Jueves, 24 de marzo de 2011 | Hoy
Por Mario Wainfeld
Dos hechos quiere entreverar el cronista en esta nota, el aniversario imborrable y los largos 27 años de la recuperación democrática. El fluir del tiempo, cree y desea, resignifica todo. Los recuerdos personales son vívidos, aunque quizá la memoria juegue alguna mala pasada. La noche del 23 de marzo, cuando el golpe era un hecho, escuchando la radio, hablando por teléfono de línea, yéndose a dormir con una declaración de Lorenzo Miguel, quien decía que no pasaría nada. La mañana siguiente, con los comunicados de la Junta Militar en cadena oficial, la música marcial atronando los oídos, las primeras informaciones de compañeros sobre secuestros o sobre el asesinato del teniente coronel Bernardo Alberte, patotas militares circulando, amigos que se “guardaban”...
Una transmisión de fútbol alivió la cadena, distrajo un rato, la Selección (no chequeo el dato porque evoco vivencias personales, lo que admite el error o la transposición de fechas) acaso le ganó a Polonia, de visitante. Las proclamas volvieron pronto, machacaban lugares comunes, remanidos, infatuados, vibrantes de amenazas.
El 2 de abril un discurso de José Alfredo Martínez de Hoz, también propagado en cadena, le dio sustancia económica a esos fraseos torvos. Si el cronista no se chispotea, fue larguísimo e interrumpió la transmisión de otro partido de fútbol, del torneo local, tal vez Huracán contra Banfield.
Durante pocos días más de cuatro creímos, así fuera en parte, el relato de los milicos, que describía un golpe convencional y grupos desatados que prolongaban las prácticas de la Triple A. Tanto se creyó –el lector informado lo sabe– que hubo familiares cercanos que entregaron a sus hijos a las autoridades para preservarlos. Un grupo que integraba el cronista sondeó hacer lo mismo con un compañero a quien le habían profanado la casa, en ausencia. Por milagro, nadie quiso hacerse cargo. El cronista se estremece 35 años después pensando en lo que pudo pasar. El compañero sigue vivo y actuando.
Pronto se fue entendiendo. El terror fue una viga fundante de la dictadura. Ya entonces, el economista Adolfo Canitrot explicó en un artículo luminoso escrito en una publicación de baja tirada y respetable las pretensiones fundacionales del plan económico. Con el devenir se hizo un tópico decir que ese cambio de paradigma era el objetivo central de la dictadura. El cronista piensa que el planteo, así expresado, es reduccionista. La dictadura era también eso, pero su proyecto era más integral: romper la trama política de una sociedad demandante, movilizada y hasta jacobina. Desmembrar al Estado benefactor y a la miríada de militantes y dirigentes que bregaban por una sociedad mejor. Cambiar la capacidad (y hasta el ansia) de demanda construida en décadas de luchas populares.
La dictadura fue –tal era su designio– mucho más que un programa económico o un plan de exterminio. Fue una vejación cotidiana a todos los argentinos, a los que no padecieron tormentos, incluso a los que no se percibían como víctimas. La palabra “proceso” es notablemente descriptiva. Un devenir que embrutecía y aplastaba a todos. Una degradación diaria, la sustracción de saberes, de información, de derechos básicos que iban mucho más allá de los políticos en sentido estricto.
El genocidio es una bisagra en la historia argentina. La búsqueda de memoria, verdad y justicia, un legado ineludible, todavía pendiente en buena medida. Miles de vidas y de familias fueron tronchadas; las víctimas asesinadas o desaparecidas, y las víctimas que las sobrevivieron ocupan un sitial majestuoso en la historia ulterior. La más noble, la más democrática, la más ejemplar, la más infatigable militancia de que se tenga recuerdo. Tanto les debemos a las Madres y las Abuelas. Tan claro lo tienen los enemigos de la democracia. Tanto se equivocan quienes, elogiándolas en general, minimizan su acción y su legado con argumentos mezquinos, que mudan según las épocas.
La democracia que advino en 1983 dista de ser un dechado de virtudes, lo sabemos y lo marcamos en este diario, con asiduidad. La desigualdad, el gatillo fácil, un sistema penal que castiga sólo a los pobres, la pérdida de la igualdad de oportunidades son apenas una muestra de las flaquezas que atravesamos.
Y, sin embargo, vivir en una democracia imperfecta es cualitativamente (y no sólo cuantitativamente) distinto a hacerlo en una dictadura. En parte por lo que habilita, en parte por sus (ay, demasiadas) virtualidades no concretadas. Cada día de democracia, con sus titubeos, con sus zigzagueos y (da pudor subrayarlo pero se asume el riesgo) con sus potencialidades pendientes es un paso que nos aleja del terror y también contra el proyecto de un país para pocos, huero de libertades, enemigo de la diversidad.
El pasado está presente en las vidas de muchos, las evocaciones del cronista quieren resaltarlo, desde la subjetividad. El pasado pesa en la agenda institucional cotidiana, en buena hora. El futuro se va construyendo.
El cronista tenía 28 años cuando ocurrió el golpe, entre sus hijos sólo la menor no superó esa edad. Viven en una sociedad mejor, aunque quizá no les parezca tanto. Integran una generación de argentinos que atravesó toda su existencia en democracia. Sus perspectivas serán otras, mejor el modo en que se socializaron. El voto de esos jóvenes, muchos de los cuales accedieron a su primer trabajo en los años recientes, será decisivo en las próximas elecciones. Es una gran noticia, si se mira bien.
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