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El 4 de marzo el Congreso peruano aprobó una ley para prevenir y sancionar el acoso sexual en espacios públicos. La propuesta recibió 76 votos a favor, ninguno en contra y dos abstenciones. La sanción de la normativa –la primera de su tipo en Latinoamérica– abrió un debate en las redes sociales y en medios de comunicación, donde se intercambiaron argumentaciones que apuntaban a minimizar el problema, en tono de burla, y caricaturizaron el contenido de la ley hasta el punto de decir –y mentir– que incluía sanciones de hasta 12 años de cárcel o que incluso se castigaban las miradas lascivas. La ley fue promulgada el 26 de marzo.

Si bien está pensada en el contexto de la problemática de género, ya que son las mujeres las que sufren el acoso sexual con mayor recurrencia, también protege a los varones, que eventualmente podrían ser víctimas de hostigamiento.

Un punto interesante de la norma es que establece que deben darse dos elementos para que se configure el acoso: el primero lo constituye el acto de naturaleza o connotación sexual del agresor; el segundo, el rechazo expreso de dicho acto por parte de la víctima. Así que, para que se configure el acoso que la ley reprende, la persona que recibe la agresión debe exteriorizar su voluntad de repeler el acto; de manera que se hace depender de esa repulsa manifiesta la configuración del acoso.

Sin embargo, explica la activista feminista peruana Sandra Gutiérrez Iquise en el blog legisprudencia.pe, “es posible que la víctima, por la situación misma de vulnerabilidad en que se encuentre, no pueda, aunque desee, expresar de manera contundente su rechazo, y que este silencio pueda ser inescrupulosamente utilizado para desvirtuar las denuncias que legítimamente se realicen, aduciéndose que ese silencio significa ‘tolerancia’ o ‘consentimiento’. Es por esto que la ley ha previsto dos excepciones: el acoso necesita ser rechazado por la víctima, pero eso sí, ‘salvo que las circunstancias del acoso le impidan expresarlo o se traten de menores de edad’”.