ESPECTáCULOS › UN AÑO CON POCAS VISITAS EXTRANJERAS Y CRECIENTE ACTIVIDAD DE LOS ARTISTAS LOCALES
Búsqueda y calidad en los músicos populares argentinos
El signo fue la avidez de los músicos y el público por comunicarse. El resultado: varias ediciones discográficas importantes, recitales en lugares grandes y pequeños que colmaron sus capacidades y unos cuantos artistas que, además de tocar y cantar bien, están aportando lenguajes y estéticas nuevos.
Por Diego Fischerman
Nadie sería capaz de negar la utilidad, para un músico, de escuchar a otros músicos. De estar al tanto de los nuevos movimientos estéticos e, incluso, de la posibilidad de tocar e intercambiar ideas con ellos. Pero tampoco sería posible ignorar que las avalanchas de artistas extranjeros –como la vivida durante toda la vigencia del 1 a 1– saturan el mercado y, literalmente, dejan sin trabajo a muchos de los locales. En el ámbito del jazz, por ejemplo, en Argentina se ha practicado muy poco lo que en Europa es la norma: contratar a solistas de otras partes para que toquen con grupos armados en el lugar. Esta costumbre soluciona a la vez los dos problemas (la necesidad de intercambio y la de trabajo) y, aun cuando no siempre es aplicable (mal podría, en su momento haberse desarmado a Weather Report o, actualmente, a los tríos de Brad Mehldau o Keith Jarrett), sería interesante contemplarla como posibilidad.
En los hechos, la dificultad para poder pagar cachets extranjeros con recaudaciones locales hizo que, durante 2002, llegara muy poco de afuera. Lo que llegó, sin embargo, fue extraordinario: el trío de Mehldau con el contrabajista Larry Grenadier y el baterista Jorge Rosy y el dúo conformado por el clarinetista y bandoneonista Michel Portal y el acordeonista Richard Galliano. Por otra parte, muchos músicos argentinos consolidaron sus propuestas, tuvieron público, grabaron discos que se vendieron y, además, tuvieron la posibilidad de encarar carreras internacionales. Varios escenarios europeos (sobre todo españoles) contaron durante 2002 con las presencias de Luis Salinas, del saxofonista Luis Nacht, del guitarrista Fernando Tarrés y del pianista Adrián IaIaies, sin contar a los que se fueron más o menos definitivamente, como el cellista Martín Iannaccone (que está en Buenos Aires de visita y aprovecha para reaparecer hoy en el bar Thelonious junto a Cambio de Celda, uno de los grupos del pianista Ernesto Jodos) o el guitarrista Guillermo Bazzola. La aparición del sello BAU (Buenos Aires Underground), dedicado al jazz argentino, fue fundamental, además, para la aparición de nuevas maneras de circulación. Una tarea concertada entre el responsable del sello (Tarrés) y lugares como Thelonious –con ciclos bien armados y tan interesantes como variados y representativos de distintas tendencias– logró que los nombres asociados con ese sello estuvieran en el centro de la escena durante todo el año. Jodos, Nacht, el propio Tarrés, el contrabajista Hernán Merlo, el saxofonista Rodrigo Domínguez, Mariana Baraj, fueron los protagonistas no sólo de una actividad importante desde el punto de vista cuantitativo sino, en particular, cualitativo. Sus propuestas, al igual que las de Ricardo Cavalli, el Quinteto Urbano o el incansable Javier Malosetti, estuvieron lejos de los vicios que el jazz local practicó durante años. Cada uno de estos músicos se dedicó a desarrollar lenguajes propios y creativos. Con distintos grados de distancia hacia los localismos folklóricos –que, desde ya, no son obligatorios para que algo sea original–, en cada uno de estos casos hubo búsquedas personales e imaginativas. No hubo en estos casos nada del manierismo narcisista del que se siente obligado a mostrar que pasó por Berklee o de quien quiere tocar, en Buenos Aires, en 2002 y con bastante menos fuerza, la música que Horace Silver, Johnny Griffin o Jackie McLean hacían de manera insuperable hace cuatro décadas.
Dos músicos que trabajan con el instrumental y los modos de empleo del jazz aun cuando los materiales escogidos sean muchas veces tangos, zambas o, simplemente, canciones populares, lograron, por otra parte, trascender ampliamente los límites del universo de los consumidores habituales de jazz. Tanto el guitarrista Luis Salinas como el pianista Adrián IaIaies, además de mostrar madurez en sus estéticas y solidez en sus maneras de plasmarlas, se convirtieron en fenómenos que excedieron al público del género. También hubo otros grupos, ligados tal vez al jazz en cuanto a laimportancia que otorgan a la improvisación (en Europa se los consideraría grupos de jazz, en todo caso) pero cuyas músicas son, afortunadamente, muy poco definibles. El notable grupo Puente Celeste, que incluyó este año al multiinstrumentista Marcelo Moguilevsky y grabó con él su segundo CD, y algunos de sus integrantes por separado (Alejandro Franov y su spinettismo pasado por world music, Santiago Vázquez y el Colectivo Eterofónico, Moguilevsky y su dúo de klezmer con César Lerner) fueron los responsables de algunas de las músicas más creativas de los últimos tiempos.
