Lunes, 13 de febrero de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
El 2005 fue, sin duda, un año que marcó claramente un antes y un después en las relaciones entre el norte y el sur del continente. Por primera vez en uno de estos ejercicios, la Cumbre de Mar del Plata optó por dejar traslucir las diferencias, en lugar de que la diplomacia las cubriera bajo corteses y vagos consensos. El hecho de que las posturas se definieran alrededor del ALCA las vuelve más significativas en términos de la intensidad que los países buscan para el conjunto de la relación NorteSur, pues ésta ha sido la propuesta de mayor trascendencia de Estados Unidos a América latina desde los tiempos de la Alianza para el Progreso. Propios y extraños de todo el espectro político interpretan que un firme compromiso con el ALCA equivale irremediablemente a una clara voluntad de avanzar en la consolidación de un bloque hemisférico bajo la conducción de Estados Unidos. Lo que aclaró el 2005 es que hoy hay países que quieren avanzar en esa dirección y otros que no.
En México las desilusiones que vienen surgiendo de su relación con Estados Unidos, especialmente en el comercio agrícola y el tema migratorio, juegan en contra de la continuidad del partido del presidente Fox y a favor de los dos partidos de oposición que se perciben como más soberanistas y que plantean un reacercamiento con América latina. No avanzar sustancialmente en el ALCA frustra la vuelta de México a América latina, sin alejarse de Estados Unidos, que lo colocaría como un líder del bloque sur en el ALCA, en vez de su situación de hoy, en la que sus socios del Nafta lo siguen tratando como del sur y los del sur lo perciben en el norte.
A Chile la formación del ALCA le permitiría integrar sus relaciones bilaterales más importantes (Estados Unidos, Brasil, Argentina) y aspirar a jugar un papel de bisagra del proceso de negociaciones del ALCA, que redundaría en un fortalecimiento de su posición dentro del hemisferio y, consecuentemente, también frente a sus vecinos.
En Mar del Plata, Estados Unidos impulsó un mayor compromiso con el ALCA, pero luego firmó en Brasilia una declaración conjunta en la que se manifiesta un compromiso más enfático con los resultados de la Ronda de Doha de la OMC que una urgencia por fijar fechas a las negociaciones del ALCA. Tomando en cuenta las dificultades que viene enfrentando la ratificación de acuerdos comerciales en el Congreso y el deterioro político que viene sufriendo el Gobierno, el ALCA podría acarrear una derrota política en el peor momento. Es lógico que haya quienes calculen que valdría más la pena concentrar los desvanecientes apoyos en tratar de avanzar en la Ronda de Doha. Pero también es cierto que, para Estados Unidos, el ALCA va quedando como el más importante elemento aglutinador de su “patio trasero”. En efecto, cuando la mayor potencia va circunscribiendo su política exterior a la guerra antiterrorista, y relega la defensa de principios comunes (derechos humanos, legalidad internacional, multilateralismo), al resto se les va volviendo más difícil de acompañar, pues su misma debilidad relativa los obliga a insistir en la vigencia de esas normas fundamentales versus el uso preventivo o unilateral de la fuerza.
Las condiciones actuales de fluidez de las relaciones internacionales y de demandas políticas internas imponen a los países del Mercosur la necesidad de resguardar un espacio autónomo de maniobra en el exterior y de dar muestras a sus poblaciones de soberanía y de una relación igualitaria con Estados Unidos. El que un país que busca posicionarse como potencia emergente aparezca inserto en un bloque o zona de influencia que el mundo asumirá comandado por Estados Unidos, echa por tierra esos mismos propósitos. Asimismo, para un país que busca posicionarse internacionalmente como líder de la defensa de derechos humanos, que se ve superando las consecuencias de haber seguido el Consenso de Washington y sacudiéndose el tutelaje de su principal institución y donde más del 80% de la población rechaza “las relaciones carnales”, incorporarse a un bloque conducido por Estados Unidos militaría en contra de esos logros y acarrearía importantes costos políticos internos. Para compensar semejantes costos, el ALCA tendría que generar beneficios económicos netos, palpables y a corto plazo para Brasil y Argentina, y para todos sus futuros socios del sur, y esos hoy no se visualizan claramente y tampoco se puede convencer a las poblaciones de que existen.
Más allá de los sentimientos nacionalistas y de las inclinaciones ideológico-políticas encontradas, lo cierto es que para aquellos países que están buscando su propio lugar en un concierto mundial muy fluido, el frío cálculo de costos y beneficios de agruparse en el ALCA, bajo la égida de Estados Unidos, no da. Intentar ocultarlo bajo un lenguaje diplomático conciliador en Mar del Plata hubiera sido contraproducente, sobre todo cuando acontecimientos posteriores –la futura incorporación de Venezuela y Bolivia al Mercosur, la disminución del peso del FMI en la región y el modesto avance de las negociaciones en la OMC– han profundizado las tendencias de reafirmación de autonomía y reagrupamiento en las relaciones interamericanas, que ya se venían incubando, pero cuyo entramado final deberán descifrar los estudiosos, tal vez en ocasión de los bicentenarios.
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