Lunes, 25 de junio de 2007 | Hoy
Nacido y criado para hacerse cargo de un imperio económico, la vida del flamante jefe de Gobierno electo está signada por la difícil relación con su padre Franco.
Por Susana Viau
La política juega a la ronda catonga. El ingeniero Mauricio Macri llega, por el voto popular, al lugar que años antes, pero a riguroso dedo, ocupó su empleado, el licenciado Carlos Grosso; Grosso, a su vez, hizo debutar en el funcionariado local al derrotado Daniel Filmus. No fue Grosso el único punto de cruce entre los candidatos: en 1995, una dura pelea librada muros adentro de la Bombonera consagró victorioso al ingeniero frente al actual candidato a vice de Filmus, el banquero cooperativista Carlos Heller, por entonces vice de Antonio Alegre, el hombre que dio pie a que la Argentina fuera llamada Boca Juniors porque en el país, a esas fechas, el único Alegre era el presidente. Sí señor, la política es una puerta giratoria y por ella acaba de hacer su aparición protagónica el joven magnate nacido en Tandil el 2 de febrero de 1959 bajo el signo de Acuario, o del cerdo en el horóscopo chino, y no es éste un dato banal, porque Franco, su padre, tiene excelentes relaciones con el gigante asiático y una punta más que interesante para desarrollar en conjunto un auto económico.
El apellido del próximo jefe de Gobierno es inseparable de la obra pública y con ello especuló Néstor Kirchner al hacer retintinear con escasos dividendos el “Mauricio, que es Macri”. A los contratos del Estado estuvo ligado Franco, su padre, que era apenas un adolescente al desembarcar en Buenos Aires en el verano de 1949. Eran años en que los italianos cruzaban el mar, inseguros del rumbo que tomaría la historia sin el Duce: así llegó Agostino Rocca, el “ministro del acero” del fascio, en 1945, y así llegó, en la misma fecha, Vittorio, el hijo de Benito Mussolini. El abuelo Giorgio Macri quería que Franco fuese ingeniero. El sueño quedó incumplido porque el muchacho rindió algunas materias y abandonó, necesitado del dinero contante y sonante que obtuvo con sacrificio, trabajando –cuenta Silvia Naishtat– en la constructora Sadop (Sociedad Anónima de Obras Públicas), propiedad de la familia Salleri, a la que el gobierno peronista había adjudicado la ejecución del proyecto de Ciudad Evita. El trabajo en relación de dependencia no era para Franco, que fundó Demaco, su primera constructora. Del matrimonio de Franco con Alicia Blanco Villegas nacieron cuatro descendientes: Mauricio, Gianfranco, Sandra y Mariano. Del segundo nació Florencia, la benjamina, la preferida, un auténtico dolor de cabeza, dedicada a estudiar cine y a flirtear con un presunto secuestrador, tan luego ella, víctima de un secuestro extorsivo. De todos modos, Franco Macri, el jefe de la dinastía, ha confesado a sus biógrafos que en su universo las mujeres no participan de los negocios sino de las tareas de la casa o, en el peor de los casos, de cualquier actividad sin riesgo financiero. Además, admitió ser pragmático en cuestiones amorosas: las esposas pasan, los hijos quedan. El emporio Macri estaba destinado, por lo tanto, a ser timoneado por los varones del clan, que mientras aguardaban su oportunidad iban a recibir una educación esmerada.
Mauricio fue anotado en un colegio frecuentado por las clases altas y codiciado por los arribistas, el Cardenal Newman, un baluarte en tres aspectos sustanciales de la educación de un heredero: el dominio del inglés, la práctica del rugby y los contactos sociales. Quizás a Mauricio le haya pesado como una losa el mandato paterno y para cumplirlo se recibió de ingeniero en la Universidad Católica. Si bien nunca ahondó en el alcance de sus declaraciones, describió esa etapa como “una pesadilla”. El dinero no es todo y aun la vida de los privilegiados tiene sus turbulencias. A los 18 años Mauricio Macri recurrió al diván y a los 22 estaba casado con Ivonne Bordeu, madre de sus tres hijos. De Mauricio y su temprano matrimonio, Franco habló con condescendencia: “La convivencia con padres separados pudo haber acelerado su casamiento. El y su mujer eran muy jóvenes. El peso de la responsabilidad era tan grande que nunca tuvo la experiencia de sentirse libre y disfrutar de la vida de un joven”. Mauricio admitiría con el tiempo que no es un buen marido, cuanto más, un ex aceptable. Franco, de todos modos, guardaba in pectore los planes que tenía para Mauricio: convertirlo en la cabeza de un imperio que en 1976 contaba con 7 empresas y en 1980 con 47, generadoras de 180 millones de dólares de deuda externa.
