EL PAíS › DUHALDE TOMA EL RABANO POR LAS HOJAS

Morir de pena

La creación de una comisión especial encargada de reformar los códigos para responder a los secuestros extorsivos repite el viejo error de tomar el rábano por las hojas. Lo que debería cambiar no son las leyes sino las condiciones socioeconómicas que explican ese y otro tipo de delitos. Arslanian se propone aprovechar la coyuntura para avanzar un paso más en la reforma procesal que inició hace una década y que quedó trunca por las resistencias de la corporación judicial. Lo más probable es que se trate de un nuevo chisporroteo inconducente, dada la parálisis del Congreso, que no consigue iniciar ni cerrar el juicio político a los ministros de la Corte.

 Por Horacio Verbitsky

El viernes después del mediodía bocinas y sirenas sonaron durante tres minutos, durante una manifestación que se extendió por todos los barrios de Buenos Aires y muchas ciudades del país. La señora Emilse Peralta, madre de un chico asesinado por sus secuestradores en el Gran Buenos Aires, llevaba un cartel con las consignas por la paz y en contra de la violencia lanzadas por los organizadores del acontecimiento. Mientras lo mostraba, dijo que no pararía hasta que se aplicara la pena de muerte. Es difícil imaginar mayor contraste, reflejo de la confusión generalizada ante el estallido de todas las variables e indicadores. Es para morirse de pena.
Entre los sectores de la sociedad que quedan a salvo no está el gobierno nacional. El senador Eduardo Duhalde es un experto en zigzaguear entre definiciones opuestas, sin dudar jamás sobre el acierto de sus planteos y la eficacia de sus resultados. En la provincia de Buenos Aires pasó del pacto de gobernabilidad con la mejor maldita policía del comisario Klodczyk a la reforma de Luis Lugones y Carlos Arslanian, y luego al meta bala propuesto por Carlos Rückauf, para cuya aplicación convocó al abogado de la banda del Gordo Valor. La semana pasada usó a Arslanian para moverle el piso al ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, Juan José Alvarez, es decir lo mismo que en 1999 le había hecho a Arslanian.
Duhalde llamó a Arslanian hace dos semanas y lo recibió en compañía del ex jefe de gabinete Jorge Capitanich. Le planteó su preocupación por la gran cantidad de secuestros que se estaban produciendo y le pidió asesoramiento. Arslanian sugirió la creación de una comisión que estudiara alternativas pero el día en que volvió a visitar a Duhalde para llevarle los nombres que había pensado, se encontró con un anuncio público de altísimo perfil. El ex ministro no tiene simpatía por Alvarez, a quien considera un político del Gran Buenos Aires sin formación jurídica. Le atribuye, además, la filtración a algunos medios de la ultraderecha fascistoide de algunos nombres de su lista, que sólo conocían Duhalde y Alvarez. La antipatía es recíproca, ya que Alvarez entiende que Arslanian fracasó en la provincia y genera resistencias en las fuerzas de seguridad y la policía. Dos de los candidatos de Arslanian desistieron de participar en la comisión: el retirado comisario Juan Carlos Raffaini, el experto en drogas preferido por la DEA, prefirió no arriesgar su puesto fijo en la dirección de Contra Inteligencia de la SIDE, donde padece a uno de los dos delegados de José Luis Manzano en el gabinete nacional; el asesor de la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados, Luis Tibiletti, no consideró conveniente el recurso a soluciones extraordinarias, en vez de fortalecer las estructuras institucionales existentes, como el Consejo Nacional de Seguridad Interior.
Masticar agua
Luego de masticar agua durante horas, Alvarez se reunió con Duhalde y le presentó su renuncia. El encargado del Poder Ejecutivo le dijo que aceptársela sería un escándalo difícil de asimilar para su abrumado gobierno, que la comisión sólo estaría en funciones por unas semanas para proponer reformas legislativas y que no limitaría las atribuciones del ministro. Alvarez retiró su renuncia y los dos ex intendentes conversaron de otros temas como viejos amigos. Las respectivas visiones de Alvarez y de Arslanian sobre el otro son tan objetivas como irrelevantes. Lo más significativo es que ambos revistan entre aquellos interlocutores de Duhalde que no se apasionan por la represión indiscriminada e irracional ante el incremento de la criminalidad y de la protesta social. Sin embargo, la incompetencia y la inseguridad de Duhalde los conduce a una recíproca oposición y desgaste. No sólo en la economía, el vacío de poder hace estragos.
