EL PAíS
Lo nuevo no termina de nacer
Por Eduardo Grüner
Un inevitable lugar común en dos pasos: 1) lo viejo no termina de morir; 2) lo nuevo no termina de nacer. Respectivamente: 1) el famoso “modelo”, agotado hasta la médula, inviable ya incluso para su propia lógica originaria, sobrevive a los manotazos (y a los tiros) en los andurriales de una “clase política” absoluta y definitivamente deslegitimada, y que sólo puede seguir sosteniéndose enancada sobre los dueños del dinero, y por lo tanto del verdadero poder; 2) una sociedad heterogénea, múltiple, multitudinaria, que por un lado ha descubierto que salir a la calle, hacer asambleas barriales y ejercer un módico monto de democracia más o menos “directa” no es sólo una ocurrencia delirante de piqueteros y “zurditos”, sino que puede ser una saludable práctica de lo que los antiguos griegos llamaban el zoon politikón: ese “animal” cuya diferencia específica es la de su participación pacífica pero comprometida, activa, en los asuntos de la polis; pero que, por otro lado, es tan múltiple y heterogénea que aún no ha logrado conciliar sus intereses diversos en un proyecto común aún dentro de la diversidad: para citar los polos más extremos, entre un saqueador desesperado de hambre y un “clase media” de Belgrano acorralado en el corralito que le impide enviar sus dólares a Nueva York ¿puede haber un proyecto unitario? Y si objetivamente lo hubiese, ¿es seguro que sería necesariamente el mejor, cuando ambos, cada uno a su manera, están atravesados por el espíritu de “guerra de todos contra todos”, del “sálvese quien pueda”, consecuencia inevitable de la aplicación a rajatablas del “modelo” durante las décadas previas? Es decir: el primero (impedido por su inmersión en la “cultura de la pobreza” de apreciar el fenómeno en su entera y total complejidad) podría fácilmente verse tentado a salir a cazar falsos o verdaderos “gorilas” que obstaculizan, en opinión de sus sedicentes “benefactores”, el recambio por un gobierno ahora sí nacional y popular; el segundo (igualmente impedido por el peso inercial, casi instintivo, de una ideología neoliberal fundamentalista que en su momento lo hizo apoyar enfáticamente todo lo que ahora le parece una monstruosidad) podría fácilmente verse tentado a consensuar cualquier cosa, por nefasta que sea, con tal de que le abran el corralito y le aseguren que los “negros” no asaltarán más supermercados. O podría ocurrir exactamente lo contrario: que el desesperado por hambre y el acorralado por el plazo fijo (atravesados por el aire todavía enrarecido pero con intensas bocanadas frescas que en las semanas pasadas parece haber soplado en las calles de todo el país) súbitamente advirtieran quiénes son los verdaderos “gorilas” y los verdaderos saqueadores, advirtieran la potencia de su unidad en la diversidad: la potencia que podría sí significar un auténtico proyecto “nacional” y “popular” –si es que se quiere seguir usando con un contenido renovado esas viejas palabras–, un proyecto multitudinario de refundación de la polis, de reconstrucción de los destrozados lazos sociales, de recreación democrática de lo político en el lugar decadente de las políticas previas, pero también en contra de un apoliticismo abstracto que siempre conduce a lo peor (ya que, posmodernismos facilongos al margen, el centro del poder siempre lo terminará ocupando alguien), y en contra de la eterna tentación del poder cuando sabe que está moribundo pero se resiste a reconocerlo: la de meter bala. Cuál de estas opciones ganará no podemos, por ahora, saberlo. Cuando algo no termina de morir y lo otro no termina de nacer, la tierra de nadie que queda en el medio es un campo minado tanto de promesas como de peligros. Hasta tanto esa multiplicidad de contradicciones empiece a resolverse, sólo nos queda sostenernos en otros lugares comunes: por ejemplo, el que llama al pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad.