Sábado, 16 de diciembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
La hija del general Bachelet es presidenta de todos los chilenos.” Con esa frase la presidenta socialista, hija de un general que murió por las torturas que había sufrido en las cárceles de la dictadura chilena, quiso explicar la decisión de su gobierno de rendir honores militares póstumos al dictador fallecido. El solo hecho de que haya tenido que dar explicaciones demuestra que había un contrasentido, un ruido molesto en su propia valoración del general Pinochet, en la de la mayoría de los chilenos y en todo el ámbito internacional, para el que Pinochet constituía un símbolo de lo nefasto.
Quiso decir que si hubiera sido por ella, esos honores militares tampoco se habrían realizado. Y que sin embargo se había resignado a concederlos porque para un sector importante de los chilenos, Pinochet era una gran persona. Y que fundamentalmente así lo veían los militares chilenos. Es una explicación que muchos de este lado de los Andes quisieron ver como una demostración de madurez y generosidad, en un esfuerzo por asimilar la realidad chilena a las secuelas de la dictadura en Argentina. Lo contrario a lo que hizo Bachelet vendría a ser venganza y revanchismo.
O sea que Pinochet deja de ser golpista, dictador y asesino porque una parte de la sociedad supuestamente lo legitima y porque las fuerzas armadas lo siguen apoyando. Si no tuviera ese respaldo sería un tipo execrable, pero como lo tiene, queda limpio de todos los pecados. Decir eso de Pinochet en Argentina queda feo, pero les encanta que lo diga una presidenta socialista –la más buena de los buenos–, de Pinochet –el más malo de los malos–, porque entonces no queda nada que decir en Argentina, donde el retrato de los dictadores fue retirado de las instituciones militares y donde los juicios a los asesinos y torturadores siguen adelante. Eso no es generoso ni maduro, es revanchismo.
Pinochet estuvo 17 años en el poder, mientras que aquí no alcanzaron a ocho y terminaron con el desastre de las Malvinas. En ese tiempo Pinochet pudo consolidar una fuerza política de derecha y un sistema económico basado en los principios del neoliberalismo. Con una sola excepción: nunca pudo privatizar la industria del cobre que había estatizado el socialista Salvador Allende y que en la actualidad genera inmensas ganancias al estado chileno.
Sin embargo, esa fuerza de derecha expresada en dos grandes partidos jamás pudo superar electoralmente a la alianza de las dos fuerzas democráticas, la Democracia Cristiana y el Partido Socialista, junto con otras fuerzas de centro y centroizquierda. Más aún, a medida que fueron avanzando los juicios por violaciones a los derechos humanos y por enriquecimiento ilícito contra Pinochet, los partidos de derecha tuvieron que tomar distancia del dictador para conservar sus votos. Cuando murió, Pinochet ya no tenía un respaldo masivo y su figura estaba muy desgastada. Un sector grande del empresariado, familiares de militares y un núcleo duro y militante de la derecha, que manifiesta un anticomunismo cerril y anacrónico, fue el que se movilizó en sus exequias. Si tuviera que expresarse electoralmente, el pinochetismo como tal es una parte minoritaria de la derecha chilena.
El problema real son las fuerzas armadas, donde Pinochet sí mantuvo una presencia importante, porque al igual que en Argentina, el impulso de llevar a la Justicia los delitos de lesa humanidad cometidos por la dictadura es traducido desde la corporación como persecución a las instituciones castrenses. Visto desde fuera, parecería que todos los militares chilenos fueran pinochetistas. Y no es así, porque un sector importante de las fuerzas armadas está interesada en tomar distancia del golpe del ’73 y de la figura de Pinochet. Pero los avances en ese plano son tan sutiles y delicados que una movida brusca del gobierno en relación con la muerte de Pinochet habría provocado que los militares se emblocaran nuevamente. Ese fue el motivo real de la concesión de Bachelet, que antes de ser presidenta ejerció como ministra de Defensa y conoce el paño.