El tema exclusivo asignado a la comisión es el auge de los secuestros extorsivos, al que el gobierno se propone responder con reformas legislativas. Arslanian no quiso adelantar precisiones, porque prefiere confrontar sus ideas con las de los integrantes del grupo de trabajo. Entre ellos están su ex viceministro en Buenos Aires, Alberto Beraldi; los camaristas Pedro David y Edgardo Donna, el penalista Norberto Spolansky, los fiscales Norberto Quantín y Luis María Chichizola; el ex jefe de inteligencia de Gendarmería Nacional, Enrique Alberto Gallesio. En representación del ministerio se sumó el secretario de Seguridad, Alberto Iribarne, y por el Congreso los legisladores Miguel Pichetto, Jorge Agundez y Margarita Stolbizer. Alvarez vetó al comisario bonaerense Daniel Frutos, a quien Arslanian había confiado tareas de inteligencia durante su desempeño en la provincia. Luego del asesinato de los piqueteros en Avellaneda, Frutos había enviado una carta abierta a Duhalde, en la que cometió el imperdonable pecado de decir lo evidente: que la clave del problema de la seguridad era la inconstancia del ex gobernador, que no perseveraba en sus decisiones ni respaldaba a los funcionarios designados en el área.
Reforma procesal
Arslanian piensa en reformas penales pero sobre todo procesales. Contempla un agravante a las penas por secuestro en aquellos casos en que se quite la vida a la víctima y también la confiscación de la casa en la que se haya retenido al secuestrado, nada de lo cual suena irrazonable aunque tampoco pueda considerarse la panacea universal. Su mayor interés, sin embargo, está puesto en la posibilidad de que coordinen su acción las fiscalías del área metropolitana, Capital y Provincia, y en la instrucción preparatoria a cargo de los fiscales. El Código Procesal que rige en la Capital, reformado por Arslanian hace una década, quedó a un paso de incluir el sistema acusatorio, en el que el fiscal investiga, el acusado se defiende y el juez es un tercero neutral que garantiza los derechos de los imputados, como sí ocurre en la provincia. En la Capital, en cambio, para que los fiscales instruyan la causa es necesario que el juez les delegue esa facultad que de otro modo retiene, cosa que a veces ocurre y a veces no. La urgencia que en caso de secuestros se impone, justificaría el nuevo paso en esa dirección.
La reforma bonaerense, votada durante la gestión de María del Carmen Falbo en Justicia es un buen ejemplo de los pobres resultados que producen las buenas ideas cuando no se invierten los recursos necesarios para su aplicación. Duhalde primero, Rückauf después y ahora Felipe Solá prometen la construcción de nuevas cárceles como respuesta principal al hacinamiento en cárceles y comisarías. Pero la palabra cárcel no tiene paredes ni barrotes y los gobiernos son siempre más pródigos en prometer que en presupuestar las inversiones necesarias para cumplir lo prometido. Lo que nunca hacen, como si se tratara de una cuestión de principios, es reflexionar en serio sobre los problemas. Si tuvieran alguna idea acerca del nivel de violencia que se vuelca sobre toda la sociedad a partir de las condiciones aberrantes que se padecen en las cárceles y comisarías de la primera provincia del país, harían todos los esfuerzos necesarios por descomprimirlas, para lo cual bastaría con disponer penas alternativas o la libertad vigilada de aquellos autores de delitos menores que no hayan implicado violencia sobre las personas.
La excepción y la regla
Más grave todavía es la escasa reflexión oficial acerca de las causas de la situación sobre la que se intenta actuar. Es ostensible que la crisis económica y la catástrofe social que padece el país tienen una incidencia en el incremento en la tasa de delitos cometidos. Pero además es posible avanzar desde esa definición general hacia una visión más específica. En un artículo anterior se señaló el desempeño paralelo de las curvas de desocupación y de criminalidad, algo que también se observa en otros países. En Estados Unidos, por ejemplo, la tasa de robos y homicidios disminuyó al mismo tiempo que la desocupación, a lo largo de la larga década de crecimiento económico continuo. Esa tendencia comenzó antes de que el intendente de Nueva York, Rudolph Giuliani, contratara al jefe de policía William Bratton con su teoría de la tolerancia cero y además lo mismo ocurrió en otras ciudades que no cambiaron su forma de manejo policial, como Boston. Y en cuanto la onda de prosperidad se revirtió y el desempleo volvió a crecer, los indicadores de criminalidad se empinaron de nuevo.
En la Argentina por lo general también se aprecia el paralelismo entre ambas líneas. Pero las excepciones son tan estridentes que se requiere otra explicación más precisa. Por ejemplo, durante la hiperinflación de 1989 se registró el nivel más elevado de delitos contra la propiedad, mientras sólo el 7 por ciento de la población activa no tenía trabajo, tres veces menos que ahora. Un estudio reciente del Profesor Adjunto de Macroeconomía I de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, Eduardo Patricio Pompei, lo explica. Aunque tuviera empleo, la población carecía de ingresos suficientes, licuados por la hiperinflación. El gráfico 1 y el gráfico 2 reflejan las curvas de criminalidad y de desempleo en la Ciudad de Buenos Aires, durante toda la década pasada. Allí es posible advertir cómo el marcado descenso de la desocupación entre 1995 y 1998, luego del efecto Tequila, no condujo a una disminución paralela de la tasa de delitos, que continuó en aumento.
