EL PAíS › OPINION

La evolución del radicalismo

 Por Andres Malamud *

En las próximas elecciones, los principales candidatos presidenciales serán peronistas. Y sus compañeros de fórmula, radicales. Contra lo que piensan varios analistas, los partidos tradicionales no están agotados: están mezclados.

Peronistas y radicales nunca construyeron organizaciones programáticas. Su arraigo popular se basaba en una identificación social antes que en una preferencia ideológica. Así como raramente se cambia de religión o equipo de fútbol, tampoco se cambiaba de campo en la política. La crisis del radicalismo ha llevado a algunos observadores a pronosticar el fin de esa división sociopolítica –clivaje, en la jerga académica–. Es un error.

Desde 1946, el radicalismo fue dos cosas en una: un partido con simbolismo propio, basado en el culto a figuras como Alem e Yrigoyen, y un punto de referencia para quienes se oponían al peronismo. Varias generaciones después, los símbolos radicales significan muy poco para la mayoría de la población. En cambio, estudios de opinión e investigaciones electorales indican que la identidad antiperonista (o, más correctamente, no peronista) sigue vigente. El destino del radicalismo depende de su capacidad para volver a aglutinarla.

Mirada desde el ombligo de la Capital, la Unión Cívica Radical no está en crisis: está muerta. El radicalismo porteño, otrora imbatible, hoy no consigue presentar listas ni elegir legisladores camuflados. Con un par de excepciones, la situación se repite en el Gran Buenos Aires. El resto del país cuenta otra historia. Gobernadores radicales mandan en seis provincias, tres veces más que hace veinte años –cuando Alfonsín era presidente–. Un tercio de los municipios es conducido por intendentes de este partido. Y en el Congreso, aun diezmados, los radicales constituyen la segunda fuerza a distancia abismal de quienes vienen detrás. El desafío del partido es alinear la tropa dispersa. Pero el fracaso es el resultado más probable si no se entiende que la centralización partidaria es una reliquia del pasado.

En sistemas presidencialistas y federales, los partidos cohesionados son la excepción antes que la regla. En Brasil sólo uno de los cuatro más importantes presenta tal característica; en Estados Unidos, ninguno de los dos existentes. Si en Argentina peronistas y radicales parecieron funcionar disciplinadamente durante décadas, eso se debió a las interrupciones institucionales. Una vez que la democracia adquirió continuidad, los partidos nacionales fluyeron lentamente hacia un punto de equilibrio: hoy son confederaciones de partidos provinciales y no hay razones para que esto cambie.

Las provincias constituyen la base de poder político, sobre todo para los partidos que detentan las gobernaciones. El control de las carreras partidarias, de los recursos presupuestarios y de los aparatos de fiscalización electoral garantiza a los líderes provinciales herramientas poderosísimas. Las terceras fuerzas que surgen regularmente en la Capital o el Gran Buenos Aires, como el PI, la UCeDé, el Frepaso y Acción por la República, carecen de esa penetración territorial y por eso se extinguen luego de algunas elecciones prometedoras. El PRO y el ARI difícilmente eludan ese ominoso destino; pero desaparecen los partidos, no sus electores. El radicalismo, sobreviviente hoy gracias a su arraigo en el interior, podría atraerlos mañana. Pero ello exigiría reagrupar fuerzas, en particular sus gobernadores e intendentes. La estrategia de la conducción actual parece ir en sentido contrario, haciendo las delicias de quienes comparan al partido con un submarino: puede flotar, pero fue diseñado para hundirse.

La evolución del radicalismo dependerá también del éxito del Gobierno en producir un realineamiento del sistema de partidos. El objetivo del Presidente es sustituir el clivaje peronismo-antiperonismo por el más europeo de izquierda y derecha. Empero, el presidencialismo federal y la ausencia de una revolución industrial dificultan esta operación. El estado de la Concertación Plural así lo evidencia: en la mayoría de los distritos, radicales K y peronistas K se enfrentan electoralmente en vez de aliarse. Fuera de la Capital, los partidos tradicionales están mezclados... pero no amalgamados. Por eso es previsible que, cuando el catalizador esté ausente, la química vuelva a separarlos.

* Politólogo, Universidad de Lisboa.

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