Lunes, 5 de mayo de 2008 | Hoy
Por Javier Lorca
“La incapacidad del capitalismo para eludir la irracionalidad de esa sociedad brutalmente racionalizada hacia la que se encamina iguala a la incapacidad del socialismo –que prometía eludir el error liberal– para superar la irracionalidad de la tiranía con que debe imponerse”, escribía en 1971, en Buenos Aires, Héctor Alvarez Murena.
Ante esa incapacidad, lector atento –y traductor pionero– de Adorno y Benjamin, Murena postulaba un “pensamiento negativo”, sólo accesible “superando la mortal hipnosis que ejerce lo existente”. De ahí, el imperativo que hizo suyo, ir contra el tiempo, “volverse anacrónico”. Pero el riesgo implícito en su apuesta intelectual se consumó: aun cuando escribió en publicaciones masivas (la revista Sur, el diario La Nación) se volvió imperceptible. No sólo para sus contemporáneos: “¿Por qué el olvido de Murena?”, se preguntaba Héctor Schmucler todavía en 1994, lamentando que “pocos recuerdan su nombre”, que “sus libros son prácticamente inhallables”.
La omisión comenzó a ser reparada durante la última década. En La vacilación afortunada, Leonora Djament amplía la mirada sobre el autor de Homo atomicus y Ensayos sobre subversión. Relee la obra ensayística de Murena y advierte que su proyecto se tornó “inaudible, excéntrico, irritante” a partir de una reducción, un encasillamiento operado por la crítica: “Casi nadie lee más allá de El pecado original de América” –que sigue siendo el libro más conocido de Murena– “y casi nadie lee más allá de la etiqueta ‘determinista telúrico’ o espiritualista’”. La autora se propone –y, productivamente, consigue– “desenganchar” a Murena de la corriente hegemónica que lo ha leído como parte de la especulación sobre el ser nacional y el americanismo, o bajo el amparo de su maestro, Ezequiel Martínez Estrada, y lo acerca a “la línea frankfurtiana, blanchotiana y/o romántica”.
Al decir de Horacio González en el prólogo, “la modalidad crítica de Djament recurre a movimientos escondidos del pensamiento, viendo donde algo parece no estar y viendo, también, con el preciso gesto de extender objetos minuciosos o laterales a un ámbito mayor”. Por caso, así desnuda un tejido de alusiones a Murena en la famosa conferencia de Borges sobre “El escritor argentino y la tradición”.
De la misma manera, la interpretación de Murena que urde La vacilación afortunada rescata una página que –por su escasa actualidad, de urgente necesidad cuando la antítesis fácil obtura la honestidad del pensar– parecía arrancada de la historia intelectual argentina: la figura del que reflexiona con originalidad y lucidez sin sojuzgarse. “Murena –anota Djament– elige desplazarse permanentemente entre paradigmas: no situarse, en todas las acepciones de la palabra, es la consigna. Esto implica construir y deconstruir permanentemente el escenario desde el que uno escribe, elegir qué se traduce, con quién se dialoga (...) para diseñar una estrategia anacrónica que se aparte de la discusión imperante.” Ya desde los años ’50, Murena se desmarcaba de los dos modelos típicos del campo intelectual, entonces el compromiso sartreano de Contorno y el idealismo de Sur. Disidente, él proponía disconformidad y de-sengagement, compromiso negativo con las organizaciones y las instituciones. “Quienes se empeñan en una lucha basada en el compromiso –escribió H. A. Murena en El ultranihilista– se han resistido a abandonar la esperanza de que haya en la sociedad un último lugar sano y salvo en el cual apoyar los pies (...). En cambio, el que cobre conciencia de lo negativo, se hallará, por este simple hecho, colocado en el único lugar desde el cual es posible entablar la lucha: en el límite. ¿Qué es el límite? Es la franja fronteriza que bordea a la sociedad y al individuo.”
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