Jueves, 26 de enero de 2006 | Hoy
La aparición de don Ricardo Rojas en el escenario político ha causado no poca sorpresa en los círculos docentes y universitarios a los cuales tan íntimamente, desde hace treinta años, se halla vinculado el ex rector de la Universidad de Buenos Aires.
Doctor “Honoris Causa” de las universidades de Buenos Aires, San Marcos de Lima y Río de Janeiro; miembro honorario de diversas academias de Estados Unidos, Francia, España, México, Venezuela, Uruguay, Perú y Brasil, miembro de la Legión de Honor y de la Société de Gens de Lettres de París y otras instituciones científicas y literarias del país y del extranjero, y dueño por añadidura de un enorme bagaje cultural y de una erudición profunda en las diversas disciplinas mentales a las que se halla entregado, la expectativa pública despertada alrededor de este nuevo aspecto del ilustre docente es grande y justificada. Fuimos por esta circunstancia a verlo, deseosos de escuchar su juicio no sólo sobre la actualidad política argentina, sino también sobre una cuestión que nos pareció interesante: por qué causas Ricardo Rojas dejaba interrumpida su labor literaria, y se lanzaba a los sinsabores e inquietudes de la política activa, en circunstancias tan angustiosas como las presentes.
Lo hallamos en su residencia de la calle Charcas, entregado a sus libros. Con su cortesía habitual nos recibió y luego de conocer nuestro deseo, nos hizo un breve exordio a propósito de los primeros años de su juventud y de su vida, cuando su padre, don Absalón Rojas, llenaba, con su actuación política, todo un capítulo de la historia de Santiago del Estero, su provincia natal. Entrando de inmediato en materia, le preguntamos:
–¿Ha actuado Ud. antes en política?
–Nunca –respondió Rojas–. He llegado a esta altura de mi vida sin haber actuado jamás en ninguno de nuestros partidos, absorbido como estuve durante treinta años por mi obra de publicista y profesor en la que entendí servir a la formación de nuestra conciencia nacional. Así habrían seguido transcurriendo mis días, en el retiro del estudio que no fue torre de marfil para mi deleite, sino atalaya de piedra para mi ansiedad, a no ser la crisis profunda que hoy amenaza nuestras instituciones vitales. Mi labor docente me ha mantenido siempre en contacto con la juventud y mis libros dejan ver que siempre estuve asomado a la almena, oteando el horizonte, con la esperanza puesta en el mejoramiento civil de nuestra patria.
–Muy bien, doctor –respondimos nosotros mientras admiramos el purismo oral de nuestro entrevistado–. Pero nos trae aquí, entre otras cosas, una pregunta concreta, de común interés para nosotros y para una gran parte de la opinión que en estos momentos no acierta a explicarse cómo no sólo ha ingresado usted a la política haciendo un paréntesis extraño a la labor del aula y al estudio, sino también cómo ha ingresado al radicalismo. ¿Podría contestarnos a esto último? Sería interesante.
–La explicación –nos dice el doctor Rojas en seguida– es muy sencilla: la tiene usted en lo que acabo de decirle. Desde hace un año he sentido de un modo patético el drama actual de nuestra ciudadanía. He creído que podría ser una actitud egoísta el mantenerse en el retraimiento; y en caso de optar por un instrumento de acción social, he debido elegir un partido entre los que existen y he ido al radicalismo por la lógica de mi doctrina anterior. El radicalismo es, por su latitud geográfica, por su filiación histórica, por su fe en el pueblo, por su emoción nacionalista y por su probado espíritu de resistencia a la adversidad, una fuerza cívica que, debidamente adoctrinada y conducida, ha de ser un baluarte de la nacionalidad y de la justicia social en esta época.
El doctor Rojas se acomoda los anteojos, hace una pausa, respira y va a continuar hablándonos. Pero lo interrumpimos.
–¿Y no le han detenido en este extraño episodio de su vida los cargos de todo orden que se hacen al Partido Radical?
–No, señor. Cualesquiera que sean los errores individuales de los hombres, el radicalismo, estoy cierto, es una fuerza espiritual que resume al pueblo argentino con todos sus vicios y todas sus virtudes. Los adversarios del radicalismo pueden hacerle cargos, pero el radicalismo puede acusar a sus adversarios de haber abusado de la fuerza, de haber suprimido la ley y de haber negado la tradición nacional.
No hay –continúa diciéndonos el doctor Rojas– partidos de ángeles en ninguna parte y no es posible crear partidos vivientes desde un escritorio. La política, entiendo, es un arte de realidades, y debemos tomar la realidad argentina como hoy se nos presenta, tratando de modelarla con inteligencia y honradez. La exposición de estas ideas –agrega– me requeriría largo tiempo; pero, puesto que debo abreviar, sólo le digo que yo no podría ir sino a un partido que tuviese la bandera nacional, la cenestesia geográfica de nuestro territorio, el sentimiento de nuestra continuidad histórica, la simpatía interna de sus miembros por una fusión de profesiones, clases y regionalismo, en el amor del pueblo y en el propósito de su mejoramiento. Este es, precisamente, el espíritu del radicalismo. Ensambla, por añadidura y sin esfuerzo, con la doctrina que he expuesto siempre en mis obras.
