ESPECIALES
El silencio de la Marina
Por Osvaldo Bayer
Cuesta pensarlo, cuesta finalmente entenderlo. Y no se entiende. La ferocidad, la brutalidad, la vocación del crimen. ¿Qué calificativo cabe para sus autores? En una Argentina católica, apostólica, romana. Donde todos los miembros de nuestras fuerzas armadas, sin excepción, han tomado la primera comunión y por supuesto se han casado por la iglesia, y se confiesan regularmente. Lo de Trelew es sólo imaginable en Siberia, en un relato de Dostoiewski. Diecinueve prisioneros –mujeres y hombres, todos jóvenes; Ana María Santucho, encinta de ocho meses– son mantenidos en calabozos, molestados, desnudados, maltratados, para luego fusilarlos impunemente. Los fusiladores son oficiales y suboficiales de la Marina de Guerra. Mientras se asesina a los presos, se los insulta. ¿Qué educación recibieron esos marinos? ¿Qué conducta llevaban y llevan esos marinos en sus hogares?
Después del bárbaro asesinato, la mentira. Se inventa una subversión, se aplica la ley de fugas. Los comunicados de los altos jefes de la Marina, aceptados y elogiados por el propio presidente de la Nación, general Lanusse, hombre probo y religioso, según sus biógrafos.
Pero, ¿y después? ¿Qué se hizo después cuando retornó la democracia?: ¿se juzgó a los asesinos? ¿Se esclareció el hecho hasta sus últimas consecuencias? No, nada de eso, todo siguió su camino habitual. Los muertos, muertos están. Al contrario, se protegió a los dos asesinos máximos del hecho: el capitán de corbeta Luis Emilio Sosa y el teniente de fragata Roberto Guillermo Bravo fueron enviados a la embajada argentina en Washington a “hacer cursos”. Hoy los asesinos estarán paseando sus nietos por los parques de la Recoleta con una buena pensión en el bolsillo. De los 16 jóvenes asesinados en forma tan vil, queda esa última foto. En el aeropuerto de Trelew. Están todos expectantes. Entre la vida y la muerte. Tienen un rasgo de nobleza que los marinos de guerra pagarán con falsa moneda. Los revolucionarios no toman rehenes para después negociarlos por su libertad. No. Prefieren entregarse y no crear más problemas. Ya se ha llegado al pacto: ellos se entregan y el capitán de corbeta Sosa los devolverá al penal de Rawson. Pero el marino de guerra argentino los traiciona como lo pudiera sólo hacer un villano de la peor especie... El transporte se dirigirá directamente a la base naval del lugar. Allí los asesinarán.
No hubo ningún oficial de la Marina de Guerra que protestara o pidiera la baja ante tal ignominia realizada por jefes de esa arma. Todos se callan la boca. Y tal vez aplaudan la ignominia. Después serán proclamados “héroes de Malvinas” por Hadad en Radio Diez. El ministro del Interior de ese gobierno de Lanusse es nada menos que el radical Mor Roig, íntimo de Ricardo Balbín. Mira hacer y se calla la boca. Igual que el tuerto Gómez, ministro de Yrigoyen cuando el Ejército Argentino fusiló a centenares de gauchos, peones rurales, en la Patagonia. Los dos ministros radicales no oyeron, no vieron, no comentaron. Tradición democrática. Traición a la República.
Pero la valentía armada de esa tragedia tendrá su fin operístico de máxima cobardía. Serán atacados con tanques los velatorios de los fusilados. Además nuestra valiente policía al mando del comisario general Villar les sacudirá una paliza indecible a las madres y hermanas de los fusilados, que defienden a sus muertos. Esa orden la dio el general Sánchez de Bustamante, que ganó esa única batalla de su vida contra los deudos de los asesinados y las velas de luto. Ah, general, con ese apellido, usted ha pasado para siempre a la historia del ejército sanmartiniano.
Las heroicas avanzadas de la Patria se llevaron hasta los ataúdes. Siempre en perfecto orden y con gesto altruista. No será éste hoy un análisis ni histórico ni sociológico. Expresará toda nuestra sorpresa ante el proceder sanguinario y traidor de la Marina de Guerra argentina. Y la profunda torpeza y oportunismo que atestiguan el hecho de que el último decreto de Lanusse como presidente de facto será otorgarle un sobresueldo especial al capitán de corbeta Sosa y al teniente Bravo para que la pasen bien en Estados Unidos. Así terminó su mandato Lanusse, mandato que había robado a la democracia argentina. Un final muy digno del señor general.
Hemos querido hacer un análisis ético, en esta Argentina de hoy sin ética. Si todavía se tiene dignidad habría que obligar al comandante de la Marina, almirante Stella, a hacer un juicio de la verdad acerca del crimen de Trelew. Es la propia Marina la que tiene que dejar en claro quiénes fueron los responsables y los culpables directos. Alejar para siempre de ese cuerpo uniformado a los asesinos calificándolos de indignos traidores a la Patria. Y en la base naval almirante Zar de Trelew levantar una escultura que recuerde la tragedia del cobarde fusilamiento de prisioneros. Y que en esa escultura se haga alusión precisamente a que entre los asesinados figuraba una criatura a quien le faltaba apenas un mes para nacer del vientre de la joven Ana Santucho.