Domingo, 9 de diciembre de 2012 | Hoy
Por Horacio Verbitsky
Las declaraciones de jueces, políticos y periodistas de la oposición “en defensa de la independencia del Poder Judicial”, omiten cualquier referencia al origen del poder de la Justicia en Estados Unidos, cuyo modelo importó la Argentina. Al respecto son muy ilustrativas las opiniones del constitucionalista Roberto Gargarella. Sostiene que el poder conferido a la justicia fue la respuesta del establishment al “poder e influencia de la ciudadanía sobre las legislaturas locales”, que dispusieron “medidas económicas perjudiciales para los sectores más acomodados de la sociedad”. Sobre las legislaturas se ejercía la presión de las asambleas populares, que resistían el acoso judicial de los acreedores por las deudas que agobiaban al pueblo. La clase dirigente tradicional vivió como “una afrenta inaceptable” que las legislaturas avalaran esos reclamos. La conexión “entre la voluntad de las asambleas populares y los votos de las asambleas legislativas, constituía una temible novedad para la clase dirigente de entonces”. Alexander Hamilton llegó a sostener que “la tiranía más opresiva” era la que emanaba “de una mayoría victoriosa” con lo cual el poder democrático de las legislaturas pasaba a ser un “instrumento de tiranía y opresión”. Las mayorías tenían una propensión a dejarse seducir por “demagogos y politiqueros”. Estos conceptos fueron expresados en la Convención Constituyente por James Madison, para quien “cuando una mayoría se encuentra unida por un sentimiento común y tiene la oportunidad, los derechos de la parte minoritaria pasan a estar inseguros”. Escribe Gargarella: en los albores de la organización del poder judicial se asumía que las mayorías actuaban con desmesura e imprudencia y que “existían minorías que debían ser especialmente protegidas”. Y aclara que esto se refería “a uno, y sólo a uno, de los posibles grupos minoritarios de la sociedad: el grupo de los acreedores, o grandes propietarios. Claramente, además, no se estaba hablando de un grupo sin poder efectivo, sino del núcleo de los más favorecidos de la sociedad”. Se plantearon en la Convención Constituyente dos principios fundamentales: las asambleas legislativas necesitaban urgentemente de instituciones y mecanismos que les sirvieran de freno y los miembros del poder judicial debían formar parte “de un grupo selecto y fiable”, para limitar “los atropellos legislativos”. Madison escribió en El Federalista que los jueces en la nueva Constitución iban a ser “conocidos personalmente por una pequeña fracción del pueblo” y que por la manera de su nombramiento y la naturaleza y duración de su mandato se encontrarían “demasiado lejos del pueblo para participar de sus simpatías”. Los padres fundadores norteamericanos desconfiaban de cualquier “apelación a la ciudadanía, dada la tendencia de la misma a dejarse guiar por sus pasiones”. Por eso atribuyeron a los jueces la facultad de contradecir al Poder Legislativo con sus fallos y se preocuparon por estructurar el poder judicial de modo que las decisiones de sus miembros fueran “completamente independientes de las decisiones a las que pudiese llegarse a través del debate público”. Ya en el siglo XX el comentarista constitucional Alexander Bickel cuestionó ese “carácter contramayoritario” del poder judicial y sostuvo que Hamilton y el cuarto presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, John Marshall, invocan al pueblo para justificar la revisión judicial cuando, en realidad, lo que hacen es justificar una frustración de esa voluntad. Los jueces “ejercen un control que no favorece a la mayoría prevaleciente, sino que va contra ella”. Concluye Gargarella: “A través de su inevitable tarea interpretativa, los jueces terminan, silenciosamente, tomando el lugar que debería ocupar la voluntad popular”. Su texto no fue publicado ahora sino en 1996, en el libro La justicia frente al gobierno. Sobre el carácter contramayoritario del poder judicial.
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