Jueves, 24 de marzo de 2011 | Hoy
Por Eduardo Aliverti
Hay que dejar de hablar del golpe, únicamente, como la instancia más trágica de la historia argentina. Hay que animarse, de una buena vez por todas, a opinar que en algunos o varios aspectos pasamos a ganar. Pero por favor: no confundir esa apreciación con los juicios de quienes estiman que ya están podridos de que (les) hablen de la dictadura. Porque se trata justo de lo contrario.
La bestialidad de lo parido hace 35 años, o un poco antes, es precisamente lo que hace resaltable cierto aspecto del presente. En lo personal, incluso, quien firma se pasó la mayor parte de estas tres décadas y media, en casi cada uno de estos aniversarios, dedicando sus columnas a advertir más que nada sobre la sobrevivencia de lo que la dictadura dejó. La destrucción del aparato industrial; el ninguneo masivo a participar o comprometerse en política, por fuera de aquella primavera alfonsinista que en verdad fue un veranito; la profundización del desprecio ideológico, racista, hacia la actividad sindical y ante los desesperados llamados de atención de los excluidos; la discursividad facha de una vasta clase media (¿Macri no es acaso el hijo civil perfecto de los milicos?); el deterioro de la movilidad social ascendente, quitadas las fantasías patéticas del uno a uno de la rata; la precarización laboral. Puestos en el orden que se quiera, esos y otros componentes son inescindibles del punto de inflexión que significó la dictadura. Aun ahora cabe tener la seguridad o la certidumbre de que en el ámbito educativo en general, por las fallas objetivas y subjetivas que fueren, permanece potente –en el mejor de los casos– la idea y traslación de que hace 35 años aparecieron, desde la nada misma, asesinos lunáticos y capaces de esparcir una de las carnicerías humanas más alucinantes del siglo XX. ¿Cuántos y cómo son hoy los docentes (y comunicadores, y periodistas, y referentes “culturales”, y etcétera) que no saben o no quieren explicar que la mayor tragedia de nuestra historia fue producto de la necesidad y vocación de la clase dominante, para acabar por medio del terror y de raíz –creyeron– con todo signo de rebeldía que anidara en las entrañas y en la militancia activa de una porción de esta sociedad?
Como habíamos propuesto al comienzo: esa bestialidad de los mandantes de los milicos, de los grandes grupos económicos que pusieron todo el gabinete del golpe, y toda la jerarquía eclesiástica para bendecir las torturas, y toda la complicidad directa de los emporios de prensa (que viene ser todo lo mismo), obliga a animarse no solamente a la pregunta de cuánto de aquello sigue vivo sino –por fin– a la de cómo fue y es probable que tenga tanto de muerto. Y la respuesta directa es que apareció una normalidad o anomalía, susceptible de sacar de quicio a quienes, durante 200 años, se acostumbraron a la victoria final e inevitable de sus intereses. De sus ganancias fáciles de país agroexportador, y listo. De sus estratagemas comunicacionales. De su seguridad de tenerla más larga, siempre. Nadie dice que al final (¿qué es el final?) no vuelvan a tener razón. Pero por lo pronto, alguien, algo, les metió una baza después de tanto tiempo. Alguien, algo, les produjo diarrea. Habrá sido que se les fue la mano en su canibalismo de clase parasitaria, en su impericia dirigencial para heredarse, en su exceso de confianza. En no darse cuenta de que había espacio para la aparición de un outsider que leyera la realidad mejor que ellos. Como sea, algo (les) pasó como para que, a “nada más” que 35 años, lo persistente del golpe que dieron conviva poco menos que en desventaja con lo que cambió.
Tantos milicos a quienes ya no tienen como última reserva de la Patria. Tantos pibes que no les tienen miedo. Tanto que dependen de unos medios y unos periodistas en los que se cree cada vez menos. Tanto que el enamoramiento de las astronómicas tasas de interés de la etapa neoliberal empieza, de a poco, a compartir novia con un modelo que privilegia el mercado interno, al punto de quebrarles varios de sus frentes corporativos (la UIA, la Mesa de Enlace). Tanto problema para encontrar dirigentes políticos que les obren de gerentes: hay, pero no convencen a la sociedad. También disponen de caudillos sindicales del viejo aparato burocrático que se resiste a morir, pero que carece del peso de otrora.
Y tanto boludo ideológico, por ser en extremo suaves, que dice que todo eso que cambió, o va cambiando, compele a dejar de hablar de la dictadura, cuando precisamente se trata de hablar más que nunca para tener noción de por qué cambian las cosas.
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