ESPECTáCULOS › EL FESTIVAL DE MAR DEL PLATA ABRIO EL FUEGO CON “CIUDAD DE DIOS”
Entre la denuncia y el morbo de la muerte
La película codirigida por Fernando Meirelles y Kátia Lund sigue a un grupo de amigos de la favela “Cidade do Deus”. A pesar de su acertado relato de la vida y la muerte en las barriadas más pobres de Brasil, el film cae en ciertos estereotipos visuales que banalizan algo el resultado.
Por Luciano Monteagudo
La película de apertura que propuso ayer la nueva edición del Festival de Mar del Plata (ahora con el realizador Miguel Pereira a cargo de la coordinación artística de la muestra) puede servir muy bien para iniciar un debate acerca de los dilemas que tiene frente a sí el cine latinoamericano, en su doble necesidad de representar la propia realidad y, al mismo tiempo, encontrar un mercado lo más amplio posible, tanto dentro del propio territorio como en Europa y los Estados Unidos. Esta disyuntiva –si es que puede ser considerada tal– entre identidad estética y lenguaje globalizado se expresa muy bien en Ciudad de Dios, la película brasileña codirigida por Fernando Meirelles y Kátia Lund, adaptación del libro homónimo de Paulo Lins, que desde su publicación en 1997 fue considerado uno de los textos más fieles y verídicos acerca de la violencia y la marginalidad en la favela “Cidade de Deus”, en Jacarepaguá, un paupérrimo suburbio de Río de Janeiro.
Lanzada con gran repercusión en el Festival de Cannes del año pasado, Ciudad de Dios tuvo desde entonces una importante carrera internacional, con estreno comercial asegurado a ambos lados del Atlántico y una resonante controversia en su propio país, donde la crítica se dividió tajantemente entre elogios y diatribas. Aquí la película llega a las carteleras de Buenos Aires en apenas una semana, a través de la filial local de la distribuidora estadounidense Buena Vista International, una subsidiaria de la Disney Co.
No es un dato menor. Que una película latinoamericana acceda a la distribución de una de las denominadas majors implica que esa compañía transnacional encuentra en el film no sólo una realización con un standard técnico equivalente al de una producción de Hollywood, sino también un lenguaje cinematográfico afín, capaz de captar un público lo suficientemente amplio como para justificar las amplias bocas de salida de las que dispone en las salas de los centros comerciales. Este dato de la realidad, sin embargo, no debe llevar a engaño: en su brutal descripción de la violencia como forma de vida cotidiana, Ciudad de Dios no puede considerarse una película fácil, ni necesariamente complaciente. Pero es en el modo, en la manera de representar esa violencia que pueden hacerse las mayores objeciones al film.
No se le puede negar a Ciudad de Dios el virtuosismo de sus elipsis narrativas y la compleja estructura coral con que da cuenta de las vidas
–y las muertes– de un grupo de amigos de la infancia que, a medida que la década del ‘60 va dejando paso a la del ‘70 y luego a la del ‘80, se van convirtiendo en peligrosísimos malandras (salvo Buscapé, un muchacho que tiene la responsabilidad de ser el narrador del film y que hará de la fotografía su salvoconducto para salir de ese infierno con nombre celestial). Pero la estética claramente tributaria del videoclip y de la MTV con que Ciudad de Dios va haciendo progresar vertiginosamente su trama, amenaza una y otra vez con banalizar aquello que dice ser objeto de su preocupación.
No todos piensan lo mismo, por supuesto. Para el crítico brasileño Carlos Alberto Mattos, “Meirelles y Lund se exponen al escarnio de la crítica por abrazar un lenguaje estrictamente moderno, que hace largo uso del aparato cinematográfico universal (inclusive Scorsese, Tarantino, etc.) para ampliar el alcance emocional y descriptivo de su cine”. Para Mattos, si los directores “no fuesen tan competentes no suscitarían reacciones tan estridentes. Estarían más conformes con la expectativa de un cine más humilde, sufrido y, ahí sí, comprometido”.
En el otro extremo, la investigadora Ivana Bentes, creadora de la expresión cosmética da fome (cosmética del hambre) para designar la moda de la estetización de la miseria en el cine brasileño, apuntó que “vivimosun momento de fascinación por ese otro social, en que los discursos de los marginalizados comienzan a ganar un lugar en el mercado”. En un demoledor artículo publicado en el periódico O Estado de Sao Paulo, titulado “Cidade de Deus promove turismo no inferno”, Bentes reconoce que “se trata sin duda de un film-marco y es realmente importante, por relatar la historia moderna del tráfico (de drogas) en Brasil, pero su narrativa tiene otras implicancias”. Para Bentes, “Cidade de Deus es un film-síntoma de la reiteración de un pronóstico social siniestro: el espectáculo de consumo de los pobres matándose entre sí (...) Ahora somos capaces de producir y hacer circular nuestros propios clichés, en los que negros saludables y relucientes y con un arma en la mano no consiguen tener ninguna otra buena idea que el exterminio mutuo”.