Domingo, 26 de marzo de 2006 | Hoy
EL PAíS › LOS NIETOS DE DESAPARECIDOS HABLAN DE COMO ES LA VIDA MARCADA POR LA VIOLENCIA
Son la segunda generación marcada por el terrorismo de Estado. Sus abuelos no están, excepto en fotos y relatos familiares que tratan de mantenerlos vivos. Un diálogo íntimo con chicos que vivieron una manera peculiar de construir sus identidades.
Por Irina Hauser
De vez en cuando se detienen a observar una foto para buscarse en sus rasgos. Los imaginan escapándose del cuadro, en movimiento, y apareciendo en el presente. Les cuesta pensar cómo serían hoy. Ellos, los que miran, son los hijos de los hijos de los desaparecidos. Sus vidas están marcadas a fuego por la historia de esos seres casi mágicos a los que no pudieron conocer y que hoy serían sus abuelos. En sus sueños, en la bronca, en el miedo, en alguna militancia, en el calor de un montón de tíos (que son los amigos de sus padres), en las discusiones con sus compañeros de clase, en la duda permanente: “¿Cómo puede ser que estén desaparecidos si los mataron los militares?”. Esa familia que les arrebató la última dictadura los acompaña a cada instante y por siempre.
El rap de Naná
“Me quedé muy asustada cuando mi mamá me contó por primera vez qué le había pasado a mi abuela. Yo tenía ocho años. Fueron muchas noches de soñar que nos venían a buscar y que se la llevaban a ella. Me despertaba llorando y me iba a fijar si estaba en su habitación. A veces directamente me metía en su cama.” Naná Dillon tiene hoy diez años más que en aquel entonces y recuerda la explicación. “Me dijo que personas armadas, militares, iban a buscar a sus casas a la gente que hacía cosas por los demás, cosas que a ellos no les gustaban. Se las llevaban. No me acuerdo si de entrada supe que las torturaban, me bastó con saber que eran malos. Entonces pensaba: ¿qué me garantiza que eso no va a volver a suceder? Mi mamá militaba en Hijos. Le podía pasar lo mismo y yo me iba a quedar sola. Le preguntaba todo el tiempo: ¿Y si vuelve a pasar? ¿Qué hacemos? Recién me tranquilicé y se me fueron las pesadillas el día que se cansó y me prometió que en cuanto nos enteráramos que estaba ocurriendo algo raro, nos tomábamos el primer avión.”
A la hora de la siesta, Naná come milanesas y ensalada con su novio mientras miran una telenovela en el comedor de una casa reciclada en la Boca. Dos perros revolotean alrededor de la mesa. En la biblioteca del living hay una foto de su abuela y su mamá de muy chiquita tiradas en la arena, abrazadas. Es una imagen en colores. Su abuela se llamaba Marta, igual que su mamá. “Me hubiera encantado conocerla. Debe haber sido una persona muy interesante y muy divertida. Parece que cuando iban al autocine, como no tenían plata, mi abuela los escondía a todos debajo de los asientos y sólo pagaba ella. En cambio mi abuelo siempre fue aburrido, creo que mi mamá no la pasó tan bien en su infancia”, dice. Después se queda pensando en voz alta, mirando el plato y con el flequillo sobre la cara, que nunca preguntó “dónde militaba” su abuela “ni dónde estuvo detenida”.
Naná va al colegio y trabaja como telefonista en una mensajería. “Muchas veces me sentí diferente a la gente de mi misma edad. Sobre todo en la escuela primaria tenía el conocimiento de cosas que pasaron que mis compañeros no sabían. A algunos les tuve que explicar qué fue la dictadura, o bueno, lo que sé. Con uno me peleé a las piñas porque me provocaba diciendo ‘aguante los milicos’ y dibujó un símbolo nazi en el pizarrón. Lo más impresionante fue cuando una preceptora, una mujer de unos sesenta años, me preguntó: ‘¿pero cómo era eso? Si yo vivía acá enfrente del colegio y no me enteré de nada’. Capaz que estaba mirando el mundial ¿no es cierto?”, pregunta en busca de complicidad.