Pero se ha puesto de moda desde la derecha y desde algunos sectores del centroizquierda alabar a los socialistas chilenos por los límites que ellos sufren más que eligen. Porque les ha tocado lidiar con una herencia política, social y económica bastante más difícil que en los otros países de la región que salieron de dictaduras. Se los alaba porque son moderados, porque respetan los principios del neoliberalismo y porque no son populistas. Antes, esta última categoría estaba más relacionada con los demagogos, es decir con aquellos que prometían cosas que después no cumplían o no se podían cumplir. En la actualidad, “populista” es el que moviliza a la población y el que impulsa una política económica más distributiva, más equitativa. Como los principios del neoliberalismo tienden inevitablemente a generar sociedades con menos ricos cada vez más ricos y con cada vez más pobres y excluidos, cualquier medida que intente racionalizar esa tendencia “natural” de la economía capitalista es tachada de populista o intervencionista, incluso por un sector del centroizquierda que se siente más cómodo acompañando “críticamente” proyectos del centroderecha.
Se dice que la dictadura de Pinochet fue exitosa desde el punto de vista económico. En realidad, la dictadura sentó las bases de una economía que alcanzó su punto más alto de prosperidad con los primeros gobiernos democráticos que profundizaron lo que se venía haciendo. Una de las consecuencias fue el surgimiento de una clase empresaria poderosa, troglodita, muy reaccionaria, acostumbrada a recibir todos los beneficios y a repartir casi nada, porque surgió de esa matriz. Los índices macro de la economía chilena son buenos, de la misma manera que son malos los índices sociales. En las últimas elecciones, tanto Bachelet como los candidatos de la derecha y la izquierda hicieron eje en esa deuda social. Pero es muy difícil la puja para tratar de limitar las prerrogativas que tiene el sector empresario y que en gran medida constituyen la base del sistema económico. El desafío del primer presidente socialista chileno, después de Allende, era demostrar que podía gobernar sin caos. Ricardo Lagos lo logró, pero sin diferenciarse mucho de lo que podría haber sido un gobierno de sus aliados de la Democracia Cristiana en la Concertación. El desafío para este segundo turno de los socialistas radica en impulsar un matiz progresista y social, lo que implica choques y desajustes con sectores de poder.
Los socialistas chilenos se han convertido sin querer en la niña bonita de una derecha internacional que trata de contraponerlos con otros gobiernos progresistas de la región. Más allá de que sus políticas expresan las relaciones de fuerza en el seno de una alianza de agrupaciones diversas, incluyendo sectores democráticos de centroderecha, lo cierto es que en el plano regional ellos no se han plegado a ese discurso de la derecha que tanto los alaba. Por el contrario, sus diplomáticos les han dado más de una mano a Hugo Chávez en Venezuela y al mismo Evo Morales en Bolivia. Con inteligencia, los socialistas chilenos no cayeron en el error de convertir en dogma esa experiencia que han debido recorrer desde la salida de la dictadura, que los llevó incluso a una alianza –que en otras épocas les habría parecida insólita– con sus tradicionales adversarios de la democracia cristiana para forzar la retirada de Pinochet.
Se puede criticar o no las políticas de los socialistas chilenos, pero lo que resulta llamativo es que la derecha trata de convertirlas en dogma cuando ellos se niegan a hacerlo aunque deban transitarlas. Mario Vargas Llosa los cita permanentemente en sus charlas. En la última reunión del Consejo de las Américas, en Nueva York, expusieron los ex cancilleres de Chile, el democristiano Ignacio Walker, y de México, el centroizquierdista Jorge Castañeda, y pese a que no había ningún socialista, se refirieron a ellos para contraponerlos a otras experiencias en América latina, incluyendo al gobierno argentino, al que calificaron de populista.
En el caso de las honras póstumas a Pinochet, sólo se sumó la ex primera ministra de Gran Bretaña Margaret Thatcher. Ni siquiera el gobierno de Estados Unidos quiso expresar su homenaje al dictador que llevó al poder y en las condolencias oficiales hizo referencia a las víctimas de la dictadura. Michelle Bachelet sabe que Pinochet no es un militar con honra aunque ella haya tenido que conceder ese reconocimiento. La reacción internacional de sorpresa y rechazo a esa exaltación del tirano pesa más que la exaltación misma. No proyectó una buena imagen de Chile hacia el exterior. Se vio como lo que fue: una concesión al dificultoso proceso de transición democrática. Pero una concesión al fin. Salvador Allende no es lo mismo que Pinochet, pero de signo opuesto, como dicen en Chile los que hablan de “generosidad y madurez” y en Argentina los que hablan de reconciliación de dos partes equivalentes, víctimas y victimarios.
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