Sábado, 29 de julio de 2006 | Hoy
Por Javier Lorca
“Sáquenlos a tiros, si es necesario. ¡Hay que limpiar esta cueva de marxistas!” La orden la pronunció hace cuatro décadas el jefe de la Policía Federal, Mario Fonseca, obedeciendo con rigor vertical el mandato del general Juan Carlos Onganía, apoyado por una extendida aquiescencia social, incluidos vastos sectores universitarios. El objetivo de la “Operación Escarmiento”, minuciosamente cumplido el viernes 29 de julio de 1966, era desalojar las cinco facultades de la Universidad de Buenos Aires (UBA) que estudiantes y profesores mantenían ocupadas en rechazo a la intervención recién decretada por la dictadura militar. El método aplicado fue la irrupción de la Infantería, con especial saña en Ciencias Exactas y en Filosofía y Letras –las facultades más renovadoras–, primero lanzando gases lacrimógenos y luego descargando bastonazos sin discriminar hombres de mujeres, ni alumnos de docentes, graduados o decanos. En la perspectiva de las posteriores tragedias nacionales, la Noche de los Bastones Largos resultaría un simbólico y sombrío preludio. Para la UBA, marcaría el final de sus años dorados y encarnaría la escena primordial de un mito tan riesgoso como fundado en la realidad, al que Christian Ferrer ha llamado “el relato de un martirologio”: la universidad pública como víctima, lacerada y flagelada por golpes y exilios forzados, por crímenes, persecuciones y desapariciones, por ajustes y privatizaciones.
Un mes después de derrocar al presidente Arturo Illia, Onganía decretaba el cese de la autonomía en las universidades, sedes dilectas del enemigo interno para la Doctrina de la Seguridad Nacional. Había anunciado un plazo de 48 horas para que las autoridades académicas decidieran si se cuadraban o renunciaban, pero no esperó. En la noche del mismo viernes 29 envió a la policía a las facultades de Ciencias Exactas, Filosofía y Letras, Arquitectura, Medicina e Ingeniería, pacíficamente tomadas, al igual que el rectorado de la UBA, donde el rector Hilario Fernández Long se había recluido para manifestar su rechazo.
Cerca de las 22 la Infantería ya rodeaba la Manzana de las Luces, sobre Perú al 200, donde funcionaban Exactas y Arquitectura. Adentro había cientos de personas: alumnos cursando y otros, junto con docentes y autoridades, intentando resistir la intervención militar durante el fin de semana. Habían cerrado puertas y ventanas, habían montado barricadas usando bancos y pupitres. Con los cascos puestos y los bastones preparados, los policías esperaban la orden de actuar. Cuando los vio, el vicedecano de Arquitectura, Carlos Méndez Mosquera, se acercó a uno de los oficiales y le preguntó qué pasaba. “¡Ataquen!”, fue la respuesta, un alarido, prólogo de los gritos y estallidos que seguirían.
A pocos metros de allí, en Exactas, los hechos se replicaban. “¿Cómo se atreve a cometer este atropello? Todavía soy el decano de esta casa de estudios”, increpó Rolando García al uniformado que encabezaba el operativo. Un corpulento subalterno rompió filas e intentó romperle la cabeza con su bastón. Con sangre sobre la cara, el decano se levantó y repitió sus palabras. También se repitió el bastonazo. “Pegaban bien, pegaban con habilidad, pegaban con ganas”, resumiría luego Manuel Sadosky, entonces vicedecano de Exactas.
Sobre la Avenida Independencia al 3000, en la Facultad de Filosofía y Letras, policías armados habían superado el hall e ingresaban al patio y las aulas. Estudiantes y docentes corrían, tratando de esquivar insultos y culatazos. Algunos lograron escapar por las ventanas, muchos más fueron golpeados y detenidos. También era desocupada la Facultad de Ingeniería. Sólo en Medicina no se registraban incidentes.
Disipados los gases lacrimógenos, la Infantería comenzó a arrear a la gente y organizar el desalojo de Exactas. Primero todos contra la pared de un aula, brazos arriba y piernas separadas: “¡Al que apoye las manos en la pared, le reviento los dedos!”. Los lamentos y las súplicas dejaron oíruna falsa orden: “Preparen, apunten...”, simulacro de un fusilamiento que no fue. Después, como es fama, los universitarios fueron ordenados en fila y, camino a los camiones celulares, debieron pasar de a uno por entre dos formaciones de policías, una a tres metros de la otra, mientras sus cuerpos eran sucesivamente molidos a patadas y bastonazos. Por milagro o porque sabían calculadamente lo que hacían, no hubo muertos. Sí muchos heridos y, se estima, más de 500 detenidos. Los profesores, en su mayoría, fueron liberados a la madrugada. “No se nos tomó declaración, no se nos procesó por nada –relató tiempo después Rodolfo Busch, profesor de Exactas–, nunca estuvimos presos, nunca hemos sido apaleados.”
Al otro día, Onganía clausuró todas las universidades por tres semanas. Para el 22 de agosto la intervención había sido instrumentada. Ese día asumía Luis Botet como rector interventor de la UBA. Su proclama: “La autoridad está por encima de la ciencia”. Desde aquel momento, la UBA pasó a ser una institución vigilada, con policías de civil transitando sus pasillos y espiando lo que ocurría en las aulas a través de pequeñas ventanas en las puertas. Con todo, el resultado sería el inverso al deseado por la dictadura militar: la actividad política no haría más que crecer en las facultades.
La renuncia y el exilio de cientos de profesores e investigadores desmantelaron el proyecto de universidad científica que, a contrapelo del modelo profesionalista, había comenzado a gestarse en la UBA desde 1957, tras la recuperación de la autonomía. Un proyecto que había multiplicado el número de profesores con dedicación exclusiva (eran 9 en 1958 y 700 en 1966), había modernizado las estructuras curriculares, renovado el plantel de profesores y abierto nuevas carreras (Sociología, Psicología, Educación, Economía), había creado los departamentos de Extensión y de Orientación Vocacional... Manuel Sadosky había fundado el Instituto del Cálculo, donde puso en funciones la primera computadora del país, en 1961. El sabotaje y posterior destrucción de la célebre y enorme Clementina, ocurrido durante la intervención militar, suele ser recordado como símbolo del saqueo sufrido por la universidad pública. Pero, aunque llevó décadas, hoy existe Clementina II. Otras pérdidas institucionales continúan sin reemplazo, como tantas capacidades potenciales amputadas que nunca pudieron realizarse. Creada en 1958, Eudeba –la editorial de la UBA que gerenció Boris Spivacow– llegó a publicar y distribuir más de 10 millones de libros a precios populares, con enorme éxito comercial y cultural. Hasta julio de 1966.
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