Domingo, 4 de marzo de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Sorpresas permanentes en una campaña que no empezó. La foto de Macri, lecturas, relecturas, retractación. Manos libres a los candidatos y el contexto que lo permite. Un largo discurso contra la oratoria. La primacía individual, los cambios de época, una agenda impensada.
Por Mario Wainfeld
La legislación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires es rigurosa, las campañas tienen estipulada una duración breve. La de junio, mirada bajo el severo prisma legal, no ha empezado aún. “Menos mal”, dirá el lector atosigado, sorprendido o divertido por el activismo de los candidatos. La creatividad está mejor repartida que la riqueza, nadie se queda corto en un juego interactivo en el que las reglas (y los competidores) varían en cada movida.
Hace un siglo Jorge Telerman tomó la iniciativa (y ganó las tapas de los diarios) determinando la fecha de las elecciones. Mauricio Macri cantó retruco, instalando su candidatura durante unos días, confirmándola la semana siguiente. Bien implantado en el centro de la escena, el jefe de PRO se aprestaba a ocupar bastante centimil anunciando a su acompañante de fórmula. Pero Elisa Carrió añadió sorpresa, irrumpió y ganó centralidad anunciando la posibilidad de ir ella misma por la Jefatura de Gobierno. Como los plazos formales todavía no vencen, cabe conjeturar que el futuro está abierto a muchas novedades.
La versatilidad de los actores obedece a la conjunción de varias circunstancias. El estado de emergencia de los partidos políticos juega su rol, pues disipa la necesidad de instancias colegiadas complejas, competitivas, que en otras latitudes insumen tiempos importantes.
La vivacidad de los políticos es innegable, todos practican un juego de réplicas, de acciones responsivas y de readecuación táctica diarios.
La carestía de figuras votables (una carencia transversal como pocas) multiplica por cien la libertad de decisión de los dirigentes taquilleros que, a fuer de insustituibles, pueden laxamente deshojar la margarita entre distritos y cargos. Sus adláteres tienen un peso relativo menor o irrisorio, correlativa es su capacidad de veto.
El sustrato cívico cultural posibilita, tal vez cataliza, el modus operandi dominante. Hasta ahora, por lo menos, los votantes no se han mostrado severos con los gambitos de los candidatos. Su pragmatismo acompaña las mudanzas de distrito, los pases de una liga a la otra.
Sin mayor empacho, todos arrojan la primera piedra, aunque si las evalúa con mínima distancia, las transiciones de Daniel Scioli (Capital a provincia), Macri (de la nación a la ciudad) y la de Carrió (si se confirma) tienen un aire de familia inmenso.
La incesante generación de tácticas es, en la actual coyuntura, ineludible. Es una consecuencia de la crisis de un sistema político-partidario, que deviene causa. ¿Causa de qué? De la perduración del sistema. Y también de perduración de su crisis. Al fin y al cabo los neolemas (ilegales, a diferencia de las traviesas movidas actuales) dieron oxígeno al sistema en su hora más aciaga. Desde entonces, como todo, funciona atado con alambre.
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Macri habló con una nenita a su lado. Valerse de los pibes, besarlos, acariciar sus cabezas es un tópico de la publicidad política. Casi cualquier candidato de Occidente lo ha hecho una docena de veces. El presidente de Boca lo condimentó con una torpeza expresiva enorme y un afán ostensible de mostrarse natural e indignado en el mundo de la pobreza. Se acomodó sobre pilas de basura, aludiendo inconscientemente a un ramo de actividad en el que su apellido hizo época. Y mostró el hilván tilingo cuando predicó que la ciudad no es sólo la avenida Alvear, un paraje que seguramente jamás ha transitado el 80 por ciento de los porteños.
La campaña, merced a su reinterpretación constante, produce efectos prescriptivos. Los creativos de otros postulantes, los de Macri mismo, deberán rumiar mucho antes de usar a un chico en cualquier producción. Una competencia a todo lo que da genera reglamentos nuevos, cuya violación implica riesgos desconocidos, que nadie quiere afrontar.
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El ágora mediática funciona a enorme velocidad. La supuesta ingenuidad del receptor, en la que siempre creen un cachito los publicistas, es puesta a prueba a diario. Cualquier mise en scène es develada en simultáneo por la radio, la tele o los diarios. Toda foto es explicada como un simulacro, se da por hecho que se está impostando un mensaje. “Juntarse para la foto” no significa sino eso. Nadie diría que los contrayentes de un matrimonio (que hacen un mundo de retratar el momento o filmarlo) “se casan para la foto” porque se presupone que la gente se casa en serio. Pero la foto de cualquier acto de gobierno o hecho político es puesta en contexto con las explicaciones de los móviles, del backstage.
Los vecinos, a fuer de público espectador, comparten los códigos y el método. La desconfianza hacia los políticos no reconoce fronteras, en este suelo la engalana una extendida destreza en la relectura o por lo menos un afán de tenerla.
