Domingo, 18 de febrero de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Un debate en el oficialismo respecto del acuerdo con las empresas de salud. Las explicaciones de los que avalan. Las razones de los críticos. La falta de un paraguas legal y la conversión legislativa de las gerenciadoras. Lo que se sabe, lo que falta establecer. Y un aviso sobre la inequidad.
Por Mario Wainfeld
“Los empresarios querían impulsar los copagos, les dimos aire a los copagos. Muchas prestaciones van a costar a los afiliados lo mismo que si las tramitaran directamente con los prestadores. Se pensó en los índices más que en el interés de los usuarios. Las prepagas son las que ganan, hay una fortuna en juego. Y ojo, que está por verse si el método que les aceptamos no termina impactando en las obras sociales o en el sistema público de salud.” Legisladores y funcionarios del oficialismo, casi todos bajo el manto del off the record, incurren en una práctica infrecuente para este gobierno: la discusión interna. Muchos se enteraron viendo la tele del acuerdo con las grandes empresas de salud. A unos cuantos no les gustó. Desde luego, son minoría y hablan en voz baja. Lo que discuten, lo que se preguntan, lo que responden quienes bancan las medidas, a continuación.
La foto que ilustra esta nota, la del anuncio, podría parecer convencional, recurrente en una minitradición del actual gobierno. Si se escudriña a fondo, se registrarán preeminencias y ausencias notables. Se supone que haya una modificación pro usuario en materia de salud, lo que haría imaginable la centralidad de funcionarios del área respectiva. Mas hete aquí que predominó Economía, sobrerrepresentada por la ministra y el hombre fuerte de la repartición, Guillermo Moreno. Héctor Capaccioli, titular de la Superintendencia de Servicios de Salud, fue el único agregado. Suena cruel decirlo, pero si se aplicaran a rajatabla los criterios utilizados por Felisa Miceli a la directora desplazada del Indec, se la podría encasillar como funcionario de segunda o tercera..., de segunda o tercera línea se entiende.
La hiperpresencia de Economía y la ausencia corporal de Ginés González García documentan con fidelidad quiénes trabajaron en la urdimbre del acuerdo. El mismo cayó bajo la égida de Moreno y la intervención de Salud fue tardía, supletoria, casi protocolar. La consecuencia, contenida en sus premisas, es que fue primordial la obsesión de Moreno: el índice de precios al consumidor (IPC). Los intereses de los usuarios ocuparon el mismo lugar subsidiario que en la foto. Esta lectura no es exclusiva del cronista, la comparten legisladores y funcionarios oficialistas, en especial los sanitaristas y los ligados a la defensa del consumidor.
La consecuencia del acuerdo será (sólo en apariencia) paradójica. Las empresas pusieron cien escollos para diferir la aprobación del marco regulatorio para las prepagas que impulsa el Gobierno en Diputados. Ahora le tienden una alfombra roja, a condición de que la norma sea corregida para incorporar el sistema de copagos. Las autoras del mentado proyecto, las diputadas del Frente Para la Victoria (FPV) Patricia Vaca Narvaja y Graciela Rosso, consideran que introducir reformas con ese norte desvirtuaría el proyecto que pretende un avance sobre la lógica del mercado. Rosso (bonaerense, sanitarista, ex viceministra de González García) expresó a este diario que sería un retroceso con todas las letras, un regreso a la “lógica del neoliberalismo en materia de salud”. “En estos días se conoció un artículo de Paul Krugman calificando de ‘escándalo’ el funcionamiento del sistema de salud norteamericano, que es privatista –añade Rosso– y nosotros (en vez de tomar en cuenta los ejemplos de Francia, Canadá, España, Cuba, Uruguay o Costa Rica) parece que tendemos a imitarlos.”
En diálogo asimismo informal con Página/12, Capaccioli confirmó que es intención del Ejecutivo dinamizar esas modificaciones. Con el plexo legal vigente lo que se anunció como un acuerdo no es tal (el Gobierno carece de facultades para plasmarlo y controlarlo), es una propuesta unilateral. Veamos.
“¿Se puede aplicar lo anunciado en la conferencia de prensa hoy, con las leyes vigentes?” El cronista sonsaca a un funcionario de razonable nivel, del ala dominante, la favorable a la medida. “Seguramente no, el régimen legal es, hasta ahora, inexistente.” Las facultades de la “Super”, se confiesan en la Rosada, son muuuy opinables. “Capa es un soldado, se arriesgó al estar en la foto, pero tenía que estar”, enuncia un colega de gestión, que está a su favor. En tanto no haya una ley que los encuadre, los acuerdos en cuestión son contratos privados de riesgo variable, regidos por el derecho privado, amplía un contertulio de este diario. Entre ellos hay quien agrega que los anuncios no podrán garantizarse por ausencia de legislación que les valga de cobijo. Los precios fijados son una convención privada, el prestador podría reemplazarlos a su guisa.
