EL PAíS › UNA VISITA A LA QUINTA FUNES, EL CAMPO QUE DIRIGIÓ GALTIERI

En el escenario de los horrores

Cuando era señor de vida y muerte en Santa Fe, el futuro dictador comandó uno de los centros de tortura más siniestros del gulag militar. Una visita a la infame quinta, escenario idílico de tormentos donde Galtieri se dedicaba a quebrar prisioneros para infiltrar su organización y tratar de matar a Firmenich.

 Por Miguel Bonasso

En algunos países que sufrieron el terrorismo de Estado, los antiguos campos de concentración están marcados con una placa o un monolito que obligan al viajero a tratar de escuchar en el escenario que está contemplando los gustos que lo habitaron en el pasado; en la Argentina, en cambio, el grotesco sucede al espanto.
Hace veinticinco años, en una hermosa quinta del barrio residencial de Funes, en las afueras de Rosario, el general Leopoldo Fortunato Galtieri montó un laboratorio de terror y espionaje para infiltrar a los Montoneros y asesinar a Mario Firmenich en México, antes de que se jugara el Mundial de Fútbol en Argentina. En los noventa, en cambio, la quinta de Funes alberga otras historias que podrían convertir a Los siete locos, de Roberto Arlt, en una novela costumbrista: sus actuales dueños –nos dicen– serían la “princesa monegasca” María Isabel Esquivel y su esposo, “el general Esquivel”, un señor que en realidad nació con un apellido italiano y “compró el título de general en el principado de Mónaco”.
Fue recién después de muchos años que visité por primera vez la “Quinta de Funes” que pude describir en Recuerdo de la muerte gracias al minucioso testimonio de Jaime Dri, uno de los pocos sobrevivientes que en los setenta logró fugarse del infierno. Fui junto con dos testigos de cargo: Alicia Gutiérrez y María Cecilia Nazábal, cuyos compañeros Eduardo José Toniolli (el Cabezón) y Fernando Dante Dussex (el Juan Dubcek de mi libro) estuvieron “chupados” en esa quinta y desaparecieron para siempre en el Rosario de Galtieri. Alicia también es prima de Graciela Koatz, la compañera de Palmiro Labrador, que fue asesinada junto a él en el episodio por el cual el juez español Baltasar Garzón ha pedido la captura del ex comandante del Segundo Cuerpo.
Con el fotógrafo nos metimos de golpe, sin aviso, y caminamos unos doscientos metros por el arbolado parque, hasta que nos salieron al cruce tres personajes con cara de pocos amigos con los que no fue un placer el diálogo. A sus espaldas varios invitados disfrutaban de la piscina donde alguna vez chapoteó el prisionero Tulio Valenzuela (Tucho), junto a su compañera Raquel Negro (María) y su hijo Sebastián. Más atrás se podían apreciar (idénticas al imaginario que me suscitó el relato de Jaime) el vestidor de la pileta que sirvió de calabozo al Pelado y el chalet principal donde, una madrugada de enero de 1978, Galtieri pensó que un nuevo Rommel (Valenezuela) lo ayudaría a capturar o asesinar a Hitler (Firmenich) para “adelantar el fin de la guerra”.
Antes habíamos dado varias vueltas por el perímetro de la quinta, observados por los ocupantes de un auto blanco que posiblemente era inocente. También realizamos una pequeña encuesta entre algunos vecinos que, en la mayoría de los casos, reafirmó lo que escribí en 1983: “(A los vecinos) no les llama la atención que los nuevos ocupantes (los hombres del Segundo Cuerpo) utilicen tantos vehículos y exista una discreta aunque indisimulable custodia. Tal vez de haberse asomado al interior, les hubieran sorprendido los extraños hábitos de esa multitudinaria familia. Pero en Funes la gente no es curiosa y menos cuando hay militares de por medio”.
Una señora que viene los fines de semana a una casa con el previsible nombre de “Nuestro ranchito”, confiesa que en aquellos años no sospechó que pasaran “cosas raras” y que se enteró, por los diarios, mucho después. Aludiendo al imponente cerco vegetal que entonces aislaba la vieja propiedad de “la señora Ana Cura de Fedele”, explicó: “Los árboles no dejaban ver lo que pasaba adentro”. “Lamentablemente –reflexióno– luego vino gente que los taló, arruinando el paisaje.” Parecía muy conmovida por el tema de la tala, pero no hizo comentarios sobre los secuestrados de Funes.
En cambio, otro vecino que lleva mucho años en el barrio (cuya identidad merece protegerse) recordó que “hombres de civil” no permitían acercarse.Especialmente de noche. Ese hombre arriesgó una hipótesis sobre los actuales ocupantes: “Se habla de un militar que estuvo en cosas de mafia (sic) y está prófugo de la Justicia por el desfalco de un banco en Mónaco. Su sobrina, dicen, trabaja en la jefatura de policía”. La sorpresa fue una señora que se echó a llorar cuando le explicamos el motivo de nuestra encuesta. “Yo también estuve en un centro de detención”, dijo, sacudiéndonos a todos.
