PLACER › CURIOSIDADES
La gastronomía del asco
Hay placeres en cuyo trasfondo yace, clara como el agua pero turbia como un estanque, la repugnancia. Comer insectos y otros bichos raros ha sido, desde siempre, costumbre de reyes y de hedonistas sofisticados.
Por María Moreno
Nada más sutil que el placer con un fondo de repugnancia, de ese repeluz que provoca el atravesar una frontera infranqueable y paladear el trofeo: por ejemplo, el de comer aquello que habitualmente tenemos por costumbre aplastar con una palmeta, vaporizar con pesticida o pisar. Contra lo que pueda creerse, la entomofagia o práctica de comer insectos es un placer de reyes y emperadores, y no de dejados por la mano de Dios que deben volverse sobre sus harapos para practicar la caza menorísima entre la propia mugre. Según la investigadora Julieta Ramos Elordy –una fan de la posibilidad de crear agroindustrias de insectos comestibles en los países donde la entomofagia forma parte de la tradición cultural y religiosa–, la Europa prehistórica tiene que haber sobrevivido en gran parte a base de lo que vuela y se arrastra como lo demuestran los dibujos de la Cueva de la Araña en Valencia, España. Griegos y romanos hacían platillos exquisitos con saltamontes, hormigas y moscas (claro que también solían beber la propia orina o limpiarse los dientes con ella) y el mismo Aristóteles llamaba a las cigarras “manjar de los dioses”. La razón entomofágica es que los insectos son nutritivos: Julieta Ramos Elordy suele afirmar enfáticamente que mientras 100 gramos de carne de res tienen un 57 porciento de proteína, la misma cantidad en grillos aporta un 75 por ciento y que la fama de los insectos de ser sucios es totalmente infundada, ya que éstos suelen contener en sus cutículas sustancias antibióticas que los preservan de hongos y bacterias.
Chapulines, hormigas y escamoles son el top de la comida prehispánica, aunque envueltos en unas salsas donde el descubrimiento de la textura de un ala o de un par de antenas se hace dificultoso debido a un picante que hace saltar las lágrimas y florecer los herpes. ¿Quién que ha pasado por Oaxaca o Puebla no extraña los jumiles con limón y sal y acompañados con aguacate y chile guajillo? ¿O las hormigas mieleras a las que se les exprime la miel sobre un brownie y que en el restaurante Los girasoles del Centro Histórico de Ciudad de México cuesta 9,5 dólares por docena? ¿Nadie? En el Insectario de Montreal se realizan festivales anuales de degustación donde se prueban elementos jamás vistos en la mesa de las hermanas Cóncaro del Canal Gourmet y que éstas acompañan con autobombo y vinos adecuados. Y no –por ejemplo– con vino de hormiga como en el insectario canadiense, donde los Miguel Brascó zonales deben optar entre premiar una salchicha de gusano o un pastel de larva de abeja. Es que comer vivo es chic, pero mucho más es freír vivo. Porque los comedores de insectos recomiendan no aceptar como materia prima culinaria insecto muerto. El protocolo indica colocarlos en un recipiente con verduras durante 24 horas. Para evitar que los insectos salten o vuelen es preciso que el recipiente esté tapado o untado con aceite. Si no, es probable que el plato potencial huya como le sucedió a una vecina de la cronista Marta Ferro, que dejó destapados en su pieza de conventillo boquense a un grupo de caracoles de tierra quienes, excitados por un aguacero ocasional se subieron a todas las paredes improvisando un curioso empapelado. Es cierto: los moluscos no son insectos, pero el asco desconoce la escolástica. Comer vivo exige lavar con abundante agua y secar. ¿Conoceráel Gato Dumas, que suele secar hojas de lechuga una por una a fin de que no se agüen sus sabrosas vinagretas, el estremecedor placer de secar babosas de bañera o saltamontes de quinta? Porque, en las 1462 especies de insectos comestibles registradas, todo vale, incluso la cucaracha, a no ser por su escaso valor nutricio. Los degustadores de insectos suelen hacer proselitismo difundiendo datos tranquilizadores como el de que los grillos saben a pollo, las tarántulas a salmón, y las hormigas a vinagre (tienen ácido fórmico). El antropólogo Eduardo Fernández dice que a las orillas del río Tambo, en el Amazonas, donde hay mariposas de cuerpos tan gruesos como para permitir que se las cace con arco y flecha, y cucarachas tan grandes que si se les echa Raid sólo se consigue dejarlas albinas, probó un gusano peludo que, hecho a las brasas, tenía un gusto muy semejante al salchichón primavera.
“Increíble. Un día, harto de la cocina del lugar, me hice traer por avión una ollita con gallina hervida. Cuando llegó, la destapé con ansiedad. La tribu entera me rodeaba con ese afecto insistente que yo solía desalentar poniendo un disco de Vivaldi en mi grabador (lo detestaban). Me vieron comer a cuatro manos. Se llevaron las manos a la boca y corrieron al río a vomitar. En su cultura, un ave hervida es repugnante”, cuenta.
Recetas para papilas valientes: una salsa hecha con crema, yogur, queso cottage y limón puede acompañar 5 gusanos grandes en un dip original. Otra de chiles, tomates cherry, chiles, cebolla y tres docenas de mariposas ser un aderezo ideal para canapés o tostadas de maíz. Hay en Internet una receta digna de la versión entomológica de un asesino múltiple: “Enjuague a 25 grillos adultos, séquelos y congélelos por media hora o hasta que mueran. Arranque las patas y, si lo desea, las cabezas y cocínelos a 250 grados. Caliente a baño de María chocolate semiamargo y sumerja allí los grillos, uno por uno. Ponga a enfriar en una pieza de papel encerado”. La receta olvida una línea de autoayuda destinada a ser repetida como un mandala: “El gusto es una cuestión cultural, el gusto es una cuestión cultural, el gusto es una cuestión cultural”.