Miércoles, 14 de febrero de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Hugo Yasky *
Otra vez a contrapelo. Otra vez más la jerarquía de la Iglesia Católica dándoles la espalda a aquellos que, de desde distintas diócesis y parroquias de sectores populares, demuestran día a día su compromiso con la opción por los pobres.
La declaración que el Episcopado ha difundido días atrás para descalificar las leyes educativas recientemente sancionadas constituye una nueva prueba de que la defensa de intereses corporativos y la persistencia de visiones oscurantistas siguen alejando a la cúpula eclesiástica de las problemáticas de los que menos tienen. El primer objetivo de este posicionamiento no es otro que presionar al Estado para que asigne más recursos a las escuelas confesionales que ya se llevan un porcentaje muy alto de la inversión educativa en la mayoría de la provincias.
¿Qué lógica tiene que en nombre de un supuesto trato igualitario para la educación privada y para la pública, deslicen la irracional demanda de un sostenimiento presupuestario integral en condiciones de paridad entre unas y otras, cuando la realidad pone ante los ojos día a día las carencias de edificios escolares públicos?
¿Cómo entender que reclamen respeto al principio de “igualdad de oportunidades” y, acto seguido, critiquen que la ley sancionada los limita en su “potestad” de despedir a los docentes que no coincidan con el ideario educativo institucional? ¿Cómo se entiende que se exija aumento de subsidios, cuando aun el Estado no garantiza el ejercicio pleno del derecho a la educación pública, gratuita y obligatoria? ¿Por qué se ataca una ley que contiene objetivos que si realmente se cumplen permitirán un avance en la superación de la exclusión educativa que castiga a cientos de miles de niños/as, adolescentes y jóvenes argentinos?
Lejos de defender garantías constitucionales, defienden privilegios. No escuchamos esas voces denunciando la destrucción de la escuela pública argentina durante décadas de políticas neoliberales. Pero sí claman al cielo ahora oponiéndose a la educación sexual, pese a que ésta constituye una demanda social casi unánime, incluso entre las propias comunidades educativas católicas.
Junto a las familias, la escuela es el lugar de privilegio a la hora de transmitir conocimiento claro, serio, científico sobre la sexualidad, la procreación, los derechos reproductivos, la prevención de enfermedades de transmisión sexual, el abuso sexual y la prostitución de niños/as.
El inicio temprano del conocimiento del cuerpo y su fisiología, el respeto del propio cuerpo y del cuerpo del otro favorecerán las posibilidades de vivir y disfrutar de la sexualidad sin atavismos y con responsabilidad. Por otra parte la educación sexual constituye un instrumento eficaz de prevención de los embarazos adolescentes y todas sus secuelas psicosociales, como así también del aborto con su trágica consecuencia de muerte para miles de mujeres, mayoritariamente jóvenes y pobres.
Ante el flagelo del sida la educación sexual no es un tema de moral sino de salud pública. Al contrario de lo que afirma el Episcopado, la escuela de ninguna manera va a transmitir valores negativos, ni se van a imponer valores antiéticos a ningún docente ni a ningún estudiante. Sin duda, muchas de las víctimas de abuso, explotación, prostitución; de las mujeres muertas por abortos clandestinos; de los niños abandonados a su suerte, tendrían otro destino si junto a políticas publicas de inclusión, desde la escuela nos ocupáramos de su educación sexual.
Según Unicef, el mayor éxito alcanzado en la reducción de las tasas de infección del sida en Africa y otras regiones se da entre las niñas y mujeres que han tenido acceso a una educación sin conocimientos negados en materia sexual.
Estamos frente al desafío de preservar lo mejor que tenemos. Se trata simplemente de no dejar que nos cierren los ojos.
* Secretario general de Ctera-CTA.
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