Jueves, 3 de julio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Carlos Slepoy
Nunca duden de que un grupo de personas, con determinación, pueda cambiar el mundo... porque siempre ha sido así.
Margaret Mead, antropóloga norteamericana.
Pocos ejemplos registra la historia como el protagonizado por una parte sustancial de la sociedad argentina. Abuelas, madres, hijos y familiares, sobrevivientes de los centros clandestinos de detención, organismos de derechos humanos, organizaciones sociales, políticas, sindicales y culturales, y múltiples personas a lo largo y ancho del país, protagonizaron una auténtica epopeya en la lucha por la justicia. Lograron cambiar un mundo, el de la impunidad, que parecía inconmovible. Si se ha llegado al punto en que nos encontramos (algunos condenados por crímenes cometidos durante la última dictadura militar, otros que lo serán en tiempos próximos y varios cientos de procesados que, con ser manifiestamente insuficientes, revelan lo que han podido el puñado de jueces y fiscales que han asumido su tarea con determinación y el extraordinario esfuerzo de abogados, testigos y organismos) es porque este amplio y persistente movimiento no se conformó con cada hito que fue alcanzando, buscó siempre más, sin perder nunca de vista el objetivo: que todos y cada uno de los responsables reciba una condena judicial.
Dos elementos fueron esenciales en esta lucha: la claridad de objetivos comunes que, a pesar de inevitables y sanas diferencias, tuvieron los protagonistas y la extraordinaria movilización social que en su torno galvanizaron a cientos de miles de personas.
No sólo se ha conseguido que se mantuviera viva y se acrecentara la memoria y se conociera la verdad esencial acerca de los propósitos perseguidos por la última dictadura militar, sino que se han derribado uno a uno obstáculos que se antojaban infranqueables para la efectiva realización de la justicia.
Tantas y tan hondas batallas libradas y tantos éxitos conseguidos han contribuido a hacernos mejores.
Sin embargo, cada conquista trajo el peligro de sentir que la meta se había alcanzado, que continuar en el intento de sobrepasar lo logrado podía resultar irritativo, que el apoyo social se estaba agotando, que había cuestiones más urgentes que resolver o que se habían agotado las posibilidades legales para seguir avanzando.
La realidad demostró que cuanto más se profundizaba, cuanto más conoció la sociedad las causas que motivaron el genocidio y fue posible relacionar los males que hoy padecemos con la brutal destrucción de las estructuras económicas y sociales que produjo la dictadura, cuando cada nuevo logro descubría nuevos horizontes, lejos de decrecer aumentó la presión de vastos sectores para que se siguiera adelante. Se ha ido construyendo así una nueva sociedad que conserva secuelas profundas de los años del terror pero que también ha sepultado, al menos por un largo período histórico, la recurrencia a golpes militares. Una sociedad que valora como nunca antes la democracia y que, ante la destrucción del Estado por parte de los dictadores primero y sus continuadores civiles después, reclama su participación activa para terminar con la inconcebible pobreza en el país de las carnes y de las mieses. Una sociedad que ha recuperado parte de su dignidad perdida, gracias a este poderoso movimiento social que ha trascendido las fronteras y es ejemplo para los países que han sufrido procesos similares al nuestro.
Viene esta reflexión a cuento de la situación que atraviesan actualmente los procesos judiciales que se están instruyendo y los juicios orales que se están efectuando en distintos lugares del país. El gobierno de Néstor Kirchner desarrolló importantes iniciativas para hacer posible su realización. Es cierto que el impulso que traían ante la previa decisión de llevarlos a cabo por parte de diversos jueces y cámaras federales y el clamor social que exigía su celebración era prácticamente irresistible; pero también lo es que sin el apoyo político que les dio el Gobierno impulsando la anulación de las leyes de impunidad en el Parlamento, y la ratificación ya definitiva por parte de la Corte Suprema, no hubiera sido posible, o al menos se hubiera dilatado considerablemente, la celebración de los juicios orales que se vienen realizando. Paralelamente protagonizó una serie de hechos de alto contenido simbólico y elevó a rango institucional la idea fundamental de que en Argentina se había producido una política de exterminio desde las estructuras del Estado y que la existencia y actuación de organizaciones armadas ya reducidas a su mínima expresión en el momento del golpe militar fue una mera justificación que encubría los verdaderos propósitos perseguidos por el plan criminal. Sin perjuicio de destacar y rescatar estos logros de la política gubernamental, ya hace tiempo que estamos instalados en un momento en el que algunos tienen la sensación de que lo fundamental está logrado, que nada queda en lo esencial por conseguir, cuando en realidad todavía falta un ancho y largo camino por recorrer. En este sentido el auspicioso inicio prometido por la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida se verá frustrado si no se adoptan medidas que estructuren una auténtica política de Estado, incluyendo naturalmente a los tres poderes que constitucionalmente lo configuran.
Por ello resulta imprescindible encarar un debate sobre cuestiones como la acumulación de tareas en los pocos juzgados que están actuando en esta materia; la inexistencia de una unidad del Ministerio público unificada y con claras directivas para el impulso de los procesos; la falta de especialización del personal adscrito a juzgados y fiscalías; la parcelación y atomización de las causas en curso; la zozobra permanente que padecen los testigos y la increíble situación que los obliga a declarar en múltiples causas sobre los mismos hechos en relación con los mismos represores; la persistencia de jueces cómplices de la dictadura o indiferentes ante la necesidad de juzgar sus crímenes; la producción de prueba que hoy recae casi exclusivamente sobre las víctimas; la necesaria estructuración del aparato judicial y fiscal en correlato con el plan criminal; las responsabilidades de los actores civiles y económicos hasta ahora intocados; la calificación como genocidio del crimen colectivo y la trascendencia jurídica y social de juzgar este delito en el marco de la legislación argentina; la evolución del derecho internacional en esta materia y otras cuestiones de igual trascendencia. Quizás esta lista no agote los temas sobre los que es necesario profundizar el debate pero, seguramente, resulte un buen punto de partida, aunque más no sea para provocar nuevos y mejores aportes.
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