Miércoles, 11 de junio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Carlos M. Vilas *
Está claro para todo el que quiera verlo. El asunto de fondo no es el aumento a las retenciones a la renta extraordinaria de la tierra. Tampoco la política fiscal, o la agraria. Lo que está en juego por detrás de todo esto, dicho llanamente, es el poder. En particular, la consolidación y el ejercicio del poder político democráticamente surgido de elecciones y desplegado de conformidad a los instrumentos, el marco institucional y el mandato que la Constitución nacional define. El poder que fue mayoritariamente concedido por el pueblo argentino a Cristina Fernández de Kirchner y a las ideas que lleva a la práctica.
No se espera, de quienes pierden una elección, que disfruten o aplaudan el modo en que el gobierno legítimamente electo ejerce el poder, o que estén de acuerdo con los objetivos y las metas hacia los que ordena sus acciones. Se espera, simplemente, que acaten las decisiones que se toman legalmente y que tengan paciencia hasta que el calendario político brinde una nueva oportunidad; entretanto, pueden contribuir haciendo una oposición eficaz en los ámbitos que la democracia habilita. Una de las buenas cosas de la lucha democrática es que sustituye ventajosamente a la confrontación de hecho por la confrontación de argumentos y la competencia electoral. En vez de contar cadáveres, como en la guerra, contamos votos, y el que cuenta más, gana. Así de simple, y tanto que nos ha costado entenderlo, y unos cuantos siguen todavía, lo estamos viendo, sin entenderlo. Majority rule, le dicen los norteamericanos. Gobierno de las mayorías, decimos nosotros. Sin ese gobierno de las mayorías, la democracia es verso.
Doscientas o trescientas mil personas reunidas al aire libre una mañana de sol son, ciertamente, muchas, pero ni por asomo pueden ser equiparadas, mucho menos puestas por delante, de los más de 8 millones que decidimos, pacífica y democráticamente, que el Gobierno nacional, y todo lo que él involucra de acuerdo con la Constitución y las leyes, sea presidido, hasta 2011, por Cristina Fernández de Kirchner. Y que esas instituciones y normas enmarquen un proyecto de desarrollo integrador en el que el crecimiento, que es producto del esfuerzo de todos, sea distribuido a todos más equitativamente que en el pasado, y todos seamos, en libertad y hermandad, ciudadanos de primera.
De esto trata el actual conflicto, no de otra cosa. Del empecinamiento de una parte del todo por imponer sus intereses por encima de los del conjunto nacional. De conseguir por la vía de la fuerza lo que les es negado por el camino democrático de las leyes y la confrontación ciudadana. Por eso ese irrespeto por las instituciones, que va mucho más allá que los exabruptos verborrágicos de algún novel cortacaminos. El diálogo entre un sector, cualquiera éste sea, y el Gobierno al que compete la representación y la promoción nacional, no es, ni puede nunca ser, un diálogo entre iguales, porque no es lo mismo el interés de una parte que el interés del conjunto. E interesa al conjunto saldar las profundas inequidades que todavía surcan el tejido social. Cuando algún exaltado dirigente habla del desplante gubernamental porque no se les presta la deferencia a la que se consideran acreedores, pone de relieve esa incomprensión fundamental.
Desde mayo de 2003, y por primera vez en mucho tiempo, la Argentina protagoniza un proceso sostenido de crecimiento equilibrado con inclusión social. No es frecuente en América latina un modo de ejercicio del poder aplicado a las relaciones sociales y económicas, en el que todos ganan –trabajadores, pequeños y medianos empresarios de las ciudades y del campo, empresarios, sectores medios– por más que unos ganen más que otros. El crecimiento de los últimos cinco años se tradujo, por ejemplo, en creación de 3,5 millones de puestos de trabajo, mejora del salario real, crecimiento del consumo, dignificación de los haberes jubilatorios y excelente rentabilidad empresaria. Es, típicamente, el modo peronista de gobernar: acumulación de capital, distribución de ingresos, mayor autonomía en la inserción internacional, ejercicio efectivo de los resortes del poder.
Ciertamente es largo el camino que aún queda por andar. Por eso el embate actual contra la continuidad y profundización de esa política y de ese modo de ejercicio del gobierno. Como toda lucha por el poder, sus tiempos son específicos y no pueden ser valorados por las urgencias mediáticas para las que da lo mismo el desabastecimiento de la población, el nacimiento de un gatito con dos cabezas o las nuevas “lolas” de alguna efímera y opulenta diva. Cuando de la defensa de los intereses del conjunto se trata, y de esto se trata, no hay más ritmo que el que impone la magnitud del desafío.
Hoy es el reparto de la renta extraordinaria del suelo; hace poquito, los derechos humanos, la depuración de las fuerzas armadas y de seguridad, la reducción del endeudamiento externo y el cierre de cuentas con el FMI, los medicamentos genéricos, la educación sexual en las escuelas. Lo que detestan es la apropiación nacional, en clave popular, de la titularidad y ejercicio del poder. Algunos, por intereses propios, otros, por ceguera y estupidez, que en política suelen ser aliadas estratégicas de los que se pasan de vivos.
* Politólogo (Universidad Nacional de Lanús), titular del Etoss.
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