“¿Se pueden, en el limbo legislativo vigente, estipular las enfermedades crónicas que, según se prometió, se excluirán del régimen de copagos?”, interroga el cronista. La respuesta no es certera. Marco legal no hay pero el Gobierno cree posible avanzar, puesto que se cuenta con la voluntad explícita del sector empresario. Tanta solicitud debería ser sospechosa para una administración que suele ser prevenida respecto de las corporaciones. Da la impresión de que en este caso se puso entre paréntesis tan sensato principio.
¿Cuál sería la lista de enfermedades crónicas? La enumeración, auguran en Salud, se fijará merced a un acuerdo realizado con la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, que elaborará un listado. “Tenga por seguro que estarán las enfermedades oncológicas, la diabetes, el HIV SIDA. La hipertensión y la obesidad (que preocupan peculiarmente al cronista) son más opinables”, explican muy cerca de Capaccioli.
La fuente confidencia que la encomienda a la UBA está en trámite pero que no se sabe cuándo estará preparado ese trabajo. Página/12, que acumula años de costumbrismo nativo, se permite inferir que su página uno debe estar todavía invicta.
¿Cómo se precisaría en cada caso concreto si el paciente padece una enfermedad crónica preexistente? La respuesta queda en una nebulosa que (conociendo la praxis de las empresas de servicios locales) seguramente derivará en litigiosidad y abusos del sector dominante.
Los copagos no son, como suele estilarse ahora, un plus que se entrega al prestador, el médico, el laboratorio, etc. Se entregan directamente a la prepaga.
“Lo que buscamos –sinceran en el primer nivel del kirchnerismo– fue que no subieran las cuotas que impactan desmesuradamente en el IPC. Moreno puro. Los gastos de bolsillo, algo se elevarán..., se resigna. Pero eso ocurrirá seguramente en meses futuros, cuando quizás haya escampado la borrasca desencadenada por la intromisión de Economía en los índices del Indec.
¿Cuánto es ese “algo”? Capa-ccioli ponderó en un cinco por ciento el aumento de bolsillo promedio para quienes opten por “copagos”. Página/12 preguntó a una mano derecha de Miceli cómo se justifica ese cálculo. La respuesta fue tomar distancia: “No tenemos por qué justificarlo, no lo hicimos nosotros sino Capaccioli, pregúntele a él”.
Allende Economía, un nutrido conjunto de compañeros de gestión desconfía de esa cifra que aplana diferencias muy sensibles entre distintos usuarios. Y recusan que los guarismos que sirven de base del cálculo provengan de material acercado por el sector privado. “Nos dejamos apurar, nos manejamos con los números de ellos, que estaban fascinados por cerrar la negociación, nos llenaban de carpetas”, rezonga un cuadro parlamentario del FPV, muy prevenido respecto de la credibilidad de esas fuentes. La sombra del Doctor Cureta ronda muchos magines a la hora de tomar en serio data llegada de modo llamativamente solícito.
Un legislador del FPV descree del cinco por ciento. A las pruebas se remite. “Las gerenciadoras estiman un promedio de tres consultas al año por paciente –ejemplifica–, las encuestas sanitarias aceptadas mundialmente calculan cinco anuales para las personas en edad activa. El Plan materno-infantil prescribe una al mes para los chicos. En el caso de la tercera edad, obviamente, son más. Saque usted la cuenta de cuánto hay en juego, sólo en consultas.” Para hacerlo hay que multiplicar por veinte pesos. Veinte por... ¿por cuánto?
Un tópico entre los defensores de los cambios es que los concernidos son pocos, sólo 300.000 usuarios. Otros hablan de 400.000. Los guarismos en Argentina, valga esto como nota al pie, son algo así como ideas fuerza. No deben ser tomados al pie de la letra, nunca son certeros, en parte por la endémica debilidad del sector público para relevar y acumular información confiable. A Moreno, evocan sus confidentes, lo saca que un universo tan reducido de consumidores pegue tanto en los índices. Le provoca una furia similar al que le causó el exorbitante aumento estacional de la lechuga en enero.
Otros funcionarios tiran la bronca por la vastedad de las repercusiones detonadas por medidas que conciernen a “gente de clase media con alto nivel adquisitivo”, “tipos que no nos votarían nunca” y taxonomías similares. Se podría glosar que muchos de los implicados son menores de edad cuyo sufragio es todavía un enigma y personas de tercera edad exentas de la obligación de votar. Pero lo sustantivo, anticipan los críticos, es que nada garantiza que la concesión hecha a las prepagas no traslade sus consecuencias a muchas más personas. Las prestadoras de salud, en especial las más grandes, que son las que posaron para la foto, son formadoras de precios para el sector público. A partir de la desregulación del régimen de obras sociales tienen un maridaje con el sistema público, al que pueden presionar o convencer para mejorar sus posiciones. Los precios de las prestaciones, determinados por el prestador antes que por una inexistente lógica de mercado, pueden incidir en futuros acuerdos con el PAMI, con las obras sociales. La porosidad entre la conducción de unas cuantas obras sociales y las prepagas cataliza la viabilidad del vaticinio.
