EL PAíS › OPINION

Un menú novedoso

 Por Mario Wainfeld

Hace cinco años o diez o quince la reestatización producida anteayer no hubiera sido polémica, sino imposible. La hubieran vetado el clima ideológico, la correlación de fuerzas entre el gobierno y las empresas privatizadas y por último (sólo en lo que al orden enumerativo se refiere) porque el Estado era impotente. No tenía “con qué”, ni en recursos económicos ni en simbólicos. Un cambio de época significativo da contexto al parto de AYSA que, como suele suceder con las iniciativas de la actual gestión, incluso las más relevantes, nace sietemesina, bastante antes de lo esperado aun por sus progenitores.

Pero la fecha del alumbramiento es un detalle, siendo lo relevante un cambio de tendencia en un país que ha sobrellevado demasiadas. La Argentina tuvo el más expandido Estado benefactor de habla hispana, cuando Keynes era rey y Franklin D. Roosevelt fue su primer profeta. Luego, cuando la ola neoliberal cubría todo, realizó uno de los más profundos, veloces y desaprensivos procesos de privatización de que se tenga memoria. Ahora, un tercer presidente peronista vira el timón en un nuevo sentido, lo que da bastante que pensar (por usar palabras relativamente neutrales) sobre la laxitud y la productividad del justicialismo.

Volviendo al día de hoy, el primer dato relevante es que el menú de políticas públicas incluya la reversión de concesiones pensadas como eternas, máxime teniendo en cuenta que los beneficiarios eran (son en la mayoría de los casos) empresas extranjeras, de países de postín. La recuperación de la solvencia fiscal es uno de los prerrequisitos del cambio. La medida, como cuadra, ha (ejem) dividido aguas entre analistas económicos, referentes políticos y medios de difusión. Pero, ni los “contreras” esgrimen como argumento la insustentabilidad económica de la decisión. Se controvierte la aptitud gerenciadora del Estado, se agita el (verosímil a la luz de la experiencia) espantajo de la corrupción, se alerta acerca de los resquemores de los inversores extranjeros. Pero nadie arguye que el Estado no contará con caja suficiente para hacer inversiones. Es, a su modo, un triunfo de la política oficial de acumulación de recursos y superávit. Néstor Kirchner propone que “estar líquido” es progresista, porque permite al Estado, representante de la comunidad, tener presencia, cambiar los escenarios, hacerse valer. Es opinable que el sobrante siempre se use correctamente pero innegable que un Estado con resto dispone de una virtualidad democrática que es la de contrapesar las tendencias atomísticas y concentradoras del mercado.

Otro punto llamativo es que, salvo la propia Aguas Argentinas, nadie se transforma en un defensor de lo hecho por la concesionaria. Los privatistas no tienen en su ocaso al equivalente del Bernardo Neustadt que ayudó a su cenit. Si bien se mira, si lo tuvieran, el hipotético reemplazante estaría en un brete porque no podría interpelar con éxito a Doña Rosa. Doña Rosa (seguramente en las próximas horas habrá encuestas que lo corroboren) detesta a las privatizadas, sencillamente porque las ha padecido durante años. Muchas Doñas Rosas no tienen agua corriente y unas cuantas padecen afecciones estomacales por agua no potable entregada por una empresa que, como muchas colegas, manejó las tarifas a su guisa mientras pudo, maltrató a sus trabajadores y relegó a los usuarios de escaso poder adquisitivo.

Los pueblos, decía Arturo Jauretche, son más certeros en lo que rechazan que en lo que proponen o acompañan hacia el futuro. Del pasado o el presente tienen fresca la experiencia, que es saber matizado de sentido común. Sobre el futuro se puede engatusar más o incurrir en errores fruto de la falta de experiencia o del exceso de candor. Las empresas de servicios han perdido el encanto de lo desconocido y, vistas en calzoncillos, no dejan ni un vestigio de ilusión en Doña Rosa. Déjà vu, gentes de Suez. Con la caja rozagante por la que tanto ha hecho y con el pulso de la opinión pública medido como ningún antagonista político sabe hacerlo, el Gobierno incurre en la audacia de agregar un nuevo plato al menú. No le tiembla el pulso en combinar una guerra santa contra la inflación (con el Presidente como primer paladín) con un incremento de un gasto público, en un rubro que parecía archivado para siempre. Su desprolijidad e improvisación (seguramente no mayor a la de sus compañeros peronistas cuando entregaron el patrimonio nacional) integran el combo del kirchnerismo.

Si Kirchner es el dueño del restaurante que sorprende con un nuevo manjar y Julio De Vido el chef, habría que suponer que José Luis Lingeri es el primer ayudante de cocina. Curioso lugar para uno de los sindicalistas que no acompañó sino que encabezó el infausto proceso de desguace del Estado y arrasamiento de las conquistas obreras de medio siglo. Dedicándole medio sarcasmo a quien merece epigramas mayores, sería bueno desearle a él y a su aliado Carlos Ben un éxito similar al que tuvieron en el pasado, antes de su furibunda conversión a la nueva política. No les será sencillo, porque es más fácil promover las condiciones del beneficio de unos pocos (que en demasiados casos tuvo su derrame en patrimonios personales de ciertos dirigentes gremiales) que el esquivo bien común.

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