Lunes, 10 de abril de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Carlos Slepoy *
Con ocasión de la promulgación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos dictó resoluciones que señalaban que las mismas eran incompatibles con la Convención Americana de Derechos Humanos, agregando que el Estado no debía solamente limitarse a dejar actuar a la administración de Justicia –actuación que dichas leyes impedían, hasta que como es sabido hubo jueces que al calor de la enorme presión social tuvieron la audacia y clarividencia jurídica necesarias para anularlas–, sino que todas las instituciones que lo integran tenían que comprometerse activamente para que, con eficacia y rapidez, y naturalmente con pleno respeto a su derecho de defensa y a través de un proceso judicial con todas las garantías, los responsables fueran juzgados. En igual sentido se expidieron la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y otros organismos internacionales.
En nuestro país se cometió el crimen contra la humanidad por antonomasia que se denomina genocidio. Es decir la comisión de todos y cada uno de los crímenes que contiene nuestro Código Penal y cualquier código penal de cualquier país del mundo, con el proclamado propósito de destruir múltiples subgrupos que, en su conjunto, constituían un inmenso grupo humano que los exterminadores decidieron erradicar de nuestro suelo. Las víctimas fueron elegidas por su pertenencia o relación más o menos cercana con los grupos sociales, políticos, profesionales, gremiales, estudiantiles, religiosos, culturales que debían desaparecer aunque, y además, en el ejercicio omnímodo y absoluto del poder criminal muchas otras víctimas que ninguna relación tenían con ellos hayan sufrido el secuestro, la tortura y la muerte, y la sociedad en su conjunto haya quedado paralizada y desquiciada por el terror. La práctica sistemática del secuestro y apropiación de niños tras el asesinato de sus madres, con el objeto de sustraerlos de su grupo familiar y social constituye la muestra más cruel y despiadada de tal propósito. El nombre con que a sí misma se identificó la dictadura nominaba claramente sus intenciones. El Proceso de Reorganización Nacional no sólo provocó la eliminación física de decenas de miles de seres humanos, sino la fundación de un nuevo modelo económico y social. (Hasta el propio Jefe del Ejército aludió recientemente a tal propósito, lo que por un lado es síntoma de los nuevos tiempos que vivimos y por otro demuestra que éstos son también propicios para los dobles discursos: ninguna iniciativa ha surgido de las Fuerzas Armadas para ayudar a identificar a los criminales o dar cuenta del destino de los desaparecidos. Sin ir más allá, los restos de cientos de asesinados se encuentran en las instalaciones de Campo de Mayo sin que el Ejército diga en qué lugares se encuentran las fosas clandestinas). El aludido proceso de reorganización nacional se caracterizó por la conformación de un Estado despojado de cualquier objetivo de promoción e igualdad social y convertido en instrumento de depredación y enriquecimiento de las ínfimas minorías que promovieron el golpe de Estado y de él se beneficiaron. El exterminio de aquéllos fue condición indispensable para que ello fuera posible. Y los que sumieron a nuestro país en esta pesadilla que aún perdura en sus efectos y consecuencias lo hicieron en nombre del alma argentina y la civilización occidental y cristiana.
Ante tamaño y tan hondo crimen y con el objeto de refundar nuestra sociedad sobre las bases que promovieron aquellos que fueron eliminados por el accionar genocida sólo cabe una alternativa: el compromiso y la actuación decidida de los diversos organismos e instituciones del Estado para hacer posible que en el más breve tiempo los responsables sean juzgados.
En este momento múltiples causas judiciales se tramitan ante distintos juzgados y tribunales de nuestro país en relación con estos hechos. Algunas son diligenciadas por jueces y fiscales decididos a hacer Justicia, otras dependen de quienes deben sus cargos a la dictadura o que con los propósitos de la misma aún se identifican, o que, simplemente, no consideran de interés prioritario hacerlas avanzar. En todos los casos, junto a estas causas tan trascendentales para nuestra historia y nuestro futuro, deben atender otros múltiples asuntos que desvían su atención y reducen el tiempo que a las mismas deberían dedicar. Todas ellas son sostenidas por el tesón y la denuncia de las víctimas y de los organismos de derechos humanos. Mucho sacrificio de muchas personas, mucha lucha fue y es necesaria y muchos obstáculos debieron y deben ser sorteados para que estos procedimientos judiciales existan. Es el momento de pasar a una nueva etapa si no se quiere que el paso del tiempo, la atomización de los procesos, la carencia de medios, la distracción de muchos jueces y fiscales en otros múltiples asuntos, la resistencia o vacilación de otros muchos, la presión de genocidas e impunidores, hagan languidecer las causas y al final del camino nos encontremos con que, nuevamente, sólo unos pocos de los responsables son alcanzados por la acción de la Justicia. El Gobierno y los órganos rectores del Poder Judicial deben diseñar un sistema nacional de enjuiciamiento que concentre las causas y dote de medios y personal suficiente a los juzgados y tribunales que se designen para acometer este desafío histórico. Como en Nuremberg, deben existir jueces y fiscales con plena y exclusiva dedicación y los mismos deben ser intransigentes en la persecución del crimen. Todo juez y fiscal debe serlo en cualquier caso. Mucho más cuando se deben juzgar crímenes contra la humanidad. Total imparcialidad por tanto, y todas las garantías del Estado de Derecho en el juzgamiento de los presuntos criminales y en la aplicación de la ley, pero absoluta determinación en la investigación y penalización de quienes resulten culpables. Muchos jueces y fiscales han demostrado en estos años su idoneidad y vocación de Justicia para abordar esta imprescindible tarea.
De la necesidad de que el Estado sea elemento activo en el juzgamiento de todos los responsables
De otro lado, y como antes se afirmó, ya constituye consenso general que la criminalidad masiva y programada que instauró la dictadura tuvo como ideólogos e instigadores a múltiples actores civiles que prohijaron el plan de exterminio. El Presidente de la Nación señaló hace pocos días a uno de ellos manifestando su esperanza de que también a él, y debe entenderse que en igual medida a sus cómplices y colaboradores en distintos grados, le alcance la acción de la Justicia. Efectivamente deben ser juzgados, igual que los ejecutores directos de los crímenes, como autores del genocidio. Pero no sólo no es preciso esperar sino que es perentorio actuar. Y el Gobierno debe hacerlo constituyéndose como querellante y poniendo al servicio de la causa judicial que como consecuencia de ello se abra, todas las informaciones y pruebas con que cuenta y los abogados, economistas y demás personal técnico y especializado capaz de demostrar acabada y puntualmente quiénes y de qué modo pergeñaron el plan criminal. Cuenta para ello con el antecedente de la causa que impulsó y al que dedicó su vida durante más de diez años ese ilustre ser humano llamado Alejandro Olmos que, como es sabido, concluyó con una decisión judicial que aún teniendo por plenamente probado que la deuda externa se contrajo en forma espuria y fraudulenta, haciendo públicos adeudos privados, resolvió que el crimen estaba prescrito. Ya no hay lugar para estas interpretaciones restrictivas y desnaturalizadoras del Derecho. En carteles diseminados por todo el país, en anuncios publicitarios que transmiten televisiones, cines y periódicos se afirma que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles y sus responsables deben ser juzgados. Debe actuarse en consecuencia. Y acompañar en esta cíclopea tarea a las víctimas y sus organismos y a las organizaciones sociales que nunca declinarán en este propósito y que, en cualquier caso, seguirán su marcha irresistible por la Justicia. Se les debe a los exterminados por el terror genocida, a las actuales y futuras generaciones y a la Argentina que seguimos soñando.
* Abogado de la acusación popular en representación de la Asociación Argentina pro Derechos Humanos - Madrid, en la causa que por Genocidio y Terrorismo instruyó el juez Baltasar Garzón en España contra los represores argentinos.
Este artículo es continuación del que se publicó el domingo 2 de abril en Página/12 “Necesidad de cárcel común”.
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