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El Presidente habló durante casi 140 minutos ante la Asamblea Legislativa para demostrar que lo suyo son los hechos y no las palabras. Su fortaleza está en los guarismos, los “logros”. Su promesa a futuro (casi inexpresada en su verbo pero evidente) es más de lo mismo, que numéricamente es mucho. Un clásico de los movimientos nacionales y populares es la reparación. En la palabra y en la acción de Néstor Kirchner ésta se afinca en buena medida en la recuperación de standards socioeconómicos mensurables. La idea del despojo es común en la autopercepción de los argentinos. Muchos de ellos (he ahí una diferencia sensible respecto de habitantes de países vecinos) tienen memoria cercana de “haberla pasado mejor”. A muchos les sacaron algo, en un lapso corto. En años, en décadas, a lo sumo en lo que viven dos generaciones. Cuando Kirchner propone restaurar estatutos precedentes, le habla a una audiencia enorme. Su programa –restaurar la cohesión social, la relativa igualdad de oportunidades– es sencillo en sus metas pero de difícil concreción. La oratoria presidencial no le agrega “belleza” a su promesa, diría el Bambino Veira. Nada parecido a una doctrina adorna o enriquece el fluir de los indicadores.
Tampoco parece interesarle mejorarla con derechos de nueva estirpe. El yrigoyenismo llegó con el voto, el peronismo con el carné sindical. El kirchnerismo no trilla nuevos territorios. Hablamos de un liderazgo de opinión, muy atento a los humores ciudadanos: si no hay reacción es porque no se percibe estímulo. El oficialismo no lee que existan demandas sociales “extrakeynesianas”, si las intuyera el Presidente reaccionaría a su modo, como bolita de flipper. Tampoco ven una acechanza política inminente al oeste de su paraíso, a su izquierda: Kirchner despotricó contra los noventistas, contra sus contradictores por derecha, contra la Alianza, un toquecito contra Eduardo Duhalde. A su izquierda no castigó, no ve competitividad por allá, no registra que se acecha su posición.
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La atonía de los partidos políticos, la hegemonía de sus líderes es un fenómeno incordiante. Las resoluciones se toman en el vértice. Su elaboración previa es una pieza de museo.
Pocos dirigentes del ARI estaban anoticiados del cambio de parecer de Carrió ni pueden dar fe horas después de si se trata de un gesto exploratorio o un anticipo de una decisión tomada.
Macri escucha a sus consultores pero decide sólo la fórmula, la pose en el basural, la retractación ulterior.
En el Frente para la Victoria a nadie se le ocurre que sea asunto colectivo elaborar, así sea sin carácter vinculante, si su presidenciable será “pingüina o pingüino”.
En todas las tiendas se consultan con la almohada jugadas estratégicas que en otros lugares serían objeto de polémica de plenarios de militantes, de mesas de dirigentes, de internas entre afiliados o abiertas.
La dominación del candidato por sobre las identidades y los colectivos de pertenencia o referencia diluye las diferencias o las torna adjetivas. Son chocantes las semejanzas entre Daniel Scioli y Macri. Este las busca acentuar limando su costado rezongón y malcriado, remedando el ethos no conflictivo, “buena onda” del vicepresidente. La similitud entre dos dirigentes formateados en el molde menemista es toda una referencia y una advertencia para quienes hablan de nueva política y dicen pensar distinto a ellos. Su aparentemente amplia aceptación es un dato duro para quienes embellecen a la opinión pública y un reproche a quienes no han instado cambios culturales proporcionales al crecimiento del PBI.
La competencia democrática renguea bastante. En sincronía, las condiciones materiales han cambiado mucho de 2002 para acá; las expectativas también. Varias correlaciones de fuerza (estado vs. “mercados”, sindicatos vs. patronales) se han modificado en un rumbo deseable. De eso habló el Presidente el jueves y una buena parte del “logro” tributa a sus principales medidas, al rumbo elegido.
La tolerancia y el pluralismo se arraigan de pálpito en la sociedad, aunque la corporación política no da un gran ejemplo, el Presidente en eso no se distingue del conjunto. Pero, con todo, la mejora ha ampliado las demandas sociales y ha sofisticado la agenda. Discutir la calidad del empleo, la distribución del ingreso, el reconocimiento de la CTA, la reforma impositiva, la profesionalidad del Indec, la carrera docente (por referir ítem socorridos en lo poco que va de 2007) habla de un enriquecimiento. Ese menú era impensable hace un lustro apenas, cuando las dudas eran si se mantenía la unión nacional, cómo se evitaba el estallido social y si se podían repartir millones de planes sociales.
La holgura fiscal, la ampliación de los reclamos sociales, dan el tono epocal, que contradice el abatimiento disciplinador de la dictadura, las hiperinflaciones y la recesión.
Un cuadro de situación complejo y dialéctico, de cara a un mes que sigue abierto al dinamismo de los operadores políticos.
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