Jueves, 24 de marzo de 2011 | Hoy
Por Washington Uranga
A medida que el tiempo nos aleja del momento en el que ocurrieron los hechos, se hace más necesario –imprescindible– trabajar la memoria como una propuesta reflexiva que permita a la sociedad la construcción adecuada de una representación y de un imaginario sobre aquellos acontecimientos que consideramos significativos, trascendentes para la comunidad en la cual vivimos. Y esto debe hacerse de manera colectiva –porque nos referimos a hechos históricos que involucran e inciden en la experiencia también colectiva– y, al mismo tiempo, con la creatividad necesaria para que la narración de lo sucedido genere sentido en quienes no participaron de manera vivencial en los hechos relatados.
¿Qué significa para los jóvenes de hoy el recuerdo de la dictadura? O, dicho de otra manera: ¿Cómo transformar la memoria en aprendizaje colectivo, en densidad de saberes que cimienten la práctica política, social y cultural de los actores contemporáneos?
Cada año que transcurre desde el nefasto acontecimiento que instaló la dictadura militar en 1976, se convierte para quienes fuimos testigos y víctimas de aquel hecho en un desafío que, siendo político, se transforma en educativo. Porque hacer memoria es mucho más que narrar los hechos o transmitir las sensaciones que esos acontecimientos produjeron en quienes estuvieron involucrados en los mismos.
Los relatos están sujetos a la perspectiva de quien enuncia. Y para transformarse en aprendizaje requieren de un proceso de debate y apropiación colectiva. Las sensaciones son únicas, imposibles de transmitir. Pueden ser comprendidas, valoradas, pero nunca suscitarán en los nuevos actores vivencias similares a las experimentadas por los actores originales.
Recordar debe entenderse como la elaboración de una trama que permite recrear con otros, distintos y diversos en recorridos, en edad y en experiencias. Esa tarea de recreación tiene por finalidad configurar nuevas formas de relaciones en el presente, partiendo de la memoria pero dando lugar a un nuevo relato, que es resignificación del pasado en tensión con el presente. La memoria sólo está viva cuando se puede dialogar con otros sobre ella. Y ésta es la única manera de que haya sentido para las generaciones que no vivieron aquellos acontecimientos que estamos rememorando.
Este proceso es lo que nos convoca permanentemente a hacer de la memoria un desafío educativo que permita, a partir del diálogo con los más jóvenes, transformar la narración en acervo cultural, suma de criterios y valores para afrontar la cotidianidad presente. Abrir la ventana para asomarnos al pasado sólo tiene sentido si se apunta a generar acciones transformadoras en el presente, buscando nuevos horizontes y proyecciones hacia el futuro, organizando criterios de reflexión y acción a través de la apropiación colectiva de la historia.
Este desafío educativo requiere hoy también de la producción de bienes culturales que, con la misma creatividad, respondan a la estética y a la tecnología de la comunicación contemporánea. Documentar la memoria de lo ocurrido en la dictadura requiere hoy, como todo hecho cultural, incursionar con audacia y creatividad en diversidad de estilos y formas. De lo contrario se convertirá en un ejercicio estéril, inútil y carente de sentido para las generaciones que no vivieron ese momento.
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