“La historia de mi abuela me acompaña todo el tiempo, en todas partes”, explica Naná. “Desde muy chica iba con mi mamá a las actividades de Hijos. Eso me hacía sentir bien. Además me divertía. Todos eran como tíos que me cuidaban. Cantábamos, bailábamos y después íbamos a comer. Igual sabía bien por qué estábamos ahí y me encantaba ir a escrachar a los hijos de puta. Con el tiempo yo empecé a cuidar a los nietos más chiquitos.” Naná insiste en que no son tantos los recuerdos materiales que tiene de la abuela Marta. Lo que le encanta es un tapado de piel. “Tampoco sé si me parezco físicamente a mi abuela –agrega–. Quizá me parezco más a su hermana, Graciela, una especia de abuela para mí, que fue quien tuvo el rol de madre con mi mamá.”
Naná no tiene rituales para recordar a su abuela, pero el año pasado escribió una canción, un rap, al que le puso de título “Maldito Militar”. Enseguida se lo cantó a su mamá, que quedó bañada en lágrimas al escuchar. Sobre todo por la parte que dice, al final: “asesino al paredón, que robó del corazón de mi madre un gran amor ¡cabrón! ¡escuchá mi canción!”.
Dolor perdurable
Josefina no dice “abuelo”, habla de “Paco”. Su abuelo era el escritor Francisco “Paco” Urondo. “Militaba en Montoneros y cuando lo estaban por agarrar, en Mendoza, se tomó una pastilla de cianuro”, cuenta Josefina, Josefina Urondo, que tiene 16 años, la piel blanca y un frondoso flequillo negro azabache. “Desde chica mis viejos se fueron encargando de que yo supiera lo que había pasado con Paco. La primera versión era que tenía un abuelo que se había muerto en la guerra. Cuando alguien me preguntaba por mi abuelo paterno yo decía eso, mi abuelo murió en la guerra. Incluso me lo imaginaba vestido como un soldado. Después me fui enterando que murió por una cuestión bastante más compleja, que era periodista y escritor y que lo persiguieron los militares”, repasa en la cocina de su casa, en San Telmo, un paraíso de plantas y azulejos negros y blancos.
Hay un punto retrocediendo en el tiempo, en su niñez, donde Josefina ubica el momento en que empezó a asimilar la dimensión de lo que había ocurrido, de su historia. “Era mi cumpleaños de ocho y, en medio de la reunión, apareció una mujer rubia, con los pelos alborotados y muchos tatuajes y aros. Era una media hermana de mi papá, Angela, que había estado con Paco en Mendoza. Mi papá no sabía dónde estaba desde la dictadura y la había encontrado. Cuando entró me dijo ‘yo soy tu tía’. Me quedé muy impactada”, cuenta con un tono suave y pausado, mientras fuma y esconde la otra mano en el puño de su camiseta negra. Durante mucho tiempo, casi toda su vida, Josefina tuvo resistencia a preguntar detalles sobre lo que le pasó a su abuelo. Recién el año pasado, al ver un documental sobre su vida, conoció detalles. “La verdad me hizo mierda. Después lo vi una segunda vez más tranquila”, asegura.
Paco Urondo no es, en su familia, la única víctima del terrorismo de Estado. “Además tengo una tía desaparecida, Claudia. Mis primos son huérfanos. Con los años se fueron haciendo más notorias estas pérdidas para mí. Antes no era tan consciente del dolor que me causaba todo esto”, confiesa. “Siempre me costó hablar del tema y ahora bastante más. Me genera mucha bronca ni siquiera haber conocido a Paco y a mi tía, y haberme perdido muchas cosas. Ultimamente estuve haciendo una crítica más dura hacia ellos, es lo que me pasa, francamente: veo cierto egoísmo en ellos, que sólo fueron fieles a sus convicciones ideológicas. Sabían que podían perder la vida en cualquier momento y no tomaron en cuenta a su familia. Mi abuelo dos hijos, mi tía otros dos hijos. ¿No se podían haber quedado en el molde y luchar desde otro lado? Hay muchas formas de luchar”, suspira, con la mira clavada en su tazón de té.
