koncurat. Eran las tres de la mañana del miércoles 14 de febrero de 1973. Las puertas cayeron de manera estrepitosa. Lili escuchó pasos apurados en medio del silencio. No tuvo tiempo de hacer nada. Sabía qué iba a ocurrir. Los días anteriores al allanamiento había percibido invisibles miradas en la nuca que la obligaron a acelerar el paso, doblar por las esquinas y perderse por calles desconocidas hasta sentirse a salvo. Todo empezó la tarde en que el casero de la quinta le acercó un cuaderno que habían dejado olvidado en el jardín. Planos, apuntes, relevamientos de lugares para posibles operativos. “Paco, nos tenemos que ir”, dijo. “Calmate, Lili, ya vamos a ver qué hacemos, vamos a hablar con la Gorda Alicia a ver qué opina.” Luego nada cambió, todos olvidaron el asunto, menos Lili. La vida transcurría tranquila ese verano.
Tiradas las puertas, comenzaron los gritos. En la casa nadie reaccionó, los policías parecían asustados, recorrieron las habitaciones y a los empujones obligaron a todos ponerse boca abajo en el piso mientras preguntaban: “¿dónde está el Profesor?”, apuntando con armas largas y lanzando patadas a los cuerpos inmóviles. Lili no lograba ver la cara de Paco, quería saber de qué estaban hablando, quién era “el Profesor”; pero era inútil, nada veía, los habían vendado y esposado con las manos atrás. Escuchó golpes y toda la habitación comenzó a caer a su lado. Frunció la nariz varias veces hasta que logró espiar por debajo de la venda. Abrieron un ropero y descubrieron un doble fondo de donde sacaron cantidad de armas. Lili vio cómo tiraban a su lado pistolas y ametralladoras. Puteó para sus adentros, no tenía idea de que había un arsenal en la quinta. Después del episodio del cuaderno había quemado prudentemente cada uno de los documentos sospechosos, pero las armas estaban escondidas.
A los golpes los hicieron poner de pie y los arrastraron hasta un celular que los condujo a la brigada de investigaciones de Martínez. Un agente empujó a Claudia por la espalda; Lili lo increpó: “¿No ves que está embarazada?” “Mejor que te callés, boluda, o vas a terminar como el hijo de puta de tu hijo que matamos en el Tigre”, fue la respuesta. La llevaron a un cuarto, sola, donde permaneció vendada y de pie por un tiempo que no logró establecer hasta que entró un hombre y comenzó a manosearla. “Vos, que tenés cara de angelito, vas a colaborar conmigo, ¿no?”, dijo mientras le acariciaba los pezones. Lili permaneció inmóvil, quiso escupirlo pero el miedo había paralizado su boca. La mano del policía bajó hasta el vientre y casi como reflejo el pie de Lili pegó una patada. “Así que sos dura, bueno, entonces si no te gustan las caricias, vas a hablar con la electricidad. ¡Negro, prepará una picana!” La dejaron nuevamente sola. Llevaba dos años escuchando relatos sobre maltratos policiales. Sentía que había llegado la hora y esperaba estar a la altura de la situación. El miedo no había pasado de la breve parálisis. Se sentía segura. De pronto escuchó: “Tuviste suerte, se cortó la luz”. Faltaba poco para las elecciones y era la mujer de un poeta de prestigio, se sabía protegida.
Pocas horas después llegaron a la comisaría Manuel Ponce, Luis Labraña y Julio Roqué. Roqué era el fantasmagórico “profesor” por el que preguntaban durante el operativo y era miembro de la conducción nacional de las FAR.
Ocho días permanecieron incomunicados. Los ojos vendados, de pie, sin moverse, con poca comida y la amenaza permanente de la picana. Sólo Roqué y Koncurat fueron torturados.
Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde se hicieron cargo de la defensa. Se alegró al verlos. La acompañaron a su primera declaración ante el juez. En tanto, afuera comenzaron los rumores. “¿Dónde está Paco?”, preguntaban sus compañeros del diario. Algunos decían que preso, otros lo imaginaban prófugo, y había quienes inventaban que se habría fugado con alguna mujer. “Ese tipo nunca fue serio, ya veo que está promocionando su novela, ahora se va a hacer secuestrar como Marcos, el protagonista de su libro.” Días de incertidumbre en los que se conjeturaron las hipótesis más inverosímiles hasta que llegó el primer télex confirmando la noticia: “Paco Urondo, detenido por la policía”. Timerman supuso de inmediato que se trataba de un complot contra su diario y ordenó una cobertura completa. Hasta que finalmente un parte policial comunicó la detención de la célula de las FAR. Por primera vez el nombre del poeta Francisco Urondo se veía ligado a pistolas Browning, Colt, ametralladoras Halcón, carabinas Mauser y escopetas varias. Un satisfecho militar informaba a la prensa que el señor Urondo era el jefe de una célula terrorista que había asesinado al teniente Sánchez, secuestrado a Ronald Grove, presidente del frigorífico Anglo, secuestrado al industrial Enrique Barella, asaltado destacamentos policiales, matado algunos policías y robado la Embajada de Alemania Occidental, además de una armería de San Fernando y el Finochietto.
Mezcla de bandoleros y Robin Hood, los combatientes eran la expresión del deseo. Ocultos en las sombras, habían mantenido en jaque a varios gobiernos. Ahora, dirigentes y militantes comenzaban a asomar sus narices a la vida pública y recibían abrazos y gritos de victoria. Lejos de aislarlo, el conocimiento público de sus actividades lo convirtió en la expresión del poeta militante. El compromiso de la palabra llevado hasta sus máximas consecuencias. Pidieron por su liberación los intelectuales más prestigiosos del mundo: Malite Matta, Marguerite Duras, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir; Régis Debray, Gabriel García Márquez, Jorge Semprún, Alberto Moravia, Carlos Fuentes, Copi, Julio Le Parc, Paco Ibáñez, Pier Polo Pasolini, entre otros. Julio Cortázar escribía en el periódico Libération su “Carta muy abierta a Francisco Urondo”.

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