EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Repasos
Por J. M. Pasquini Durán
Desde hace tiempo, en el país las alegrías colectivas duran menos que las tristezas. Será porque abruman tantas aflicciones en demasiada gente y también porque ningún suceso persiste demasiado en las primeras planas, relevándose uno tras otro con la cadencia vertiginosa de los medios audiovisuales. A principios de semana, la Corte Suprema declaró inconstitucionales las leyes de obediencia debida y punto final, una decisión para la mejor historia que fue noticia destacada en el mundo, pero antes de siete días, sin tiempo para celebrarla como se merece, la vieja discusión sobre salarios e inflación volvía al centro de la atención pública. En el medio, la libertad bajo fianza de Omar Chabán, el asesinato de un bebé por su joven madre y el desdichado final de un partido de fútbol aportaron las cuotas de escándalo mediático para atraer a las audiencias masivas.
Cada uno de esos temas que se encienden y apagan en las pantallas cotidianas quizá tengan la sustancia suficiente para merecer la atención de franjas de la población, pero todo en su medida y armoniosamente como enseña la antigua fórmula. De lo contrario, la velocidad obliga a tramitar cada asunto con las frases sobadas por el uso, más adecuadas para la publicidad que para la reflexión, sin dejar marcas notables en las conciencias distraídas por las obligaciones de la supervivencia diaria. El aprendizaje efectivo de la ley, el derecho y la vida requieren el constante esfuerzo individual y colectivo, porque la condición de ciudadano no llega sólo envejeciendo.
El fallo de la Corte es uno de esos actos institucionales que por la materia y la trascendencia planta un hito en la historia argentina. Vino a limpiar una mancha de la democracia refundada en 1983, pero sus alcances son tales que no se limitan a enderezar un extravío del pasado. Al mismo tiempo, desafían al futuro en la medida que les dan a la sociedad y al Estado de derecho el instrumento legal para la búsqueda de verdad, juicio y castigo para los crímenes más aberrantes cometidos en uno de los períodos más crueles del siglo XX, durante la dictadura que convirtió al Estado en terrorista de acuerdo con un plan sistemático y predeterminado. El reto al porvenir es tan directo que de inmediato dejó abierta la vía hacia la anulación de los indultos dictados por Carlos Menem, que hizo uso legal de una atribución heredada de las monarquías pero que terminó por intoxicar la salud republicana tratando de reconciliar lo inconciliable.
Según pasan los años mayor es el descrédito de la teoría de los dos demonios, una argucia discursiva de oportunidad, sin ningún fundamento después de la evaluación imparcial de los hechos ocurridos y la equiparación de las responsabilidades. La tragedia fue enorme, pero todavía hoy se alzan voces invocando esa forzada hipótesis y otras que tratan de explicar o de excusar las atrocidades cometidas. El tiempo ayuda a despejar los prejuicios, pero hace falta la apelación a la inteligencia y la sensibilidad para que la sociedad llegue al fin a la síntesis que le permita tallar en piedra aquel juramento inicial y emotivo que era la conclusión necesaria al informe de la Conadep y al Juicio a las Juntas: Nunca Más. El veredicto conocido de la Corte y los que vendrán en el mismo sentido es una directa contribución a afirmar esa íntima convicción en la ciudadanía y sus argumentos deberían ser repasados con la atención debida por los ciudadanos, incluso en los centros educativos, como una de las mejores noticias de las últimas dos décadas.
No es en vano aprender de la historia propia y de la ajena. La impunidad y la corrupción son dos enemigos centrales de las democracias, sin importar que sean pobres o ricas. Hay bibliotecas enteras con toda clase de textos empíricos y teóricos que dan cuenta de las experiencias sufridas, pero aun así las trampas siguen abiertas. El gobierno de Lula en Brasil acaba de probarlo a un alto costo. Una denuncia de soborno a diputados de la oposición –algo así como la Banelco en el Senado argentino, pero en efectivo– ya hizo rodar la cabeza del primer ministro Dirceu y puso en duda la credibilidad completa de la administración del PT. Frei Betto, comprometido con ese gobierno, con dolor escribió a la vista de esos hechos: “Puedo entender que haya en la política brasileña tantos corruptos; cohechos en licitaciones y contratos; nepotismo; desvío de presupuesto; caja dos; subfacturación; propinas y asalariados. A fin de cuentas, hasta ahora no ha habido reforma política y es inútil esperar que Alí Babá haga una limpieza general en la cueva de los cuarenta ladrones o que ‘300 pícaros’ dejen de perforar el pozo del dinero fácil. Mi perplejidad es ver que políticos del PT, el único partido que ha desfilado en nuestro escenario político irguiendo la bandera de la ética, teman a la Comisión Parlamentaria de indagaciones, investigaciones, transparencias” (Entre la razón y la perplejidad, ALAI).
En otro tramo del mismo texto, Betto escribió: “Así como el desarrollo social debe, en principio, preceder el crecimiento de los índices económicos, también la ética debe regir la política y orientar la economía.Cuando se invierte el orden de esos principios se entra en un atolladero. Sobre todo al someter el juego político a los intereses económicos y, en nombre de la robustez de las arcas públicas y privadas, se pone la ética de lado”. Una conclusión que podría escribirse aquí, a la vista del mangoneo permanente entre los intereses que controlan el mercado y la indispensable redistribución de la riqueza en porcentajes equitativos, lo que incluye una actualización de los salarios, todavía muy retrasados en comparación con cualquier índice estadístico presente y pasado.
Suele argüirse que los aumentos salariales, si no en todos en muchos casos, no hay más remedio que trasladarlos a los precios. El presidente Néstor Kirchner calificó el argumento como una “extorsión”. El director del Instituto del Mundo del Trabajo, Julio Godio, declaró que las peticiones salariales de la CGT y de la CTA le parecían mesuradas, tal vez porque no quieren “que se los acuse de impulsar la inflación”. El mismo matutino Clarín, que reproducía esta opinión, informaba de fuente oficial, la Secretaría de Industria, que a pesar de la recomposición salarial última “el costo laboral industrial está un treinta por ciento más bajo que el que existía a fines de 2001”. De todos modos, no es un debate concentrado con exclusividad en la economía el que puede resolver con justicia la inequidad, sino una comprensión de la convivencia en democracia o para decirlo con palabras de la etapa fundacional, a principios de los años ’80, es un asunto de la ética de la solidaridad. Es probable que un estudio minucioso de los convenios colectivos de trabajo que se están firmando en los últimos meses revelaría que esa apelación debería ser escuchada también por los sindicalistas que firman acuerdos basados en los mezquinos principios de la flexibilidad laboral que fueron aprobados por Menem y luego por De la Rúa. Cuando se habla de impunidad, lo mismo que de corrupción, los períodos son más amplios que los de la última dictadura, pero aun así el fallo de la Corte indica un camino para que también un día sean reivindicados los derechos económicos y sociales como hoy merecen los derechos humanos.