En un pantallazo fugaz, Josefina revela cierto orgullo por haber ido cada año a las marchas de los 24 de marzo y a varias reuniones de Hijos con su papá tiempo atrás. Inevitablemente, además, ser la nieta de Urondo y tener una tía desaparecida “se convirtieron en parte de mi carta de presentación con la gente que me inspira confianza”. Por alguna razón, dice, “me queda la sensación de que tengo que hacer más”. Este año, por lo pronto, organizó actividades desde el centro de estudiantes de su colegio. “En el colegio estaban empecinados en hablar del golpe, pero me hizo mucho bien saber que aun a mis compañeros que no tienen familiares desaparecidos el tema los angustia. Los hechos, los muertos, la impunidad los angustian”, enfatiza.
En su dormitorio, en la pared, puso un retrato de su abuelo que logró ampliar al rescatar unos negativos. Cada atardecer, además, se prepara para atender la caja del restaurant que puso su papá, Javier, en Parque Chacabuco, que lleva el nombre de su abuelo y en las tarjetas, su foto.
Legados
A los 22 años, Héctor Docters lleva una de las marcas más fuertes de su abuelo desaparecido en el nombre. Era el papá de su mamá, Claudia, y se llamaba Héctor Bellingeri. “Militaba en PROA, el Partido Revolucionario de los Obreros Argentinos, y tenía cuarenta años cuando lo secuestraron. Sé que estuvo preso, exiliado, que volvió y cayó en un enfrentamiento en Marcos Paz. Había sido mozo, tuvo un taller y también la concesión de un restaurant en el parque Pereyra”, se entusiasma con el relato. “Son cosas que supe siempre y no podría decir desde cuándo”, aclara. De inmediato agrega una anécdota que le contó su tío y que lo representa. “Cuando a mi tío lo llamaron para el Ejército le preguntaron: ‘¿Padre vivo o muerto?’ Y él contestó ‘no sé’. Es tal cual: yo sé lo que es un desaparecido, pero nunca voy a poder comprenderlo del todo”.
Héctor estudia filosofía y sociología en La Plata. “Además de ser nieto de un desaparecido soy hijo de un ex detenido”, puntualiza. “Mi papá, Walter, militaba en el PRT y estuvo preso durante toda la dictadura en diferentes lugares, la mayoría en la provincia de Buenos Aires”, explica. “Yo trato de quitarle a esto toda veta romántica. Generalmente la gente deja de lado la importancia de la militancia que tuvieron ellos, algunos los ponen sólo como héroes. Las razones para luchar no son sólo los 30 mil desaparecidos sino muchas injusticias. Por mi parte, recuerdo a mi abuelo en la militancia de todos los días. Trato de tomar cosas de los militantes revolucionarios y los trabajadores de los setenta. Milito en la universidad en una agrupación que se llama Contracorriente, que a nivel nacional es En Clave Roja. De hecho, entiendo a la dictadura no como algo aislado sino en el marco de un sistema capitalista en un momento de la historia argentina en el que los patrones necesitaban disciplinar a una clase trabajadora”, se explaya.
La militancia política, dice, está casi en su sangre, “naturalizada” y “extendida por toda la familia”. “Es una familia militante –describe– que, a la vez, tiene un modo de ejercer la memoria que a mí me gusta mucho, intentando alejarla de lo trágico para convertirla en algo más ameno.”