Pompei explica que las normas internacionales con que se mide el desempleo no permiten apreciar algunos fenómenos muy importantes. Por ejemplo, sólo toma en consideración a la denominada Población Económicamente Activa, es decir aquellos que buscan empleo. En cambio, omite a quienes no buscan trabajo, fenómeno que ha ido creciendo a medida que las dificultades para conseguirlo desalentaron a núcleos crecientes de la población, que perdieron las esperanzas o que no tienen el dinero necesario para salir a buscarlo. El índice de desocupación tampoco toma en cuenta las demás variables que determinan la distribución de ingresos, como “la inflación, los salarios bajos, el subempleo, la hoy tan de moda precariedad laboral, el aumento del cuentapropismo”, dice Pompei. Cuanto más elevado es el desempleo, mayor cantidad de gente desarrolla este tipo de actividades precarias, “provocando mayor competencia entre ellos con la consecuente disminución de sus ingresos”, agrega.
El coeficiente de desigualdad
La correlación resulta asombrosa si en lugar del empleo se toma como referencia el coeficiente de desigualdad en la distribución del ingreso, es decir la brecha entre quienes mayores y menores ingresos perciben en la sociedad, tengan o no empleo, busquen trabajo o hayan decidido que no vale la pena seguir golpeando puertas cerradas. Ese coeficiente, denominado Gini, oscila entre un valor de 0, que reflejaría la distribución más igualitaria imaginable y un valor 1, en el cual todos los ingresos serían acaparados por una sola persona. Cuanto más alto sea el indicador, mayor será la desigualdad. En el Coeficiente de Gini sí se manifiesta la incidencia de variables como el desempleo, la precariedad laboral, el nivel de salarios, la concentración económica a nivel empresarial, la menor regulación estatal en la economía, la desaparición de algunas instrumentaciones del Estado Benefactor, la flexibilización del mercado laboral, la inflación, las diferencias en la educación de la población, la magnitud de las jubilaciones y pensiones, la variación del nivel de los subsidios estatales a la población, etc.”, dice Pompei. Los gráficos 3 y 4, que se refieren al Gran Buenos Aires (es decir la Capital más los 20 partidos del conurbano bonaerense) corresponden al índice de desigualdad y al de delitos contra la propiedad, entre 1985 y 1997. No por casualidad se advierte que el valor más alto se registró durante la hiperinflación de 1989.
Si se observa cómo evolucionó la tasa del total de hechos delictivos en la Capital durante la década pasada, la correlación entre la línea gráfica que la representa y aquella que refleja la desigualdad es del 90 por ciento.
Sensación térmica
El índice de Gini correspondiente a octubre de 1989 fue de 0,50 y correspondió a la tasa más elevada de delitos cometidos, que descendió en forma abrupta cuando se detuvo la hiperinflación. El índice Gini de mayo de este año fue de 0,47 y es el segundo más alto de la historia. Aunque todavía no se han difundido los indicadores de criminalidad de estos meses, la sensación térmica anticipa un incremento correlativo. “Los resultados de esta correlación son para tener muy en cuenta, por un lado para los que creen que con una política represiva cada vez mayor se puede resolver el tema de la inseguridad, cuando en realidad en lugar de incrementar la represión provocando más gasto y más déficit públicos, el problema de la inseguridad se puede resolver con políticas redistributivas que pueden no provocar incrementos del gasto del Estado, que en nuestro país es mayoritariamente financiado con impuestos indirectos o al consumo que incrementan las diferencias sociales. Por otra parte hay que tener en cuenta que la mera reducción del desempleo no garantizaría la solución de los problemas de seguridad, pues si esto se logra mediante la precarización laboral y la baja de los salarios, impactaría en la distribución de ingresos de manera negativa, como sucedió en la onda mayo de 1997 de la Encuesta Permanente de Hogares, en la cual se redujo el desempleo, con creación de puestos de trabajo y sin embargo la distribución empeoró”, dice Pompei.
“Las consecuencias negativas de un elevado coeficiente de desigualdad son evidentes “en cuanto al aumento de la delincuencia; pero otras son fáciles de intuir, como deserción escolar, problemas psicológicos , enfermedades por desnutrición, mayor marginalidad social, consumo de drogas, mendicidad, prostitución, etc. Podemos agregar algo que a nivel económico es también muy grave: disminuciones en la demanda que repercutirán en el nivel de actividad de la economía, con sus consecuencias en la inversión y el desempleo, provocando este último mayores niveles de desigualdad y agudización de los problemas de demanda, de manera tal que hace entrar a la economía en fases de recesión (cualquier coincidencia con la realidad no es aleatoria), cuyo costo es mayoritariamente pagado por los segmentos de menores ingresos. Todo esto amenaza la estabilidad política, social y económica de una democracia”, concluye Pompei. ¿De qué modo podría incidir en este marco la consigna que en estado hipnótico repite desde el día de la tragedia la mamá de Diego Peralta?

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