Sábado, 27 de octubre de 2012 | Hoy
Por Ricardo Forster *
1. La actualidad argentina tiene la marca de lo excepcional y, claro, de lo no previsible. Como un viento huracanado que se lleva todo por delante, algo de lo no esperado se abrió paso en mayo de 2003 y cristalizó alrededor de la figura, anómala y desconocida para la mayor parte de la sociedad, de un hombre alto y desgarbado, gracioso e informal, extrañamente memorioso de lo que muchos ya querían archivar y olvidar, venido del sur patagónico. Decir que somos contemporáneos de una anomalía no supone, como algunos creen, desconocer las fuerzas, muchas veces ocultas o subterráneas, de la historia ni caer en una suerte de providencialismo. Significa algo más sencillo pero no por eso menos enigmático: reconocer los momentos de ruptura o de inflexión que desplazan las fuerzas inerciales y dominantes en esa historia que aparecía como repetitiva e inexpugnable, para asumir que algo distinto, quizá imprevisto y no escrito en ninguna causalidad ni en ninguna garantía histórica, se hace presente y hace saltar los goznes de esas continuidades asfixiantes que, la mayoría de las veces, suelen ser la expresión de un discurso del fin de la historia y de la muerte de las ideologías que, claro, terminan por afirmar el modelo de la dominación proyectándolo hacia una eternidad inexorable.
Momentos excepcionales en los que la continuidad se quiebra en mil pedazos y surge lo no previsto que recoge fuerzas y experiencias preexistentes pero que, fundamentalmente, les da una nueva dimensión incorporándolas a un giro de la historia que acaba por englobar y por trascender a esas fuerzas, a veces, incluso, contra la dinámica que las constituyó. Esas circunstancias se presentan muy de vez en cuando y, la mayoría de las veces, acaban en frustración o en resignada aceptación de la imposibilidad de torcer las fuerzas inerciales del sistema. Alfonsín, que llegó en un momento clave de la historia argentina, que tuvo el apoyo popular para avanzar hacia otro proyecto de país, supo del poderío de las corporaciones económicas y también supo de la resignación que, como una maldición, recorrió los gobiernos democráticos desde Frondizi en adelante. Pero la anomalía que significó la llegada de Néstor Kirchner debe ser inscripta también en una época, la de principios de siglo, muy poco dispuesta para aceptar y procesar aquello que traía en su mochila alguien que insistía con reconstruir los puentes rotos entre la generación del setenta y una actualidad que había atravesado la hegemonía neoliberal, la caída del modelo socialista, la crisis de las tradiciones nacionalpopulares junto con el “olvido” del legado de Marx y de las izquierdas en general. Un tiempo termidoriano que había dejado a nuestras espaldas las grandes ideas de una modernidad en estado de disolución, ideas arrojadas al tacho de los desperdicios o convertidas en objeto de estudio sin relevancia en las encrucijadas del presente, materia prima de historiadores y de arqueólogos de objetos en desuso. Kirchner, su nombre, al igual que otros procesos contemporáneos que se abrieron en Sudamérica, produjo un asalto anacrónico a la fortaleza del “fin de la historia” y a las resignaciones de una posmodernidad entre banal y despolitizada. Su irrupción debe ser leída en el interior de la ruptura de esa linealidad recurrente y repetitiva que venía asolando toda esperanza en un cambio del decurso de la historia. No nació de un repollo ni careció de antecedentes; simplemente enloqueció lo esperado abriendo las compuertas de otro tiempo de la vida nacional a contrapelo de la tendencia mundial dominante.