La historia inmediata habilita esas hipótesis. El sector de salud es mano de obra intensivo y hace pressing quejándose de que está en la cuerda floja. El sindicato respectivo estuvo en el index del Gobierno, porque su secretario general, Carlos West Ocampo, es un “Gordo” hecho y derecho, cuya versación y capacidad política inusual lo tornan doblemente temible. Pero, andando el tiempo, las relaciones mejoraron. El surgimiento de conflictos específicos, conducidos por indómitas comisiones internas de izquierda (Garrahan, Hospital Francés) les abrieron una ventana de oportunidad a los muchachos: pudieron aportar a la gobernabilidad, a fuer de interlocutores más predecibles para el Gobierno. El secretario general de la seccional Capital, Héctor Daer, prenunció el proyecto de expropiación de las instalaciones del Hospital Francés.
Tanto el sindicato como el sector patronal, como varios integrantes del Gobierno (entre ellos el ministro de Salud), comparten un credo laico: en una etapa de superávit, el Estado debe abocarse a evitar la quiebra del sector, incluso mejorando el monto de las prestaciones pagaderas por entes oficiales tomadores de servicios. Página/12 reprodujo hace más de un año una polémica entre Ginés González García y Lavagna, de un lado, vs. Graciela Ocaña y Alberto Fernández del otro. El nodo era una deuda que mantenía el PAMI con prepagas y obras sociales que Ocaña quería pagar pero previa auditoría, porque advertía liquidaciones muy infladas. Sus colegas de gestión proponían dinamizar los pagos como una medida proactiva. Desde ese debate, Ocaña y González García no dialogan más. El jefe de Gabinete hace de facilitador entre ambos, cuando cabe.
Las empresas de salud no son, sustancialmente, acreedoras del fisco. Al contrario, son deudoras multimillonarias. Sucesivas prórrogas de leyes de emergencia vienen suspendiendo la ejecutabilidad de esas acreencias. La posición del sector, que fue crítica a fines del siglo pasado y comienzos del actual (con pagadiós estatal incluido), ha variado mucho aunque de forma muy dispar a su interior. Un puñado de empresas creció exponencialmente, incrementó sus ingresos. Hubo un aumento enorme de los recursos asignados a la seguridad social (un logro de este Gobierno), una ración apetecible recayó en manos de un grupito de grandes empresas a las que les va bomba, como puede corroborar cualquier transeúnte que perciba sus activos inmobiliarios, generosamente expuestos.
La condición de otras empresas, a veces cooperativas o sociedades de médicos sostenidas a pulmón, es bien diferente y más vulnerable. La ley de financiamiento de las deudas del sector que contemporáneamente se trajina en el Congreso no da cuenta de esa diferencia y estipula similares franquicias a todos, lo que funciona como una discriminación negativa contra las pymes. Una desaprensión contradictoria, en un gobierno dado a la intervención, a la distinción de situaciones particulares.
Actuar sobre los precios para limitar su impacto en los índices es una praxis controversial, heterodoxa, intervencionista. El Gobierno la practicó durante todo el año pasado, levantó controversias y obtuvo algo bastante parecido a lo que ambicionaba. Sus objetores, amén de las diferencias ideológicas y de las predicciones agoreras acerca del porvenir, le recriminaban que su enfoque puntillista no daba cuenta de “otras canastas”. No se hablaba, en serio, de manipulación de índices ni se supeditaban a la política de precios otros valores que los económicos.
En este año, desbocado el costo de la canasta básica, el Gobierno (con Moreno como protagonista central, no como francotirador) viene derrapando a conductas más riesgosas. La primera fue meter mano en los índices de modo torpe sin procurar explicarse, en parte porque es difícil, en parte porque gusta de tomar ese lugar de prepotencia de los hechos. La segunda, es supeditar aspectos de una política pública, la de salud, a los deseos confesos de los formadores de precios.
Arturo Jauretche aconsejaba no ir a comprar con el manual del almacenero. Su prédica –da la impresión– no fue acogida en estos días. Se aceptó la cartilla del almacenero para evitar que se disparara el IPC. O hasta, en el linde mismo de la parodia, para que bajara respecto de enero.
La liturgia, a menudo, es más didáctica que los textos sagrados mismos. En la presentación del otro día, no hubo un solo sanitarista. No hay un solo argumento de política sanitaria en la explicación de las medidas. Nadie dijo que con esto mejorarán las condiciones de salud de los argentinos. Un silencio tan expresivo como las presencias y las ausencias de la foto que se publica en estas páginas.
Isabel Perón, que debe tener un canutito de plata guardado, se atiende en un hospital público español. La lógica deseable de un sistema de salud es garantizar un alto piso universal común y habilitar a los de mayor nivel adquisitivo a mejorarlo, a su costa. Pero hablar de sistema de salud en la Argentina es más bien una licencia de lenguaje, en puridad no hay tal. Lo que lo remeda es, como casi todo en esta tierra, una distribución muy desigual de posibilidades. La fragmentación y la falta de políticas públicas realmente universales son una constante, una carencia de institucionalidad mucho más afligente que la subsistencia de listas sábana o la composición del quórum del Consejo de la Magistratura.
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