Jueves, 24 de marzo de 2011 | Hoy
Por Hugo Soriani
No nombraré a ninguno porque estas líneas son para todos. Algunos ya no están porque murieron en estos últimos años, y otros murieron en prisión, fusilados por la represión o por la pena.
Voy a recordar a los presos políticos de la dictadura militar.
Eran más de diez mil personas que habían sido detenidas antes del nefasto 24 de marzo, luego ya no hubo presos políticos, solamente desaparecidos.
En esas cárceles convivieron durante nueve, diez, doce años, muchachos de veinte años, pocos más o menos, con hombres de cincuenta, a veces de sesenta, por los que los más jóvenes sentían devoción y respeto ya que venían de otras luchas, sobrevivientes de un país asolado por las dictaduras.
Ellos habían peleado contra la de Lanusse, y algunos contra la de Onganía, y contaban experiencias que los más jóvenes escuchaban con avidez, curiosidad e impaciencia.
No nombraré a ninguno porque fueron todos, los que hora tras hora, día tras día, año tras año, resistieron en conjunto la política de exterminio que se instrumentó para destruirlos. Los que inventaron un código para comunicarse en el silencio, los que violaron todas y cada una de las consignas y prohibiciones que los guardianes imponían a diario. Los que con valentía, ingenio y audacia inventaron las trampas necesarias para sobrevivir sin bajar sus convicciones.
Los que no firmaron ninguna nota de arrepentimiento, pese a las represalias.
Los que en la oscuridad de los calabozos de Rawson fueron golpeados hasta desmayarse y reanimados con agua helada en madrugadas con quince grados bajo cero, para luego dejarlos desnudos y repetir la historia al otro día, y al otro, y al otro.
Los que denunciaron sus torturas a monseñor Tortolo, en la cárcel de La Plata, y escucharon como respuesta que “Videla es oro en polvo” de los labios del monseñor. Los que escribieron minúsculas notas en finísimo papel de cigarrillos para comunicar al exterior lo que sucedía tras los muros.
Los que en días de hambre compartieron la poquísima comida.
Los que golpearon los jarros de metal contra las rejas festejando el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua, en julio del ‘79, pese a los golpes y los gritos de los guardianes, que trataban de impedirlo.
Los que lloraron la muerte de John Lennon, en diciembre del ochenta, porque junto a él imaginaron que no eran los únicos soñadores.
Los que en la cárcel de Magdalena conocieron en persona la ferocidad del general Bussi, antes de que fuera el célebre carnicero de Tucumán.
Los que fueron rehenes en Córdoba durante el Mundial bajo amenaza de fusilamiento, mientras los genocidas se abrazaban con Menotti.
Los que fueron sacados del pabellón de la muerte en la cárcel de La Plata, y sabiendo que iban a ser fusilados, se despedían de sus compañeros gritando sus consignas.
Los que sobrevivieron en ese pabellón y denunciaron lo que estaba pasando, con riesgo de sus propias vidas.
Los que en el patio de la cárcel de Córdoba vieron estaquear y morir compañeros y no bajaron la mirada, como querían los guardianes para humillarlos.
Las mujeres presas en la cárcel de Devoto, que durante años resistieron las requisas vejatorias. Esas mismas mujeres que, enteras y dignas, ya libres, escribieron un libro imprescindible: Nosotras, presas políticas.
Los que en la cárcel de Caseros vivieron hacinados en celdas miserables, sin saber cuándo era de noche o cuándo de día.
Los que no perdieron el humor, sobre todo el humor negro, y se rieron de sus propias desgracias.
Los que en julio del ‘83, en la cárcel de Rawson, con más coraje que inteligencia, decidieron acompañar el ayuno que Pérez Esquivel realizaba en Buenos Aires, sin que nadie, pero nadie se enterara de lo que estaban haciendo. Y lo continuaron diez días más que él porque, debido al aislamiento al que estaban sometidos, no supieron que el Premio Nobel ya lo había levantado al conseguir sus objetivos.
Los que escribían poesías malas, pero fueron poetas.
Los que se sabían de memoria el Génesis o el Exodo, porque la Biblia fue la única lectura permitida. Y a veces ni eso.
Los que cantaron, dibujaron, soñaron y actuaron, inventando la manera de esquivar la muerte o la locura.
Los que en todas las cárceles, en todas, sólo tuvieron durante años una pared blanca a dos metros de distancia como único horizonte.
Los que durante nueve, diez, doce años no hicieron el amor ni tomaron un vaso de vino o una taza de café.
Los que no vieron crecer a sus hijos.
Los que salieron con lo puesto y sin tener una casa a dónde ir o un trabajo para mantenerse.
Los que fueron recibidos con desconfianza, porque eran sobrevivientes.
Los que sentían toda la culpa del mundo por ese mismo motivo.
Para todos ellos, presos políticos de la dictadura, que hoy, a treinta y cinco años del golpe militar son testigos de los juicios a los genocidas, militantes en sus barrios, delegados en sus trabajos, funcionarios comprometidos y trabajadores de la política en su sentido más noble, cualquiera sea el lugar donde los haya llevado la vida. Para ellos, estas líneas de recuerdo y de homenaje.
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