ESPECTáCULOS
Una muerte que apresuró el final de los Bee Gees
Maurice Gibb tenía 53 años y múltiples problemas de salud. Su vida agitada contrarrestó la armonía de su voz.
Por Fernando D´addario
Desde hacía muchos años, los Bee Gees sintonizaban con una suerte de nostalgia colectiva por los años 60 y 70. Una nostalgia que, en su caso, no remitía a sueños políticos ni sociales sino, simplemente, a la juventud perdida. En la Argentina, más aún, el mayor fulgor de su música ligera acompañó los peores años de la última dictadura militar. Los Bee Gees desaparecieron ayer para siempre (aunque la nostalgia seguramente multiplicará sus métodos de expansión) con la muerte de Maurice Gibb, uno de los tres románticos hermanos que durante cuatro décadas le dieron y le quitaron vida al popular grupo británico. Maurice fue guitarrista, bajista, tecladista y percusionista, pero todos lo recordarán por su voz en falsete, que armonizada con las de Robin y Barry Gibb, les daba a los Bee Gees un estilo vocal muy particular. Maurice murió durante la madrugada de ayer en el hospital Mount Sinai de Miami (EE.UU.) a los 53 años, víctima de un infarto sufrido mientras los médicos lo operaban de una grave obstrucción intestinal.
Casado y con dos hijos, Maurice padecía variados y persistentes problemas de salud. La carrera artística de los Bee Gees muestra que fue el menos brillante de los tres hermanos (Robin y Barry hacían voces solistas, y él básicamente coros), aunque contrarrestó ese déficit con una tenaz inclinación hacia los escándalos públicos, potenciados por su espíritu megalómano y su afición a las drogas y el alcohol. La historia de la música pop es rica en artistas salvajes y rebeldes que consumieron su vida en excesos varios (Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, por citar sólo algunos), pero es más frugal y hasta incompetente para seguir el itinerario de un tipo como Maurice Gibb, que se incendiaba por dentro y luego, arriba del escenario, se beatificaba a través de una entonación romántica y una sonrisa angelical.
Su vida fue mucho más adrenalínica que sus canciones: una vez, llegó a comprar en Londres en unos pocos días un Rolls Royce, un Bentley y un Aston Martin, y aun así les decía a sus amigos que no se sentía satisfecho. Las revistas especializadas en música sólo reparaban en los Bee Gees a la hora de destrozarlos sistemáticamente, pero los periódicos sensacionalistas fueron más generosos, gracias a las continuas peleas de Maurice con su primera mujer, la cantante Lulu, sin dejar de destacar, claro, su asistencia perfecta a fiestas que casi nunca terminaban demasiado bien. En 1973 se separó de Lulu, y desde entonces fueron buenos amigos. El destino fue implacable con su declarada voluntad por salir adelante. En 1988, la muerte de su hermano menor Andy –que nunca tocó en los Bee Gees pero tuvo su carrera solista– lo devolvió a los infiernos.
Para entonces, ya había conocido el gran éxito (los Bee Gees vendieron 100 millones de discos) y el consiguiente olvido. Le quedaba por recorrer el camino que el show business les reserva a quienes, para bien o para mal, simbolizaron una época: el revival permanente, las giras de regreso, los discos nuevos que nunca logran reemplazar a los viejos hits. Los fans argentinos participaron de esta lógica: pudieron ver a los Bee Gees en 1998, en la cancha de Boca, y se internaron en su propio túnel del tiempo cada vez que esas voces melodiosas exhumaban canciones como “Manteniéndose vivo”, “Qué profundo es tu amor”, “Deberías estar bailando” y muchas otras. Habían pasado 20 años desde la Fiebre del sábado por la noche; una fiebre extraña, que en este rincón del mundo activó una sensación patológica de alegre vida danzante, en medio de la muerte paralizadora.
Maurice no conoció estos detalles sudamericanos. Fue sólo el protagonista involuntario de un fenómeno que lo excedió.