Miércoles, 6 de diciembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
Nadie puede achacarle flojera al tropical Hugo Chávez. A horas de haber corroborado en elecciones limpias una legitimidad envidiable, removió a su embajador Roger Capella, anunció un crédito a SanCor y prepara sus maletas para venirse a Buenos Aires. Capella incurrió en un par de offsides y le cupo la salida para no empiojarle el horizonte a Néstor Kirchner. Seguramente no es del todo exacto que Kirchner no haya sugerido (así fuera por señas) su relevo. Tampoco es auténtica la sorpresa que expresó el Gobierno por las actividades políticas de Capella en la Argentina. Mediaba una venia tácita para que el chavismo hiciera proselitismo por acá, en tanto no incordiara la política local. El activismo, el financiamiento y el protagonismo del presidente venezolano en el acto de la contra Cumbre en Mar del Plata fue el ejemplo máximo de esa anuencia, para nada el único.
Chávez y Kirchner no son iguales, ambos lo saben. Sus estrategias internas y sus ambiciones de proyección internacional acusan marcadas divergencias. Su alianza, como todo arreglo político, tiene cimientos no escritos. El primero es que ambos se necesitan (necesitan al otro dominando su tablero local), el segundo es sus políticas domésticas tienen lógicas bien diferentes. El tercero es la bilateralidad de cada intercambio, que debe arrojar ganancias (o al menos evitar pérdidas) para ambos.
Chávez no se fue con las manos vacías ni hizo mal negocio cuando compró bonos argentinos o cuando le vendió fuel oil de apuro. Kirchner pagó a buen precio tranquilidad financiera y servicios de bombero para evitar la carestía energética. Para los dos fue una buena inversión, que les permite retener sus liderazgos y dejar impávidas a las respectivas oposiciones.
El venezolano supo escuchar a Kirchner y a Lula cuando éstos le aconsejaron que convocara al referéndum revocatorio de 2004, que ganó con su consabida mayoría, tras otorgarles a los “escuálidos” una alternativa democrática. También se disciplinó puertas adentro de la Cumbre marplatense.
Ese baño de moderación de Chávez implicó contrapartidas. Kirchner y Lula lo apoyaron con todo en la fallida intentona de ocupar un sillón en el Consejo de Seguridad de la ONU. Y ambos se jugaron por él en la previa de las presidenciales del domingo pasado.
Audaz, con un grado de iniciativa formidable, Chávez es un torbellino en la región. Sus hermanos mayores deben tratar de encauzarlo sin renegar de su fuerza y su riqueza. La incorporación de Venezuela al Mercosur es un logro de Chávez que insufla potencia al proyecto común.
Desde luego, no todas las utopías (o tentativas) comunes han florecido: lo de la ONU fue un tropiezo feo, el megagasoducto Caracas-Buenos Aires tiene destino de archivo, el despliegue de Pdvsa en Argentina y Bolivia no logró la magnitud imaginada de consuno por Chávez, su buen amigo Julio De Vido y el presidente Evo Morales.
Chávez se viene, metiendo bulla como es su norma, y avisa que se tomará unos vinos con Kirchner. Tras años de conocerse, tienen motivos para brindar sin dejar de vistearse y sin la menor intención de otorgarse cheques en blanco. Lo suyo no es matrimonio indisoluble ni una unión platónica, sí un trato entre jugadores que se saben astutos, representantes de intereses distintos, portadores de ideologías no idénticas. Tener tamaños compañeros de ruta no es gratis, pero hasta ahora el saldo es positivo para los dos presidentes y para sus dos países.
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