Lo incomprensible
“En una época, de chiquita, me quedaba un rato largo mirando la foto de mi abuelo para acordarme bien de la cara por si alguna vez lo llegaba a ver en la calle. Pensaba que si me lo encontraba tenía que avisarle, y tenía que decirle que yo era su nieta.” Luciana Maffassanti tiene 24 años, los ojos con forma de almendra y una tonada cordobesa que nunca abandonó pese a que vive en Buenos Aires hace casi diez años. “Cuando iba a la primaria, como mis abuelos paternos estaban siempre presentes, la gente me preguntaba por mis abuelos maternos. Yo decía, como me habían explicado, que mis abuelos estaban desaparecidos, que se los habían llevado los militares. Pero, la verdad, no terminaba de entender la palabra ‘desaparecido’, qué quería decir. Si se los llevaron los militares, ¿cómo están desaparecidos?, o ¿cómo puede ser que estén desaparecidos si los mataron los milicos? En algún lugar tienen que estar. Para peor, muchos de mis compañeros no tenían ni idea de la dictadura y yo les tenía queexplicar. ¿Cuándo pasó eso?, me preguntaban. ¿Cómo que se llevaban a la gente de sus casas? ¿Desaparecidos? Si nadie desaparece. Era como el cuento de la buena pipa”, se descarga en una catarata.
Virginia, la hermana de Luciana, cuenta que los abuelos se llamaban Armando Arnulfo Camargo y su esposa de segundas nupcias Marta Bertola. Militaban en Córdoba, en las Brigadas Rojas, y estuvieron detenidos en La Perla. “Hace poco calculamos y ahora deberían tener cerca de setenta años”, dice. “Tenemos una sola foto de los dos juntos, del día de su casamiento, se los ve cortando la torta. Está en una repisa, con algunas velitas alrededor”, comenta.
Virginia tiene 22 años, musculosa negra, y estudia Bellas Artes. Hace un tiempo, desde que se puso en contacto con un tía-abuela que vive en Bélgica, la hermana de su abuelo, empezó a poder imaginar con más claridad cómo eran Armando y Marta. “Le pregunté mucho cómo era él y qué características suyas veía en nosotras, o en mi mamá y mi tío. Me dijo que era muy bueno para organizar, que daba indicaciones y todos se dejaban llevar. Mi hermana y yo tenemos algo de eso. También me dijo que cuando caminaba taconeaba, como yo. Que se vestía muy bien, pero que Marta era todo lo contrario. Ella, parece, andaba con un ladrillo en la cartera por si le querían robar o le pasaba algo en la casa. Cada tanto miro las fotos de mi abuelo, para ver si me parezco, pero no me parezco. Me pasa que lo miro fijo y me lo empiezo a imaginar en movimiento, taconeando, como yo”, se sonríe.
Luciana dice que a su mamá, Alba, “le cuesta más largarse a hablar, nunca hizo un único relato, nos fue tirando flashes con el tiempo”. “Siempre –continúa– me llamó la atención una anécdota: que sus padres no le querían comprar el Levi’s 501, el jean, de tan troskos que eran. Llevaban una vida muy austera, andaban en alpargatas.” A Virginia de pronto le viene a la memoria que el principal cortocircuito fue con los abuelos paternos. “Hablábamos poco del tema pese a que convivimos bastante con ellos. Pero un día mi abuela dijo que nuestros otros abuelos eran enfermos y que para que no enfermaran a la sociedad se los habían llevado. A pesar de eso, nunca pusimos en duda la versión de mi mamá. No estaba en duda. Desde chiquitas íbamos a la Ronda de los familiares en la Plaza San Martín, a las actividades en el local de Familiares. A los 13 años me enojé un poco con mi abuela y discutí, pero después entendí que no tenía mala intención. Incluso cuando hacíamos la tarea me explicaba perfectamente el accionar de la dictadura”, habla con desconcierto.
“Suelo pensar qué distinto sería todo si mis abuelos vivieran”, confiesa Luciana. “Tenemos una mamá muy particular. Nos tuvo de muy chica, a los 18 y los 20 y los días de la madre siempre estaba mal, no se podía festejar. Durante algunos años vivimos con nuestra familia paterna”, dice. “Pero nos las ingeniamos para llenar todo este hueco de falta de familia con otros nietos de desaparecidos, amigos de mi mamá, somos como primos y los amigos de ella son como tíos. Vamos a escarches y participamos en lo que podemos, cada marcha nos volvemos a emocionar. Los abuelos, para nosotras, siempre fueron las personas más valientes del mundo”, termina Luciana.
Rompecabezas
Sara y Manel Reig nacieron en Venezuela y vivieron allá hasta hace dos meses, cuando sus padres resolvieron venir a vivir a Buenos Aires. Sara tiene 11 años y Manel 15. Para Gabriel, el papá, fue volver. Volver al país que dejó cuando secuestraron a su madre, Flora Pasatir, y a su segundo esposo, Gastón Robles, secretario de Agricultura en los tiempos de Cámpora. Para Manel, venir a instalarse en Argentina es una de las huellas más fuertes de esta historia. “Desde hace unos cuatro años que venimos hablando de este viaje y a mis amigos les expliqué que veníamos acá porque mi papá era hijo de desaparecidos y quería volver con su familia”, dice. Manel usa anteojos rectangulares de marco grueso, aros en ambas orejas y el pelo recogido. Le hubiera encantado tener a su abuela Flora, desliza, pero es consciente de algo que destaca: “Si ella estuviera viva yo no hubiera nacido, porque mi papá nunca se hubiera ido a Venezuela”. “Tengo registro de haber empezado a preguntar por mi abuela a los cinco años, más o menos, y que me explicaron que era una desaparecida de la dictadura argentina. No me lo contaron como una noticia dramática, ya llevaba mucho tiempo desaparecida. Con el tiempo fui entendiendo cada vez más”, explica, con su tonada venezolana. “Aquí la gente comprende fácilmente qué es tener un familiar desaparecido. Cuando se lo decía a mis amigos era más difícil porque en Venezuela nunca hubo una dictadura tan sangrienta. Entonces tenía que decirles que en Argentina hubo un golpe y muchas injusticias, que aquí los militares mataban a los que no pensaban como ellos, y entre ellos estaba mi abuela”, resume.
“Muchas veces me imagino cómo sería tener otra abuela, otro pariente de quien aprender. Me parece muy terrible esto de que se llevaran a las personas y desaparecieran de un día para otro. Me incomoda un poco cuando hablo mucho de esto y me da miedo ponerme a pensar demasiado. Me costó explicarles a mis amigas más pequeñas que me preguntaban por qué me iba a vivir a otro país”, dice Sara, de voz finita, minifalda y piel de porcelana. Sara dice que ahora que empezó las clases en su nuevo colegio, justo en el mes de los 30 años del golpe, tuvo muchas clases y actividades sobre el tema. “Recién ahora empecé a entender un poco mejor. En música nos contaron que en esa época no se podía hacer música de protesta y nos pasaron canciones de Charly García”, cuenta con alegría. “Algunas personas en la clase dijeron que tenían familiares desaparecidos. Entre ellas yo levanté la mano”, relata. Todos se sorprendieron, ella se alivió.
Manel repasa que en cada uno de los viajes que había hecho a Argentina había tenido oportunidad de ir a algún escrache o manifestación. En esas oportunidades tenía muy presente la imagen de su abuela. “La de una foto antigua que tengo, donde se la ve joven y guapa.” Ahora, para esta nueva etapa en su vida, se planteó una suerte de misión. “Creo que todavía hay mucha gente impune, que hizo cosas terribles y está arrestada en su casa. Me sentiría mejor si estuvieran en una cárcel común. Así que voy a trabajar para eso.”
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