EL PAíS › EN VILLA LUGANO, LA TRANQUILIDAD AVANZA PERO LOS PREJUICIOS PERMANECEN Y DIVIDEN A LOS VECINOS

Un barrio cruzado por el miedo y la xenofobia

Después de los enfrentamientos en el Parque Indoamericano, el miedo atraviesa tanto a las comunidades extranjeras como a los vecinos. Unos están amedrentados por la persecución. Otros temen usurpaciones y viven sentados sobre los rumores.

 Por Soledad Vallejos

A horas de irse, el sol cae a pleno sobre Villa Lugano. Pasó la media tarde, y como si despertara de la siesta, la avenida Castañares empieza a llenarse de señoras haciendo compras para el día, niños corriendo para conseguir golosinas, colectivos, algún auto. Los edificios deparan sombra; los jardines que van de un monoblock a otro, la alegría del verde. La rutina vuelve al barrio tras la tensión del Parque Indoamericano. Para la tranquilidad quizá todavía falte. En una esquina, una mujer boliviana acomoda mercadería fresca en los cajones de la verdulería y dice que no sabe nada de lo que pasó, “no estaba más antes”, no trabajaba allí, en el barrio.

“No le puedo decir nada porque no vi” ni escuchó ni le contaron nada. Tampoco sabría decir si percibe discriminación, si en estos días se sintió incómoda; su compañero de tareas susurra otro tanto. Pero a algunos metros, mientras crece el tránsito por Escalada, el kiosquero Luis cuenta que algo bulle. “Pero sí. Claro que están asustados acá, esta gente, con todo esto”, asegura, y para explicarse cuenta: “Mirá cómo será que hoy una señora que viene siempre acá a hablar por teléfono se asomó a la puerta y me dijo ‘¿puedo pasar? ¿me dejás entrar?’. A su marido, después de todo esto, le pegaron”.

Memorias del presente

Una inquietud corroe las conversaciones. Hace sólo algunos minutos, en una carnicería de la otra cuadra, los vecinos no proferían una sola queja porque la espera se prolongaba mientras el carnicero demoraba la atención: la charla se imponía; comerciantes y clientes participaban del parte de compartir las reflexiones diarias. Hasta la puerta llegaba el temor, el tema, la atención concentrada: “Antes, era trabajar para tener algo. Ahora... ¿usted vio?”.

La panadería Stella Maris combate la modorra vespertina con olor a hogazas frescas saliendo del horno. Impecable con su ambo verde agua, los ojos bordeados por trazos negros, firmes, Yoana despacha dos pesos de figazas, otro tanto de flautitas, alcanza algún encargo previo. Hay que recuperar las ventas perdidas en la semana que pasó. Los otros días “hasta acá llegaban los disparos, corría la gente, no sabías qué hacer” y todo dependía de la decisión que tomara el dueño, “que vive acá enfrente y veía todo desde arriba”. Aun cuando “este barrio nunca fue tranquilo”, dice que ahora todo vuelve “un poco” a la normalidad, pero que las cosas no están del todo como antes. Conoce las costumbres porque es del barrio desde siempre: nació ahí, trabaja ahí, vive ahí. Tiene 29 años, y puede justificar la dimensión histórica de lo que cuenta porque ella misma tiene recuerdos. Fue por el ’88, el ’89: hubo “gente que vino a intrusar en los edificios”. Ella se acuerda. “Vinieron, tomaron departamentos, y cada uno se tuvo que encargar de defender su casa. Muchos se quedaron. Es la misma gente que nunca paga expensas”.

Desde la toma del Parque Indoamericano, el descontento, que nunca dejó de sobrevolar el barrio, se acentuó.

–La gente está enojada. Imaginate que laburás todo el día. No tenés nada. Viene alguien, hace algo ilegal y tiene más derechos. Pasa en Argentina nomás eso. Andá a enfrentarte a Evo Morales... te pega una patada. Para mí, ese hombre siente vergüenza de lo que hace la gente de su país acá.

Porque en la zona, en el barrio, se siente la presencia de inmigrantes, y no es grata. “Probá venir al Indoamericano un fin de semana a la tardecita”, desafía, cuando “roban, hay disturbios, botellazos. Los bolivianos ocupan todo, cobran a los argentinos que quieren entrar. Yo fui al principio, ni bien abrió, y después no fui más. Estás en mi país, esto es para nosotros, ¿y me querés cobrar?”. Calma la indignación acomodándose el pelo largo, brillante, ya domesticado en una cola de caballo, pero que de todos modos se agita con las exclamaciones, como si acentuara el tono.

