En medio del conflicto con las entidades del campo quisiera referirme a un tema que surgió y es el uso de la escarapela. Es cierto que hay temas como el denominado “conflicto ricardiano” o el “patrón de acumulación” que son de notable trascendencia y con los que abrumé a los que me rodean, pero no voy a hablar de éstos.

Desde muy chico, el 20 de mayo de cada año vestí con un orgullo que se fue cimentando y racionalizando con el correr del tiempo, un lazo celeste y blanco en la solapa del delantal de la primaria, del blazer del colegio o de la indumentaria que me toca utilizar en el trabajo, hasta el 27 de ese mes. A partir del año 1970 lo extendí, con una suerte de rebeldía que enorgullecería a French y Beruti, hasta el día 29, en homenaje al Cordobazo.

Siempre me simbolizó la identificación por el cambio y los proyectos inclusivos en búsqueda de partícipes. Los dibujos de la semana de Mayo con los dos próceres revolucionarios repartiendo el emblema entre la gente, bajo la “garúa que calaba hasta los huesos”, es una imagen que conmueve.

Conociendo el pensamiento de Belgrano y sus proyectos de constitución de ciudadanía nacional, hizo que el celeste y blanco sean incorporados con más fuerza y racionalidad. La escarapela me representaba y protegía también en la época en que nos acusaban de “querer reemplazarla por un trapo rojo”.

Hoy hay quienes la quieren utilizar para proyectos sectoriales de dudosa representatividad o validez social, y la verdad que no me gusta. No me gusta que la utilicen algunos que apoyaron gobiernos que destruyeron trabajo argentino o que especulan con un país para un tercio. Tampoco me gusta que deje de ser la cinta celeste y blanca que nos identifica en jornadas solidarias y se parezca más a esa torta amanerada que se coloca en el hocico de toros sementales de precio millonario en las exposiciones ganaderas.

* Docente de la Facultad de Ciencias Económicas-UBA