Jueves, 24 de marzo de 2011 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Me acuerdo de Me acuerdo (título original I remember), ese legendario libro de Joe Brainard homenajeado por Georges Perec en su Je me souviens y admirado por Paul Auster por el modo en que “traza el mapa del alma humana y altera de forma permanente la manera en que miramos al mundo”.
Me acuerdo de que Me acuerdo –no me acuerdo en qué estante de mi biblioteca lo tengo– está construido en base a puntos y apartes y frases breves y puntos que siempre comienzan con un “Me acuerdo...”. Ejemplos: “Me acuerdo del día que dispararon a John Fitzgerald Kennedy” o “Me acuerdo de lo tonto que parece todo por la mañana”.
Me acuerdo –toda cosa que se piensa en el acto un segundo después ya es un recuerdo– de haber pensado que el “mecanismo” de Me acuerdo sería un buen recurso para escribir esto que me piden que escriba sobre el golpe, treinta y cinco años después.
Me acuerdo de que “It was thirty-five years ago today / General Videla thaught the country to pray”.
Me acuerdo de que entonces yo tenía doce años.
Me acuerdo de que yo no estaba en Buenos Aires, Argentina.
Me acuerdo de que yo estaba en Caracas, Venezuela.
Me acuerdo de que al golpe lo vi por televisión, en blanco y negro.
Me acuerdo de que alguna vez pensé que la memoria (la historia íntima) es sepia, pero la Historia pública es en blanco y negro. Y que lo sigue siendo. En el blanco y negro de los televisores de entonces.
Me acuerdo de que había un Gran Muerto y el fantasma de Esa Mujer y un Brujo y demasiados hechizados.
Me acuerdo de que se lo veía venir (al golpe) y de que se la veía caer (a Isabelita).
Me acuerdo de que Isabelita se fue volando. En helicóptero. Como si dejara su propio y privado Saigón que era, también, el de tantos otros.
Me acuerdo de pensar que el golpe (el acto en sí, el Puñetazo, la Patada) era apenas el knock-knock al que seguiría el bang-bang.
Me acuerdo de que nos llamaban por teléfono para preguntarnos “qué se dice por ahí de acá”. Me acuerdo de que los teléfonos eran una especie de Radio Caracas, de sucursal de Radio Colonia.
Me acuerdo que también nos llamaban para contarnos quién era el nuevo muerto, quién había desaparecido. Me acuerdo a la perfección de la llamada que comunicó el final de Rodolfo Walsh.
Me acuerdo de que entonces no existía Twitter y que nadie podía twittear cosas como “Acaba de parar un Falcon verde frente a la casa del vecino” o “Algo habrá hecho”.
Me acuerdo de que nosotros nos habíamos ido de Argentina un tiempo antes. Habíamos sido los casi primeros habitantes de una Caracas súbitamente intelectual y muy emigré donde día a día se iban sumando nombres y apellidos que llegaban huyendo de días nublados, de noches oscuras, de listas negras y de agendas en llamas.
Me acuerdo de que yo habitaba ese limbo entre la infancia y la adolescencia, pero que ya había tenido experiencias dignas de un cuento: paseo en un auto feo con empleados de la Triple A, padres en el calabozo, abandono de hogar dejando todo ahí dentro y abrazo de aeropuerto.
Me acuerdo de que un argentino tuvo la idea de vender en un kiosco de Sabana Grande, Caracas, revistas y diarios argentinos. Me acuerdo que, años después, alguien me contó que lo habían asesinado.
Me acuerdo de que mi padre y mis amigos compraban allí –con fruición casi masoquista– Gente y me acuerdo del primer número de Somos con Videla en la portada. Me acuerdo de que lo habían apodado La Pantera Rosa, confundiendo a un animal animado con un animado animal. Me acuerdo de que muchos salieron a la calle a aplaudirlo cuando dejó de procesar. Me acuerdo de la cara de Massera. ¿O era una máscara de Halloween? Del Chiflado N. 3 no me acuerdo mucho. Pero me acuerdo de Viola. Y cómo olvidar a Galtieri. Y me acuerdo de que muchos decían que Bignone –como Lanusse– “era bueno” o al menos “no era tan malo”.
Me acuerdo de la Iglesia argentina y... ¿De verdad tengo que acordarme de la Iglesia argentina? Señorita: me duele la panza y tengo ganas de vomitar.
Me acuerdo de que en esa misma calle de Caracas donde vendían Gente y Somos muchos argentinos salieron a festejar el Mundial ‘78 sin entender muy bien por qué lo hacían, aunque la explicación que escuché muchas veces era “Por lo menos que los de allá tengan una alegría”.
Me acuerdo de que yo, en cambio, prefería leer Skorpio y Corto Maltés y las nuevas versiones de Pif Paf y Tit-Bits.
Me acuerdo de leer una y otra vez la reedición de El eternauta buscando recordar y no olvidar allí las calles de un Buenos Aires que comenzaba a desvanecerse.
Me acuerdo de que alguien me comentó que habían matado a H. G. Oesterheld y yo recordé que, sí, al final ganaban los Ellos.
Me acuerdo de volver a Buenos Aires en el invierno de 1979 y que todo –comparado con el ensordecedor y caótico y colorido tropicalismo de Caracas– me parecía tan firme y de frente marchen y silencioso y en blanco y negro y, sobre todo, en gris.
Me acuerdo de que el silencio era salud y los argentinos eran derechos y humanos y que yo esperaba el día en que salía el nuevo número de Humor o de Súper Humor o de Hurra (y de Skorpio y Corto Maltés y las nuevas versiones de Pif Paf y Tit-Bits) como otros esperaban una victoria o, al menos, una tregua.
Me acuerdo del día que dispararon a John Winston Lennon y –qué loco– de que lo primero que pensé al enterarme fue: “Seguro que intentó robar un banco”.
Me acuerdo de haber ido al primero de muchos conciertos de Seru Giran y de, querida Alicia, cantar a los gritos las canciones apenas en código de Charly García.
Me acuerdo de la voz de Graciela Mancuso y de la risa de Hugo Guerrero Marthineitz y de las muletillas de Juan Alberto Badía.
Me acuerdo de salir corriendo por la Avenida del Libertador, a la salida de tantos Obras, para esquivar los patrulleros y los camiones que esperaban afuera con ganas de regalarnos varios bises.
Me acuerdo de leer por primera vez El hombre en el castillo de Philip K. Dick y de fantasear con que, en realidad, quién sabe, tal vez en otra dimensión...
Me acuerdo de que estábamos ganando y seguíamos ganando y que la gente donaba comida y joyas para darle de comer a los hijitos extraviados luchando por la hermanita perdida.
Me acuerdo de que por esos días –yo era clase ‘63– un tipo detrás de un mostrador me gritó “Traidor” cuando fui a renovar mi pasaporte y que, por supuesto, no me lo renovó.
Me acuerdo que después de eso –y de eso, y de eso también, y de todo lo demás también– eso se acabó como se acaban tantas cosas: nunca acabándose del todo. Siempre habrá voraces Cascarudos, enormes Gurbos, zombificados Hombres-Robot, mortales Glándulas del Terror, líricos Manos abducidos, y todo eso. La Casa nunca está en orden y el Proceso siempre va por dentro.
Me acuerdo –disculpas, por las dudas– de que siempre me olvido y de que nunca estoy del todo seguro de cómo es eso del dequeísmo y del queísmo.
Me acuerdo de que me sigo acordando.
Me acuerdo de que no me voy a olvidar.
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