También el magnífico trío de la cantante Verónica Condomí, el guitarrista Ernesto Snajer y el percusionista Facundo Guevara trabajó con libertad y claridad de conceptos a partir de modelos del folklore rural sudamericano. La otra figura que un europeo no dudaría en incluir en el sistema solar del jazz es Liliana Herrero. En un sentido, la tradición argentina en relación con la circulación de un género artístico llamado “folklore” hace que ella deba ser considerada, en primera instancia, como una “cantante de folklore”. Y es que, en efecto, canta canciones que vienen de ese tronco cultural (u otras, como “Mañana del Abasto”, que con total premeditación decide incluir allí). Pero la riqueza de los tratamientos instrumentales y, en particular, una manera de entender la voz como una pieza más del andamiaje instrumental –que se liga más, en todo caso, con Betty Carter y Cassandra Wilson que con Mercedes Sosa o, incluso, cualquier otra cantante latinoamericana– la ubican, eventualmente, en un lugar nuevo y mucho más atractivo, en el que cabe tanto el acompañamiento del piano de Gerardo Gandini en una milonga (en su último CD, Recuerdos de provincia) como las aventuras minimalistas de la guitarra de Diego Rolón. Aventuras que, no obstante, se las arreglan para no perder la fuerza de la rítmica popular. También entre los inclasificables, Dino Saluzzi dio junto a Salinas un muy buen concierto en el Colón. Músicos como el Chango Spasiuk, por otra parte, siguieron mostrando una obra tan auténtica como valiosa. La otra variable significativa de la temporada 2002 estuvo por el lado del ciclo del Teatro Ateneo que, en los últimos meses, programó muchos de los principales artistas argentinos de tradición popular, desde IaIaies hasta Fito Páez.
Si hay una música, de todas maneras, que un extranjero no dudaría en considerar argentina es el tango. Y, curiosamente, ese es el lenguaje más conflictivo para un argentino. Más allá de la resurrección (aunque restringida a ciertos ámbitos) de la costumbre de bailarlo, la falta de una industria cultural nacional lo condenó, ya hace largos cincuenta años, a un cierto estancamiento estético y a su progresivo ostracismo como objeto de consumo turístico. Por un lado es prácticamente la única música capaz de dar de comer decentemente a un intérprete argentino. Por el otro, es una música que difícilmente se escuche fuera de esos lugares siempre caros, siempre llenos de cámaras de fotos y de bailarinas acrobáticas levantando su altísimos tacos frente a fascinados japoneses. Y está, claro, el factor Piazzolla. Virósico en el sentido en que también lo es la literatura de Cortázar (es imposible estar influido por él sin sonar a su imitación), su figura actúa, para el mundo del tango, como la de Wagner para la música clásica a fines del siglo XIX. Desde el punto de vista laboral, los numerosos quintetos, cuartetos, tríos y dúos de homenaje al marplatense permiten que muchos buenos músicos se ganen el pan con dignidad. Pero desde el punto de vista de los lenguajes musicales nada nuevo ha sucedido por ese lado y, por otra parte, existiendo los discos de Piazzolla, es muy poco lo que pueden aportar esas versiones tan prolijamente clonadas como patéticamente desteñidas. Hay grupos nuevos, es cierto. Pero todavía son más los nuevos que hacen música vieja que los que se animan a probar por otros rumbos. Entre los músicos destacables están el bandoneonista Pablo Mainetti, que con su grupo y también junto a IaIaies, despega hacia otros registros expresivos; Julio Pane, siempre fiel a símismo y siempre inmenso como instrumentista; Néstor Marconi, un virtuoso comparable a Leopoldo Federico en su sonido y control del instrumento; Horacio Salgán, como siempre (y, tal vez, para siempre); la polenta de El Arranque, 34 Puñaladas, los pianistas Sonia Posetti y Nicolás Ledesma y Ramiro Gallo.
El cierre del año con Mercedes Sosa, León Gieco y Víctor Heredia –aun cuando sólo haya podido concretarse la función del estreno y las demás se hayan postergado debido a un problema de salud de la cantante–, juntos y apelando al título “Argentina quiere cantamor”, fue, también, un signo de la avidez de comunicación tanto por parte de los músicos como de un público que respondió masivamente a las convocatorias. Como intérpretes y, en el caso de Gieco y Heredia como compositores, son, a la vez, símbolos de una manera de hacer música y de una concepción estética en la que la ética y la transparencia de las posiciones políticas ocupan un lugar central. Si todo artista de tradición popular juega con la idea de la autobiografía, si siempre se transita por la ilusión de que fuera del escenario esa persona es exactamente la misma que arriba de él y si la idea de autenticidad es esencial en la construcción del valor, en el caso de estos tres nombres esa tensión entre vida pública y privada es casi inexistente. Ellos son, para el público, exactamente los que aparecen sobre el escenario y de nada les serviría seguir cantando o componiendo de la misma manera si se descubriera que alguno de ellos no está representando en escena su propia vida y sus convicciones reales. De ahí el peso ritual de sus actuaciones. De ahí esa posibilidad de ser, además de músicos, los oficiantes de una liturgia en la que, tal vez con más énfasis aún en épocas de crisis, mucha gente encuentra la fuerza para creer en sus propios valores culturales.