Jueves, 5 de julio de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
El sacerdote Christian von Wernich tendrá, desde hoy, su oportunidad ante el tribunal. Será juzgado con sometimiento a leyes que concuerdan con las tendencias mundiales más avanzadas en materia de derechos humanos. Se eslabona así otro juicio oral y público ulterior a la anulación de las leyes de la impunidad. Hasta ahora ha habido pocos debido a los escollos que interpuso el poder político y a los rebusques de las defensas. De cualquier forma, la hora va llegando.
El Estado terrorista quedó en el pasado, pero el Estado democrático no terminó de ponerse a la altura de sus deberes. Dos presidentes (un radical y un peronista) articularon decisiones para vetar la búsqueda de verdad y justicia. Otros presidentes, radicales y peronistas, convalidaron ese status quo infamante. Las cosas han cambiado en los años más recientes merced a la inclaudicable brega de los organismos de derechos humanos. El gobierno actual aportó lo suyo, promoviendo una legislación más digna y cambiando ciento ochenta grados la calidad de la Corte Suprema.
El Estado y el Gobierno siguen, empero, siendo deudores. Los juicios –instancias fundacionales, huérfanas de precedentes– han llegado sin una previsión seria. No era para nada sencillo urdir una ingeniería judicial que abreviara trámites sin mengua de los derechos de los acusados. Y era endiablado urdir un mecanismo de protección y contención para los testigos. Asumida la complejidad de los objetivos, quizás inalcanzables en su totalidad, es patente que las autoridades están en falta.
Preocupa el desamparo de los testigos, agravado por el temor sobreviviente a la desaparición de Jorge Julio López. Las complicaciones se agravaron por la competencia entre distintas reparticiones estatales, entre gobiernos de distintas jurisdicciones, cuando no por los celos entre protagonistas políticos.
Para redondear los problemas, a casi 24 años de la reinstalación democrática, las agencias de seguridad del Estado siguen siendo indignas de confianza. Los testigos recelan de su eventual protección o, más aún, temen tener uniformados cerca. Sus prevenciones no trasuntan paranoia ni prejuicio, sino una lectura sensata de los penosos desempeños de quienes deberían ser sus custodios.
Los testigos desfilarán, repetirán declaraciones emitidas en otros estrados, llegará la sentencia con todas las salvaguardas legales. Nada más lejos de la venganza o de la justicia por mano propia que estos trámites regidos por la presunción de inocencia, cimiento del sistema penal garantista.
Entre tanto, la Corte se apresta a dictar dos fallos relevantes, aunque de muy disímil peso. Están en entredicho dos normas dictadas por autoridades democráticas de dos poderes del Estado: los indultos presidenciales a los represores y la decisión de la Cámara de Diputados que negó su diploma a Antonio Domingo Bussi.
El fallo más importante, el de los indultos, tiene proyecciones enormes, pues propaga un mensaje ineludible, el de los límites del poder. Los principios humanistas universales priman sobre las potestades del gobernante. La facultad de indultar es amplísima, pero eso no la transforma en absoluta.
El caso Bussi, mucho más específico, podría derramar sus consecuencias sobre el de Luis Patti, que espera dictamen de la Procuración General y luego la resolución de la Corte. Está en juego un peliagudo conflicto, la tensión entre el valor del voto popular y las potestades de la Cámara. Las versiones predominantes indican que la Corte se inclinará por la validez de los diplomas de Bussi y Patti. Habrá que esperar su confirmación y sopesarla a la luz de sus fundamentos. Lo que sí puede asegurarse ya es que la suerte de los reclamantes no está signada de antemano, sino supeditada a la interpretación de la ley que harán jueces calificados e imparciales.
Cuando se hayan cumplido la liturgia y las reglas, Von Wernich seguramente será condenado. Anulados los indultos, muchos de los ejecutores del terrorismo de Estado verán derribarse la última muralla que los dispensaba de su condigno juicio y castigo.
Las coincidencias temporales reseñadas entre tres juicios de rango histórico tienen una pizca de azar pero mucho más de cambio de época. Un tiempo más cercano al imperio de la ley, a la (siempre insatisfecha) procura de justicia.
Otra referencia es mera casualidad, pero alumbra otro tema para pensar, en un registro más largo que esta columna. Ayer se cumplieron 31 años de la masacre de San Patricio, la de los sacerdotes palotinos. Hoy, un cura asociado al Estado terrorista se sentará en el banquillo.
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