Martes, 2 de junio de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
El adicto a la información minuto a minuto lo advirtió de inmediato: en las primeras informaciones sobre el vuelo 447 de Air France abundan los puntos oscuros. Primero se habló de un rayo, aunque poco después los expertos en aeronáutica señalaron que “los aviones están preparados para resistirlo”. Las teorías, entonces, se ampliaron a un fallo estructural, una turbulencia excesiva, una bomba terrorista, algo tan inesperado como para impedir que los pilotos lanzaran un mayday. El adicto a las ficciones, el adicto a las teorías conspirativas, unió los puntos de manera inevitable. Y la imaginación se disparó, y se identificó con el Oceanic 815.
Ya se sabe que los fanáticos de Lost son legión: por eso no es de extrañar que en las conversaciones casuales de ayer, en el trabajo, en el medio de transporte, por teléfono, por SMS, en el hogar, la cuestión haya aparecido una y otra vez. En una macabra sintonía con la tragedia de Air France, el vuelo que llevaba a Jack, Kate, Sayid, Locke, Sawyer, Charlie, Hugo y demás también está rodeado de incógnitas, explicaciones a medias, misterios, rayos, turbulencias y pulsos magnéticos; en la tercera temporada, incluso, los habitantes de la isla perdida llegaron a enterarse de que para el resto del mundo su avión no había caído allí, sino en medio del océano. Es esa clase de alegorías que producen escalofríos, que ponen a la vida diaria en cámara lenta: como en el avión de Sydney imaginado por J. J. Abrams, los pasajeros de Air France provienen de lugares tan disímiles como Brasil, Francia, Alemania, Chile, España, Inglaterra, Marruecos y Argentina. Para disparar las seseras más febriles, el currículum de Pablo Dreyfus indica que es experto en tráfico de armas y narcotráfico. El horror de lo sucedido viene contaminado por la densa sensación de una realidad que parece imitar a la ficción: será por eso que en el día de ayer se hizo imposible despegar los ojos de las pantallas.
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