Miércoles, 3 de septiembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
El cronista le pedirá algo al lector, a sabiendas de que es un esfuerzo de imaginación o de abstracción o hasta de negación. Supongamos que los recientes 30 o 45 días hubieran sido el comienzo de la administración de Cristina Fernández de Kirchner. Pasemos lista a las acciones más relevantes de esa “luna de miel que no fue”. Jubilaciones móviles y reestatización de Aerolíneas Argentinas con intenso debate en el Congreso. Pago al Club de París, a la façon del anterior al FMI: taca-taca y sin aceptar condicionalidades. Diálogo con varios gobernadores, un jefe de Gabinete locuaz y sonriente. La conferencia de prensa, un día de esos. Y Néstor Kirchner en segundo plano, se comenta que buscando oficinas y mobiliario para Unasur.
El promedio daría un gobierno parental con el de Néstor Kirchner, pero con mayores sesgos al diálogo, a la institucionalidad y a una módica convergencia con la oposición y “el mundo”. Con la relatividad que asumen tales encuadres en Argentina frente a un gobierno peronista podría insinuarse un viraje de estilo, menos decisionismo, más juego parlamentario... una pátina socialdemócrata, si se registra adónde ha caído la socialdemocracia en la aldea global.
Si se rememoran las señales que emitieron los Kirchner, digamos entre octubre y diciembre de 2007, ese escenario era ambicionado por ellos. Cuanto menos, iban en pos de todas sus piezas, incluidas “honrar la deuda” con el Club de París. Tanto que la Resolución 125 se pensó como un medio indoloro para juntar fondos a ese efecto.
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Pero a principios de septiembre, el gobierno de la presidenta Cristina no arranca desde el piso alto que le dejó su predecesor, sino que transita una segunda fase, cuesta arriba. La primera estuvo sellada por el conflicto con “el campo”, que (entre otras consecuencias) debilitó al Gobierno, pateó el hormiguero de la oposición, fortaleció a las corporaciones patronales agrarias y activó un festivo estado de asamblea entre los compañeros justicialistas.
En ese contexto se interpretan (y se deciden, más vale) acciones que quizá podrían haber ocurrido igual. Pero desplegadas en otro ambiente son diferentes a lo que pudieron ser.
Lo que otrora pudo parecer decisión libre, ahora se traduce como reflejo no deseado ante la debilidad. Antes, amén de las cuestiones de fondo, se recriminaba a los Kirchner sus modales y su talante. A veces más que las medidas.
Ahora se pone en tela de juicio si están convencidos de lo que hacen, si no obran a contragusto.
En ambos casos, cree el cronista, las lecturas subestiman demasiado lo que se hace (real y tangible) en eras de explorar subjetividades (modales antaño, designios ahora).
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Desendeudar sin someterse a condicionalidades es un clásico K, un calco de la praxis aplicada con el FMI, aunque contando ahora con un colchón de reservas sensiblemente mayor. Un déja vu dispara, por derecha y sobre todo por izquierda, discusiones ya escuchadas.
Cancelar deuda ante tempus es una medida anticíclica. La cofradía de economistas sistémicos las reclama, aunque quizá esta vez no reconozca a su criatura.
Son, por esencia, medidas ortodoxas. Néstor Kirchner las aplicó sin tapujos en combo con otras (superávits gemelos colosales), pero encuadradas en una política económica con interesantes aplicaciones heterodoxas. Fueron un paso más para acrecentar el poder de decisión de su gobierno y del Estado.
En 2008, el Club de París tenía menos incidencia en la economía doméstica que el Fondo años ha. Saldar la deuda era un reclamo de dicho organismo, de las potencias del G-7 y de encumbrados empresarios locales. Entre estos no hay microemprendedores ni dueños de Pymes. Las empresas que se decían damnificadas por el estancamiento de las negociaciones son las que toman crédito en el extranjero o cotizan en Bolsas internacionales. Despotricaban cada vez más alto en más despachos oficiales porque se les hacía carísimo cualquier crédito internacional o porque sus acciones en bolsas primermundistas caían en tirabuzón. Hablamos de grandes industriales, de bancos privados de postín, aún del mayor multimedios del país. El Gobierno decidió darles alivio, facilitarle acceso a los mercados.
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La resolución se amasó durante el fin de semana en El Calafate. Sólo la mesa (cada vez más) chica la conocía, digamos, el martes: los dos Kirchner, Carlos Zannini.
No fue improvisación, explican ocupantes de lindos escritorios en la Casa Rosada.El tema se había discurrido con Martín Redrado, Carlos Fernández y Sergio Massa. Ninguno se oponía, ninguno se cree capaz de determinar una decisión en la cúpula... pero el presidente del Banco Central fue el que planteó (la expresión viene a cuento) más reservas. No da la impresión de que sea una cuestión ideológica, sino adscripción a su rol.
El oficialismo cree que su gesto drástico diluirá los (de por sí delirantes) rumores sobre posible default, relajará a los países acreedores y mejorará la reputación argentina en “el mundo”.
El recurso a la sorpresa en el anuncio habla de otro objetivo: volver a hacerse dueño de la iniciativa. Al fin y al cabo, desde la derrota en el Senado, el Gobierno recuperó trabajosamente su capacidad de hacer agenda. No es sencillo lograrlo con las reglas actuales, con un mapa de contrapoderes políticos que Kirchner pudo saltearse, con un esfuerzo adicional para construir mayorías y plácemes. Pero el oficialismo se coloca de nuevo en el centro del ring.
Burla burlando, reorganiza la economía con medidas controvertidas pero para un país capitalista exportador, en buena medida inevitables. Aumentos de tarifas muy retrasadas, regularización con los acreedores públicos externos. Un día de estos, quién le dice, se acuerdan de la inflación, su mayor (y más negado) desafío en el corto y mediano plazo.
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