Otros habitantes de Funes reiteraron que la antigua propiedad de la familia Cura pertenecía ahora a “una señora de la policía y un comerciante”.
Regresamos, entonces a la entrada que da sobre la ruta donde un cartel, de indiscutible estética castrense, proclama sobre la bandera con el sol de guerra: CASCO. LA ARGENTINA. FUNES.
Y avanzamos hacia la pileta, en un atardecer caluroso, que parecía la reencarnación de aquella tarde de diciembre de 1977 cuando Jaime Dri fue viendo, como estatuas, esperándolo en el parque, a los hombres que habían militado con él en la Columna Rosario y ahora colaboraban con los militares. Como aquel Tío Retamaral, al que un comunicado del Segundo Cuerpo había dado por muerto en un enfrentamiento y que lo esperaba allí, resucitado y convertido en un agente de inteligencia.
Tres hombres en traje de baño se acercaron a indagarnos. Uno bajo, cetrino, de bigotes, con el pelo rapado, se presentó como el compañero de la hermana del dueño. “El general Esquivel, casado con una princesa de Mónaco.” A quien, agregó, no conocía personalmente. Cuando le dije a qué iba me miró con una sonrisa nerviosa, que pretendía ser incrédula y negó en redondo que la quinta hubiera sido un campo de concentración en tiempos de Galtieri. Tampoco se había enterado de las versiones que circulaban en el barrio. En una defensa que puede ser lógica, pero que evidenciaba una patética ignorancia, explicó que el general había comprado la quinta en 1986 y que él se había hecho cargo de arreglarla porque había estado mucho tiempo abandonada. Cirujas y ladrones habían desmantelado el chalet principal y los yuyos habían convertido al hermoso parque en un monte inextricable.
Sus dos acompañantes los apoyaban explicando que en aquellos años “nadie sabía lo que estaba pasando”. Uno de ellos, agresivo, le advirtió que no hablara de su intimidad delante de los periodistas. Era un hombre delgado, de rostro anguloso y bigotes como manubrio que dijo ser “colega” de LT3. En medio del espinoso diálogo se acercó otro colega que nos conocía, Omar Sapienza, director de Radio Nacional en Rosario. Pero evitó sumarse a la discusión.
La situación no daba para más y me despedí, recorriendo los mismos pasos que llevaron a Tulio Valenzuela hacia la Operación México, por el mismo césped donde habían formado los 16 chupados, cuando Tucho reveló la conspiración en una conferencia de prensa en México y el Ejército tuvo que abandonar a escape la quinta de Funes. Esa misma quinta que ya se me iba haciendo insoportable, como las caras desconfiadas de mis interlocutores.
Alicia y Cecilia no habían juntado fuerzas para entrar.
Cuando me reuní con ellas, los hombres de la quinta llamaron al fotógrafo de Página/12 y yo me fui detrás de él temiendo algún incidente. Pero, en realidad, querían corregirle un dato: el general Esquivel había comprado la casa en 1990 y no en 1986 como había asegurado el encargado al principio. Entonces la vi venir, una mujer de baja estatura y rostro colorado, a quien todos presentaron con la dueña. Que primero me dio su nombre y luego me pidió que no lo publicara, para que no la “jodieran” porque trabaja en la policía. El de los bigotes de manubrio volvió a meterse y le dijo con tono imperativo que no hablara, “porque los periodistas publican todo”.
Más agresiva que los hombres, la mujer negó que la quinta hubiera sido alguna vez un centro de reclusión clandestina, como lo aseguran tantos testimonios y lo ha consignado la Conadep. Tampoco conocía la vesaníarepresiva que había practicado su jefe superior, el comandante de gendarmería Agustín Feced, en los tiempos del Proceso. A pesar de que ingresó a la policía en 1975.
En un momento dado miró hacia la tranquera y me preguntó con voz destemplada:
–¿Quiénes son esas mujeres? ¿Qué hacen ahí?
Le expliqué que eran las viudas de dos de los “chupados” que habían pasado por su quinta y volvió a sonreír con incredulidad y desprecio, obligándome a preguntarle si sabía que en la Argentina hay 30 mil desaparecidos. Lo que enfureció a uno de sus acompañantes que me reprochó “el tonito irónico”. El de bigote manubrio, mientras tanto, me pidió que no le “escrachara” el nombre para que “no la jodan”. “Investíguenla –propuso– y si ven algo raro quémenla. Pero si no, no den su nombre.” Me pareció una propuesta razonable y por eso omito la filiación de la señora. Pero también estoy de acuerdo con la segunda parte de la proposición.

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La entrada de la quinta en las afueras de Rosario, todavía con su patriótico cartelón.
El lugar todavía mantiene un aura de misterio entre sus árboles añosos y sus vecinos indiferentes.
 
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