En el barrio pocos creen que el censo realizado sobre las personas que ocuparon el Indoamericano sea representativo de la zona. “¿Cómo es posible que 95 por ciento de los censados fueran argentinos? El sur está lleno de bolivianas y bolivianos”, asegura Santiago. “Pasa que hacen trabajo más gratuito, por decirlo así. Ponele que nosotros por un trabajo pedimos 100, y ellos por cincuenta te lo hacen. Entonces los contratan más.” Y si se radican en la zona es porque encuentran empleo, pueden ir al hospital, mandar a sus hijos a la escuela; vivir, en suma.

“En Bolivia, si te engripás, si te resfriás, no te podés atender ni nada. Entonces viajan a tener familia acá, a atenderse acá”, explica Yoana. Por eso “en el (hospital) Ramos Mejía sin documentos no te atienden”, y en el Hospital Piñero “el noventa por ciento que va no es gente de acá. Pero claro, tienen derecho porque van a hacer cola a las tres de la mañana. Ellos tienen derecho, está bien, pero nosotros tenemos más derechos”.

El temor de lo posible

En la rotonda de Escalada y Castañares, tres mujeres toman sol. Desde las reposeras, mientras se pasan el mate, vigilan cómo corretean una niña, un niño, un rottweiler. Por la avenida, un camión inmenso transporta cartones y plásticos para un emprendimiento cartonero de zona sur nacido luego de 2001. Hace ya un rato que unos muchachos recorrían, llevando a pulso sus carros, las calles internas del barrio, sembrado de carteles que informan que “el estacionamiento –en el que también tienen lugar autos desguazados– está reservado a los vecinos” y el “barrio custodiado”. En las calles internas algo de cartón se encuentra: los carros van llenos.

“Cuatro naranjús de cada sabor, ¡más rápido que el viento, Luis!”, clama una nena tan pequeña que a duras penas alcanza a poner las manos sobre el mostrador. A un lado, una de las cabinas telefónicas del pequeño kiosco polirrubro de Luis también acaba de recibir un cliente. Está “todo tranquilo, quieto”, evalúa. “Pero la pasamos mal.” Los negocios cerraban la puerta cuando empezaba a oscurecer, “con miedo”, porque “había murmullo de saqueo. Eran rumores nomás, pero decían que habían saqueado en Soldati”. “Y en Mariano Acosta”, aclara Ivana, la veinteañera morocha que habla poco pero sigue cada una de las palabras de Luis. “Pasó lo mismo que en 2001. Te dicen que van a venir acá, allá... imaginate. Cerca tenemos Fuerte Apache... te dicen eso a cada rato y ya te los imaginás a los saqueadores desfilando por acá”, comenta acomodándose los lentes con una mano y señalando Castañares con la otra. “Y sólo era la usurpación.”

La crispación, más que quedar flotando en el aire, se instaló en la convivencia. Es en su kiosco que una clienta boliviana, a cuyo marido golpearon estos días “por boliviano”, pidió permiso para pasar. No lo justifica, Luis, no comprende esa fobia a quienes nacieron en Bolivia y eligieron venir a probar suerte a la Argentina. No comparte lo que escuchó y vio estos días; ejemplos de la hostilidad no le faltan. “A una señora que vende Avon en los edificios de la otra manzana no la dejaron entrar. Le dijeron que no. Por ser boliviana. A otra señora que trabajaba en limpieza en otro departamento acá no la dejaron pasar tampoco. Y los comentarios que se escuchan acá. Otro rumor...”. Se calla porque llega otro cliente. Despacha tres cigarrillos sueltos por un peso cincuenta.

–Otro rumor es que algunos van a ir a los supermercados, van a esperar que vayan a comprar los bolivianos, que van con las tarjetas esas que les dan. Y que a la salida les van a manotear las compras.

–Pero la gente pierde el límite por algo –acota Ivana.

–Pasa que vinieron muchísimos –modera Luis–. Acá se notó. Y se fue creando una especie de bronca. Ahora, cada vez se ven más. Con los uruguayos, los peruanos, los paraguayos no pasa, porque físicamente son más parecidos a nosotros. Pero fijate lo que pasa: (en el Indoamericano) mataron a un salteño creyendo que era boliviano. Tienen que cuidarse hasta de que esto pase.

Algo parecido evalúa el paraguayo Diosnel Pérez, dirigente de la Villa 20 que estuvo entre los negociadores del retiro de las personas del parque. “Hay gente diciendo muchas cosas, hay mucho odio contra los bolivianos. Siempre fue así. Pero hay que cambiar eso.”

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El Parque Indoamericano ya no es escenario de enfrentamientos como los primeros días, pero la xenofobia sigue en pie como en el primer momento.
Imagen: Sandra Cartasso
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