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Que se guarden el as del desconsuelo
Por Martín Granovsky
Una parte de la letra dice: “Mientras la vida nos dé latidos/ habrá un motivo que celebrar”. Es teatro pero también murga, sainete, relato, tragedia, comedia, tragicomedia. Y mucho grotesco, porque se trata de la Argentina. Buenos Aires tiene una obra permanente que es pura lucidez y sensibilidad. Se llama “El fulgor argentino”, la hacen los vecinos de la Boca que formaron el Grupo de Teatro Catalinas Sur y cuenta con una peculiaridad: es la historia de un club de barrio que arranca en 1930 y termina 100 años después, en el 2030. Pero en el medio siempre los autores la actualizan para que la trama llegue hasta hoy. Hasta el hoy que corresponda. Da curiosidad acercarse a ver, cada tanto, cómo Adhemar Bianchi, el director, pone en la escena del galpón nuevos símbolos y situaciones. Pero hay una curiosidad más fuerte y es ver cómo el tono de la obra, el de los propios actores, parece cambiar todo el tiempo. ¿Sabrán ellos mismos que no sonaban igual en el 2001 que hoy?
“El fulgor argentino” ya es una metáfora. Hacer la metáfora de la metáfora sería insoportable. Pero usar “El fulgor” a manera de termómetro vale. Como buena obra de arte, no está formada por la simple mescolanza de pirotecnia, chirimbolos y efectos. Ofrece una subjetividad profunda que resiste cualquier prueba.
En la puesta de estos días tiene mucha fuerza una parte de la canción final. La que dice: “A barajar otra vez y dar de nuevo, y que se guarden el as del desconsuelo”.
Es como si “El fulgor” fuera lo contrario de esa expresión que suena seductora pero esconde un fondo histórico triste: “política de Estado”. En la teoría, remite a la obtención de consensos sobre grandes temas. En la práctica se aplica a la tradición argentina de utilizar el Estado, a través de distintos gobiernos, para no cambiar lo malo.
La política de Estado en 1912 apuntaba a la eternidad conservadora. Pero en 1916 ganó Hipólito Yrigoyen, que no estaba en los cálculos de la élite.
Juan Perón rompió la política de Estado de los conservadores con la consolidación de una Argentina plebeya y más igualitaria.
Yrigoyen y Perón terminaron igual. Los derrocaron golpes de Estado que fueron construyendo, a su vez, un partido militar cada vez más perfeccionado. Ésa sí fue en la Argentina, hasta 1983, una política de Estado. En situación de crisis política las Fuerzas Armadas producían el desempate. Luego entraban en crisis ellas mismas. Pero esta historia no debe verse como una foto que, igual que un ciclo, irrumpe siempre idéntica. Lo mismo que las guerras en la historia del mundo, los golpes fueron tornándose cada vez más letales mientras los gobiernos militares se alargaban. Era necesario para profundizar su papel de disciplinar a la sociedad y producir cambios profundos e irreversibles: menos sindicatos, menos industrias, menos protestas sociales, menos control democrático del poder.
Como Yrigoyen y Perón, y a pesar de que después impulsara la Obediencia Debida y el Punto Final, Raúl Alfonsín también rompió la política de Estado cuando formó la Comisión Nacional de Desaparición de Personas e impulsó el juicio a las juntas militares de 1985.
Néstor Kirchner es otro de los presidentes que rompe con una política de Estado. El sentido común en el peor de los sentidos –el estereotipo, la noción falsa de las cosas, la rutina sin espíritu crítico– indicaba la conveniencia de no hacer olas. No por nada en especial. No por un costo grave para la democracia, como quieren hacerles creer hoy los dinosaurios que mataron a los capitanes que eran apenas adolescentes en 1976. Solo por si las moscas.
Si en los próximos meses la Argentina termina con el indulto así como el martes la Corte liquidó la Obediencia Debida y el Punto Final, el país no estará cumpliendo con una simple ilusión punitiva, que jamás, por definición, abarca a todos los que deberían ser castigados. Habrá ganado un latido. Y los latidos, como en “El fulgor argentino”, no solo sirven hacia atrás. Le complican la vida al as del desconsuelo.