En lo más álgido de la conversación, el doctor Rojas nos deja unos segundos. Debe atender un llamado de su esposa, que le anuncia un mucamo. Oteamos –como dice el maestro– y observamos un mueble que contiene sus libros originales, las ediciones críticas o de divulgación de documentos y autores argentinos. Allí está, por ejemplo, La restauración nacionalista, en que planteó, hace más de veinte años, la crisis de nuestro cosmopolitismo; el Blasón de plata, en donde evocó la génesis de nuestra raza; la Argentinidad, obra en la que dio nombre y contenido a nuestra vocación democrática; Eurindia, donde exploró las más remotas zonas estéticas del espíritu americano. En ese mueble, están también Los gauchescos, fuente popular de nuestra emoción literaria, Los coloniales, Los proscriptos y Los modernos, panorama este último de nuestro actual individualismo. Allí están su historia de la Bandera, del Escudo, del Himno y de la Constitución; allá El país de la selva y las odas en que canta a la fraternidad civil de los extranjeros residentes; y las obras de Moreno, en fin, de Monteagudo, de Echeverría, Mitre, Sarmiento, López y Alberdi, que Rojas ha reeditado y comentado y popularizado con el noble propósito de dar arquitectura al ideario argentino.
Pero, el doctor Rojas entra en ese instante, y nos sorprende revolviéndole su biblioteca.
Un poco avergonzados de nuestra curiosidad, buscamos alguna frase para salir del paso:
–¿No le parece, doctor, que todo este bagaje va a serle una carga demasiado pesada para desempeñarse en las nuevas actividades a la que acaba de darse?
–No lo creo –nos contesta inmediatamente–. Antes al contrario, pienso que esos libros explican todavía más mi actitud. Y le dan, por añadidura, un rumbo doctrinario. He estudiado mucho el pasado, pero me he orientado siempre hacia el porvenir. Ardua es, y urgente, la atención que hoy reclama la crisis económica; pero creo necesario en la presente crisis de los perennes ideales argentinos, que resuenen de nuevo los ecos del antiguo mensaje. Como en 1837, necesitamos reencender las antorchas de 1810 y completar el ideario de 1853, con otro nuevo, acomodado a las necesidades presentes. Esa es la misión actual del radicalismo. Su primera jornada, la del Parque, fue superada por su segunda, la de la ley Sáenz Peña, y ésta ha de ser superada en una tercera etapa con un contenido de ideas que el partido desea asimilar, para animarlas con su inextinguible sentimiento patriótico.
No puede ser sino un magnífico instrumento para ello un partido que reúne en su seno, identificándose con la Nación –prosigue Rojas, entusiastamente–, a los nietos de nuestros próceres fundadores y a los hijos de los modernos inmigrantes, al obrero manual y al estudiante universitario, al chacarero de la Pampa y al peón de la Puna, como si fuera un compendio de nuestro suelo, nuestra raza y nuestra historia.
Al llegar a este punto de su peroración, el doctor Rojas, para encender un cigarrillo, hace un alto. Lo aprovechamos para intercalar en el diálogo una nueva pregunta:
–¿Y sobre la actualidad política podría darnos alguna opinión, doctor?
–Creo –nos contestó luego de que le concretáramos mejor nuestro deseo– que es un error reducir la política a la maña de ganar elecciones por cualquier medio; que es un error también pretender resolver los problemas morales de una sociedad por medio de la fuerza, y que es un error, de la misma manera, dividir al país en réprobos e inmaculados, porque todos los hombres de un mismo ambiente se parecen. Es un error –continúa el doctor Rojas– agravar las crisis económicas con caprichos pasionales. Es un error querer medir la acción histórica por las anécdotas del día. Debemos elevar los corazones y elevar el pensamiento si queremos evitar a la República tremendas calamidades. Un éxito actual puede llegar a ser un fracaso histórico. El odio es siempre mal consejero.
–¿Y tiene usted fe en las nuevas generaciones argentinas para acometer la magna empresa con la que usted sueña?
–Tengo fe en la juventud, y en las clases laboriosas. En los ociosos y en ciertos personajes anacrónicos tengo muy poca fe. Los ociosos no se dan ni siquiera el trabajo de pensar, que es un arduo trabajo. Los anacrónicos están cargados de prejuicios y rencores. La nueva empresa, así, es de las nuevas generaciones y de los obreros, si saben referirse a un proceso histórico anterior, y captar la realidad presente y planear con claridad la obra futura. De ello nacerá la Argentina mejor que todos anhelamos, pero que algunos andan buscando por caminos extraviados. Esta es hora de maestros y de trabajadores. No es hora de enredar ni de destruir, sino de clarificar y edificar. Es, en una palabra, hora de juventud.
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