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Bernstein en Buenos Aires
Por Sergio Kiernan
Hace diez años estaba una mañana, dormido y con calor, en Ezeiza y con un ramo de flores. Esperaba a Carl Bernstein, que llegaba a Buenos Aires después de semanas de conversaciones telefónicas, para investigar el Yomagate para la revista Noticias. Las flores eran para su novia, una inglesa entusiasmada por visitar “el país del poulou”. Estaba nervioso, como esperando a una estrella de cine, calculando con qué caprichos de star me vendría y preguntándome si en el hotel que le teníamos reservado tendrían cosas como agua Evian.
Una hora después estaba totalmente tranquilo: lo que había bajado del avión era un colega, un periodista hasta los huesos, un tipo reo que le agradecía a la suerte su fama pero que no se la creía.
Pasamos seis semanas trabajando juntos. Bernstein se enamoró de Buenos Aires, que tenía varias de las cosas que le gustaban en la vida: grandes bifes, mujeres lindas, periodistas investigativos, políticos ladrones. Norteamericano como era, reconoció inmediatamente varias manías locales, como la de trasnochar y la de sentarse a entrevistar a un político que te está mintiendo en la cara. Todavía me acuerdo cómo se reía después de hablar con Carlos Corach: “Este es de los buenos, realmente tendría laburo en Washington”.
Bernstein estaba harto de que le hablaran de Watergate y con lo único que se enojaba era con la manía de decirle “gate” a cualquier cosa –la hinchaba a la directora de Noticias para que no usara el nombre Yomagate– y con la noción de que Woodward y él se habían cargado a Nixon. “Los periodistas no derribamos presidentes, los políticos derriban presidentes,” decía todo el tiempo.
De a poco, fue contando algo de su historia. Se definía como “un rusito de un barrio pobre de Washington” que había entrado al periodismo con secundario completo y sin muchas expectativas. Era hijo de un matrimonio de comunistas fervientes que habían perdido todo con el macartismo y se habían quebrado en trabajos de supervivencia, historia que contó en su libro menos conocido y más terrible. Había empezado en un diario que quebró y estaba todavía, tantos años después, encantado que lo hubieran contratado en la competencia, aunque sea en la calle sin salida de la sección ciudad. Donde en una guardia de sábado, de esas que se comen los junior y los quemados, le encargaron a él y a su compañero de buena familia y buena universidad Bob Woodward una nota sobre unos intrusos en las torres Watergate.
Bernstein se tuvo que bancar muchas –que Meryl Streep y Jack Nicholson filmaran una película sobre su divorcio, escrita ¡por su ex mujer!– y también hizo muchas. Se fumó todo, se narigueó todo y, sobre todo, bebió y bebió. Un día, impresionado por su inmensa disciplina de agua mineral, le pregunté cómo zafó. “Me sacó Liz Taylor, que es una amiga de verdad y que sabe de estas cosas,” contestó. “Me mandó a un médico pero sobre todo estuvo conmigo hasta que salí.”
Bernstein escribió su nota y se fue. Nos dejó un consejo: “La misión del periodista es publicar la mejor versión posible de la verdad. La misión no es hacer justicia, acusar ni condenar. Para eso están los jueces. Si en Argentina los periodistas están haciendo justicia es porque ustedes tienen un tremendo problema, que puede acabar hasta con el periodismo. Cuídense de eso”.