Viernes, 1 de febrero de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Jorge Rivas *
El gran historiador de las revoluciones del siglo XIX Eric Hobsbawm escribió hace varias décadas que cada uno de esos grandes acontecimientos implicaba “una dramática danza dialéctica” entre giros a la izquierda y resistencias de los más moderados, pasajes de los moderados a la más pura reacción, y derrotas parciales y nuevos avances de las alas más radicales. El bicentenario que celebramos ayer es precisamente el de uno de esos giros a la izquierda, que se produjo en nuestra Revolución de Mayo cuando empezó, en Buenos Aires, la breve y contradictoria vida de la Asamblea General Constituyente. La Asamblea del Año XIII.
Con la hegemonía de la secreta Logia Lautaro, que en secreto orientaba el coronel José de San Martín, la Asamblea derrumbó a golpes de hacha numerosos baluartes del antiguo régimen. Abolió los títulos de nobleza, puso fin a la Inquisición, prohibió la tortura e hizo quemar sus instrumentos en la plaza pública, suprimió el servicio personal de los indígenas, dio libertad a los hijos de esclavas nacidos en las Provincias Unidas. Y contribuyó con el Himno y el Escudo al que, a lo largo del siglo, se constituiría como el conjunto de símbolos de una nueva nación.
Sin embargo, el predominio de los sectores más revolucionarios no duró mucho. La declinación en Europa de la suerte de Napoleón Bonaparte, con el consiguiente pronóstico del regreso de la monarquía absoluta, las derrotas militares en el Alto Perú, las demandas de las masas del litoral, que provocaban el miedo de la elite porteña, aceleraron la danza dialéctica a la que se refería Hobsbawm. Los sectores más ricos y conservadores del Río de la Plata, los que preferían pactar con el antiguo amo antes que jugarse a todo o nada por una Revolución que había movilizado a las masas populares, y por lo tanto ya no garantizaba sus intereses, se fueron haciendo entonces del control de la Asamblea.
Duró poco, pero fue uno de los momentos más brillantes de la década de la emancipación, y merece que lo recordemos con entusiasmo. Y que aprendamos de él. Que aprendamos que la movilización de las clases populares es imprescindible para vencer la resistencia de las minorías, que un contexto internacional adverso es motivo para abroquelarse y resistir, no para rendirse, que las revoluciones se hacen para ir hasta el fondo, no para quedarse a mitad de camino. Pero también que los avances, aunque incompletos, son columnas sobre las que se edifica el futuro.
Hoy, doscientos años después, tenemos que entender con claridad que un proyecto nacional, popular y democrático como el que se está llevando a cabo en la Argentina no es una revolución pero es un enorme paso adelante, que es un pedazo de futuro que no hay que dejar caer, que buena parte de América del Sur, como entonces, está en el mismo camino, y que hay que escuchar más a las masas que a las minorías que gritan fuerte. A ellas no las asiste la razón. A los pueblos, sí.
* Diputado nacional de la Confederación Socialista (bloque FpV).
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