Tras una fugaz colaboración con la Secretaría de Turismo hacia el fin de la dictadura, Mauricio respondió al deseo paterno con un maratón de títulos y puestos empresariales. En 1983 fue controller de Sideco en Venezuela; en 1984 pasó seis meses en el Departamento de Créditos del Citibank; en 1984 aterrizó en Socma –nombre del grupo Sociedades Macri– y en 1985 ascendió a gerente general; entre 1985 y 1992 ocupó la vicepresidencia y la presidencia de Sideco; de 1992 a 1994 se hizo cargo de la vicepresidencia y la presidencia de Sevel. En 1993 el juez Carlos Liporace lo procesó por contrabando agravado. La Justicia bautizó el escándalo como “el caso Opalsen”, e investigó a Sevel por una falsa importación de autos desde Uruguay. En 1991 la “banda de los comisarios” secuestró a Mauricio. Fue Franco quien se puso al frente de las negociaciones. Nunca se sabrá si fueron 6 o 20 millones de pesos/dólares los que pagó por la libertad de su hijo. Ambos mantuvieron siempre una relación difícil, que mejoró ahora “que hace años que no trabajo con él”, contó Mauricio. Se ven una vez por semana, para jugar a las cartas en una mesa de amigos. Y no conversan demasiado porque “si se juega a las cartas, se juega a las cartas”.
Es probable que aquellos hechos y el “caso Opalsen” hayan funcionado como una bisagra en la cabeza de Mauricio Macri: volvió al psicoanálisis, siguió católico pero dejó la práctica y en 1995 se casó con Isabel Menditeguy; además, y contra la opinión de su padre, se candidateó a la presidencia de Boca Juniors. Este, preocupado por la alta exposición del apellido, que ya tenía demasiados problemas para agregar el de la compra y venta de jugadores, le endosó, por si las moscas, un ladero, un hombre de confianza y ejecutivo del Grupo, Orlando Salvestrini. El debut del heredero en el mundo deportivo resultó polémico: formó un fondo de inversión, La Xeneixe, que nació y murió rodeado de sospechas, impulsó la modificación de los estatutos, exigió que los directivos demostraran un patrimonio personal de, por lo menos, tres millones y anunció que se había acabado “la reelección indefinida. Sólo habrá una reelección. Yo en Boca estaré tres años. Si tengo energía seguiré otros tres y después vendrá otra persona”.
Pronto, en febrero de 1997, dejó entrever sus intenciones de saltar a la arena política, aunque aseguró que eso sólo ocurriría una vez finalizado su compromiso con el club. No obtuvo la aprobación de los balances ni cumplió ninguna de las otras dos promesas: el máximo de seis años en la presidencia de Boca se estiró a doce, mientras, en paralelo, se candidateó a jefe de Gobierno (2005) y ganó una banca como diputado nacional en la que casi nunca posó las asentaderas, un déficit que el kirchnerismo le recordó sin hacerle mucha mella puesto que es vox populi que los legisladores suelen escaparle a los parámetros sarmientinos. Con el hándicap que le dio el haber sido ignorado como adversario en la primera vuelta, buscó profundizar el anclaje en el espacio de la “derecha moderna”, derecha pura y dura pero sin las aristas del fanatismo religioso y la retórica fascista: una derecha todavía sin dueño. Tenía a favor juventud, divorcios y hasta el nombre del partido, PRO, destinado a evocar lo positivo, el futuro, la acción y también la jerga veinteañera, el universo de lo grosso, lo cool y lo power. En síntesis, un velo que atenuara la dureza del realismo que suele adjudicarse como un don la gran burguesía, restañara las heridas abiertas por las opiniones cavernarias sobre cartoneros, piqueteros y minorías e hiciera amena y amigable la insinuación de degollinas masivas de empleados comunales.
Mauricio Macri comprendió que a la estrategia milimétrica le faltaba carnadura, sustancia, que a su perfil sereno y frío había que compensarlo con un rostro suave y cálido, y en una maniobra audaz resolvió mover la dama. Ella, Gabriela Michetti, dominó el centro del tablero, neutralizó el papelón de Juan Carlos Blumberg y se convirtió en pilar del triunfo en el ballottage. Atrás, muy atrás venían los recursos tontorrones de las campanitas, las propuestas por hora y el maillot amarillo de ciclista que identificó al binomio PRO en el sprint final. El domingo, el éxito PRO aportó dos evidencias: a la derecha le ha nacido una estrella y no es Macri. Una estrella que tiene el estilo de Ségolène Royal y el alma de Nicolás Sarkozy, dos que al fin y al cabo tampoco son tan distintos entre sí. La otra es que Mauricio le demostró a Franco que, tal como asegura el sponsor del enemigo aviar, “impossible is nothing”. Un batacazo. Como dijo el torero Jesulín de Ubrique: “En dos palabras: im-presionante”.
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