2. La historia muy pocas veces es lineal. Imaginar, entre nosotros, un recorrido causal y necesario es suponer que el hilo del tiempo discurre con placidez, alejado de tormentas y sorpresas, de situaciones inesperadas y de bruscos giros que suelen sacar de quicio aquello que supuestamente responde a una racionalidad subyacente. El tiempo, el de un país, el nuestro, zigzagueante y espasmódico, entrañable y trágico, suele responder a una extraña alquimia de materialidades realmente existentes y acontecimientos que dislocan lo previamente anunciado como esperable. Ruptura y continuidad se entrelazan marcando a fuego la complejidad de un presente anómalo; de un presente capaz de persistir atravesado de viejas matrices, a la vez que nos ofrece el panorama de lo nuevo que disloca lo establecido hasta configurar una escena inimaginable de acuerdo con la fuerza inercial de una historia que, eso parecía evidente e inmodificable, seguía una marcha hacia una decadencia siempre anunciada como destino irrevocable. Muy de tanto en tanto, cuando no se lo espera, algo sucede, algo intenso, que viene a alterar las escrituras del poder. Algo de eso, en su excepcionalidad, aconteció a partir del 25 de mayo de 2003. Lo insólito, lo que no podía estar pasando, simplemente comenzó a derramarse sobre una época descreída que, en muchos que continuaron aferrados a su incredulidad, condujo a la teoría de la impostura. De una suerte de relato de ficción astutamente desplegado por el saltimbanqui y prestidigitador venido del sur y dispuesto a engañar para que todo siguiese igual. Hubo que esperar hasta su muerte, también inesperada, para terminar de desgarrar el velo de la impostura de la impostura, de ese relato mentiroso y autoexculpatorio que tanto les sirvió a ciertos intelectuales y políticos supuestamente progresistas a la hora de consolidar su opción por el poder corporativo y la restauración conservadora.
El vértigo estaba marcado por la caída al abismo, por esa espera del cumplimiento de lo peor que venía arrojándonos, en tanto que habitantes de esta geografía sureña y muchas veces destemplada, a la intemperie. Sin horizonte, pero también sin pasado a redimir. Puro presente de angustia, corroboración de un destino estrellado contra el muro de ilusiones vanas o de engreimientos ahuecados después de años de horrores, miedos, desilusiones, banalidades, fiestas dispendiosas, cualunquismos diversos y profetismos quiméricos. Años en los que los puentes entre las generaciones se rompieron y en los que lenguajes y tradiciones emancipatorias se transformaron en objetos arqueológicos, piezas de colección de un museo temático en el que el presente, como tiempo de llegada al fin de la historia, se volvía escenario de un mundo sin sueños ni esperanzas. Apenas entre sus pliegues o en sus napas soterradas, persistían legados y herencias maltratados por las inclemencias de una realidad despojadora de ilusiones y de proyectos alternativos al de un capitalismo neoliberal que parecía devorarse todo a su paso.
Kirchner, su nombre, vino a invertir esa inercia, vino a enloquecer la marcha del tiempo argentino quebrando la repetición maldita y abriendo fisuras, cada vez más hondas, en el muro de un sistema (amasado entre la dictadura y el menemismo) capaz de aniquilar memorias de equidad y tradiciones populares al vil precio del consumismo y la exclusión como etapa final del miedo destilado sobre cuerpos y conciencias. Su impronta, su firma, que era un jeroglífico para la mayoría de una sociedad que no sabía quién era ni de dónde venía (sabía, apenas, que era gobernador de Santa Cruz pero desconocía su pasado, sus antiguas lealtades, la persistencia, en él, de historias clausuradas por la violencia dictatorial pero a la espera de una reparación), su firma, decía, selló lo inesperado, aquello caudaloso que se liberó en un discurso alocado, inusual, antiguo y lozano, admirable y sorpresivo que pronunció, entre la seriedad de la investidura presidencial y la informalidad de un personaje subvertidor de todo protocolo, lúdico en momentos de extrema gravedad y serio para aliviar, con sus malabares simbólicos con el bastón de mando, la incredulidad de una sociedad demasiado lastimada y, también, envilecida.
