EL PAíS › OPINION

Cuestión de identidad

Por Eduardo Jozami *

Conocí a Alfredo Bravo hace 26 años en la cárcel de La Plata. Habían designado entonces, en la brigada de Ejército de la zona, al carnicero Sassiain, el general de la Nación responsable del asesinato de 35 presos políticos en el penal de Córdoba. El jefe de la Unidad era el prefecto mayor Dupuy, un profesional que no dudó en entregar a sus presos para que les aplicaran la ley de fuga, siempre que se cumpliera con “todos los papeles”.
Estaba absolutamente prohibido el contacto entre detenidos de distintos pabellones pero, en un descuido, cuando me llevaron a la sastrería para darme el traje azul que nos uniformaba, allí estaba Alfredo. Ya había sido torturado pero lo encontré muy entero, bromeando como lo vería siempre. Supimos después que las denuncias en el país y el extranjero habían logrado su libertad. Nos alegramos, no eran buenos tiempos –si es que hay algunos– para estar en ese lugar. Aquel contacto fugaz provocó –como suele ocurrir entre los ex presos– tantas evocaciones que ya no me atrevería a diferenciar lo real y lo imaginado.
Nos vimos muchas veces, pero la política nos juntó a principios de los ‘90, cuando el Grupo de los Ocho planteó la necesidad de una alternativa para enfrentar al menemismo. En esos días compartimos un panel sobre historia de los partidos argentinos en el curso de TEA que dictaba el periodista Osvaldo Pepe. Este, con la intención de provocar la polémica, nos hizo escuchar el discurso radial en que Alfredo Palacios había reclamado la renuncia de Perón en 1955. Elogié entonces la trayectoria del líder socialista, pero lamenté que nos tocara analizar su momento menos rescatable, cuando pedía la renuncia de un presidente constitucional y alentaba el golpe militar. Bravo, tremendamente enojado y hablándome como a un joven inexperto, me reprochó desconocer el momento que entonces vivía el país.
Supe desde entonces hasta dónde podía llegar su intemperancia y temí que no fuera fácil el trabajo común entre los socialistas y los disidentes del peronismo. Sin embargo, fue Alfredo Bravo quien impulsó dentro del socialismo democrático la necesidad de un acuerdo con el Frente, propuesta que por tres veces rechazó su partido entre 1991 y 1993. Más tarde, en el Frepaso, aquel maestro que tan severamente me retara me distinguió con su cariño y hasta cierta protección. Su influencia fue siempre positiva. Cuando el discurso de los principales dirigentes olvidaba los compromisos iniciales, Alfredo seguía apoyando todos los conflictos sociales y afirmaba con orgullo socialista su identidad con los trabajadores. Fue uno de los impulsores de la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y desde su lugar en la Asamblea siguió apoyando todos los reclamos de los organismos de Derechos Humanos sin importarle qué fuerza política ocupaba el poder.
A poco de asumir la Alianza, junto a Elisa Carrió votó contra todos los proyectos que mostraban el compromiso del gobierno de De la Rúa con el establishment y la continuidad de la orientación menemista. Fue una referencia importante para que muchos de nosotros nos sumáramos a la nueva oposición. Hace unos meses, en un programa radial intentaron cruzarme con Alfredo para debatir las desavenencias del ARI y el socialismo. No quise hacerlo y dije lo que sigo pensando, que ningún desacuerdo coyuntural podía afectar la identidad profunda que nace de historias, afectos y proyectos compartidos.

* Dirigente del ARI.

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