Una doble reparación comenzó en un país incrédulo. Reparación del pasado al reabrir no sólo los expedientes cerrados por las leyes de la impunidad y los indultos, sino al destrabar una memoria que lograba, con esfuerzos pero con intensidad, interrogar críticamente por una época decisiva, preñada de utopías y de errores, de sueños revolucionarios y de violencias, de generosas entregas generacionales y de poderes asesinos que se preparaban para quebrarle el espinazo a un tiempo crepuscular y soñador pero potente en su capacidad para jugar a fondo los destinos del país. Una época que dejó una marca indeleble en cuerpos y memorias pero que había sido arrojada a la pieza de los trastos viejos, formas espectrales de un pasado tabicado y ausente que, pese a todo, seguían susurrando desde una lejanía que se volvió, en el giro loco de la historia abierta de nuevo, actualidad e interpelación. Kirchner, haciéndose eco y cargo de los mil hilos resistentes de los movimientos de derechos humanos y de antiguos mandatos que se guardaban en su propia deuda impaga, habilitó, como no se lo hacía desde los comienzos del gobierno de Alfonsín, la dimensión entrecruzada de la memoria, la verdad y la justicia. Pero también, y allí se guarda lo no previsto, oxigenó el debate sellado de los setenta y lo hizo recobrando las luces y las sombras de una extraordinaria apuesta generacional. Lo que parecía ya no tener lugar, lo destinado a ser invisible o a convertirse en polvo que se lleva el viento huracanado del “progreso”, interrumpió el presente reescribiendo las páginas de la memoria que siempre transforman lo heredado, lo guardado en lo recóndito del recuerdo y lo vivido como tiempo presente supuestamente alejado de esas deudas con un pasado “olvidado”.
En ese giro reparador hacia el pasado (en esa suerte de imposible redención de las víctimas devolviéndoles rostros, ideas, convicciones, sueños, pesadillas, cuerpos, justicia) también se abrieron las puertas de una casa que habían permanecido cerradas hacia el futuro. Una doble maldición pendía sobre Argentina: la maldición de un pasado irresuelto cuyas figuras espectrales permanecían irredentas, y el borramiento de toda esperanza en el mañana. Sin pasado y sin futuro, arrojados a un puro presente impiadoso y descreído. Néstor Kirchner, emergiendo de lo previo y de lo anómalo, heredero de fuerzas sociales y de tradiciones en disonancia con una época hegemonizada por la práctica y el relato de los vencedores, giró la inercia del tiempo histórico y le dio forma, en un mismo movimiento, a la reparación, todavía en curso, del pasado y del futuro. De ese modo, y los festejos del Bicentenario dieron testimonio de lo caudaloso de ese giro en las sensibilidades y en las conciencias, el daño abisal causado por la dictadura y perpetuado por la impiedad del capitalismo neoliberal más las expresiones prostibularias emergentes de tradiciones que eran supuestas portadoras de ideologías populares pero travestidas en instrumentos de la reacción, inició su camino de reparación. El peronismo le debe demasiado al flaco desgarbado que inició su rescate del envilecimiento menemista; en él, en su lenguaje y en sus gestos, lo que se hizo presente fueron los espectros fundacionales del 17 de octubre, sus metamorfosis en la generación del setenta y los desafíos de una realidad, la actual, cargada de sus propias novedades. Allí, en esa alquimia renovadora, en esa apropiación salvaje de viejos y nuevos símbolos, se encuentra eso que llamamos, con cautela pero con entusiasmo, kirchnerismo. El pueblo, el olvidado y el dañado durante tantos años, lo supo y por eso dio testimonio caudaloso de su profunda tristeza entramada, como no podía ser de otro modo, con la fuerza del agradecimiento y del apoyo decidido a su compañera de toda la vida.
Quedará por ver, de acuerdo con los recorridos de una realidad que se expande hacia nuevas regiones de la vida social y política, hasta qué punto el 27 de octubre, ese día sellado por un pacto entramado con la despedida y la afirmación, con la tristeza y la decisión, constituye nuestro punto de inflexión, la entrada en un tiempo argentino en el que el nombre de Kirchner no sólo puede ser leído en el interior de la experiencia del peronismo sino, decisivamente, como forjador de una inquietante novedad. Los signos están allí, se multiplican entre nosotros y van dejando sus huellas ofreciéndonos la posibilidad de vislumbrar lo que de nuevo y excepcional porta una actualidad que sufrió una colosal sacudida aquel 27 de octubre en el que también, aunque bajo otras condiciones y viniendo de distintos lados, emergió el “subsuelo de la patria sublevada” no para rescatar al coronel preso sino para dar testimonio de la tristeza y del compromiso con una historia abierta a fuerza de romper la inercia de las continuidades malsanas.
* Doctor en Filosofía, profesor de la UBA.
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